Desde Toronto

La oferta del Toronto International Film Festival es tan amplia y diversa –son casi 400 films organizados en distintas secciones, una sola de la cuales es competitiva– que lo más frecuente es la convivencia de los opuestos. Desde las grandes superproducciones de Hollywood que dan sus primeros pasos en la carrera hacia el Oscar hasta la película más independiente de un país del que hasta ahora no se tenían noticias de su existencia cinematográfica, como la sorprendente Cocote, del dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, todo cabe en el TIFF. 

Al margen de los tamaños, también hay marcadas diferencias estéticas: hay films de estructura narrativa clásica, novelística, aristotélica, y también aquellos que adhieren a las disrupciones propias de la modernidad. Y en ambos extremos se pueden encontrar films sumamente valiosos, como es el caso de Les Gardiennes, la nueva película del francés Xavier Beauvois, que tuvo aquí en el TIFF su estreno mundial. Y en sus antípodas, Zama, de Lucrecia Martel, que paradójicamente es una adaptación de la novela homónima de Antonio Di Benedetto, pero que en un gesto de “inadaptada” –como la propia Martel reconoció aquí en Toronto– ella se ocupó de deconstruir y apropiar, según su visión del mundo.

Ya habrá oportunidad de hablar in extenso de Zama cuando se estrene en un par de semanas en Argentina, pero por ahora basta con adelantar que se trata de una nueva cumbre en la obra de Martel, un film de una complejidad visual y sonora fuera de norma en el cine contemporáneo, capaz de romper deliberadamente con la linealidad narrativa para ir en busca de un pasado colonial que solamente puede imaginarse de modo fragmentario, como quien explora su identidad en los retazos que quedan de eso llamado Historia.

A partir de un guion original, Les Gardiennes adhiere en cambio al modelo de la novela decimonónica, con el transcurso de las estaciones marcando no sólo el paso del tiempo sino también funcionando a  la manera de capítulos de un libro que paulatinamente va desplegando sus páginas al lector/espectador. Se trata de una suerte de novela-río, ambientada durante los años de la Primera Guerra Mundial, en una aldea rural lejos de las trincheras, pero a donde no dejan de llegar noticias, casi siempre luctuosas, del frente de combate. Las guardianas a las que se refiere el título del film son las mujeres que han quedado solas al cuidado de las tierras, de los animales, de las cosechas, mientras los hombres luchan por conservar sus vidas. 

El núcleo del relato del film de Beauvois –el recordado director de El pequeño teniente (2005) y De dioses y de hombres (2010)– se concentra en una familia rural pero terrateniente, con rasgos de una pequeña burguesía en ascenso. A esas tierras, llega del pueblo una joven huérfana, a colaborar con las tareas domésticas y del campo, que son muchas y muy duras para la matriarca interpretada por Nathalie Baye. Sus dos hijos varones están en el frente y, cuando vuelven por unos pocos días de licencia, no saben si lograrán regresar de ese infierno una vez más. Pero el menor de ellos no tardará, sin embargo, de enamorarse de esa joven huérfana, Francine, a cargo de Iris Bry, toda una revelación en su debut cinematográfico. “Estoy tan feliz de haber descubierto a Iris como lo debe haber estado Truffaut cuando encontró a Jean-Pierre Léaud”, dijo Beauvois desde el escenario del TIFF. Y razón no le falta. Además de belleza y fotogenia, la debutante demuestra una auténtica sensibilidad de actriz, lo que le permite cargar con el peso de casi toda la película, narrada por Beauvois con tanta seguridad como transparencia, sin dejarse ganar jamás por la infección sentimental. 

Otra demostración de cine clásico, seco, preciso es Sandome no Satsujin (El tercer asesinato), del japonés Hirokazu Kore-eda, que llegó a Toronto, como tantos otros títulos, directamente de la Mostra de Venecia. Aunque Kore-eda siempre fue un cineasta apegado a las formas clásicas, la nueva película del director de Nadie sabe (2004) y Después de la tormenta (2016) conlleva sin embargo cierto giro en su cine. Auto-declarado discípulo de Yasujiro Ozu, Kore-eda ha construido casi toda su obra -milagrosamente bastante estrenada en Argentina para un cineasta asiático-alrededor de temas familiares, que aborda con afección pero sin sensiblerías, como es el caso de su película más famosa, Un día en familia (2008). Aquí en cambio aborda un oscuro caso criminal, que se va desarrollando en distintas instancias judiciales y que de alguna manera remite a un clásico del cine japonés de todas las épocas, el Rashomon (1950) de Akira Kurosawa. Aquí como allí, el problema es un poco el mismo: la verdad como algo incognoscible. 

¿Y los modernos? Hay unos cuántos en el TIFF, en líneas generales agrupados en la sección Wavelengths, la más radical de todo el festival y también la más rigurosa en su selección, a cargo de Andréa Picard. Tal como sugiere su título (Longitudes de onda), tomado de un famoso film experimental del canadiense Michael Snow, esta sección se propone sintonizar con las búsquedas más arriesgadas del cine contemporáneo, incluso en sus cruces con otras artes. Es el caso de Dragonfly Eyes (Ojos de libélula), del chino Xu Bing, un artista plástico reconocido por el MoMA de Nueva York y el British Museum de Londres, entre muchas otras instituciones de nivel internacional, que ahora se animó a hacer su primer largometraje de ficción. Pero claro, no una película cualquiera, sino una que deliberadamente borra las fronteras entre ficción y realidad, entre lo privado y lo público.

Desde 2015, el director y sus asistentes recopilaron alrededor de 10.000 horas de grabación de cámaras de vigilancia chinas de todo tipo (en la calle, en centros comerciales, en estaciones de policía) y a partir de ese material tan variado como inconexo Xu Bing imaginó una ficción que abreva tanto en el melodrama como en el film noir, no sin cierto tono apocalíptico, por la inclusión de imágenes de accidentes y catástrofes naturales. 

Hay una joven novicia de un convento budista que renuncia a sus hábitos, un trabajador de un matadero que se enamora de ella, un cambio de apariencia y personalidad por parte de la chica y hasta unos gangsters que empujan al muchacho a la cárcel. Que todo este relato esté construido a partir de infinidad de fragmentos dispersos de registros tan anónimos como borrosos (a los que Xu Bing eventualmente suma a veces algún diálogo pos–sincronizado) no deja de ser una proeza, aunque por momentos se tiene la impresión de que la idea en sí es más ingeniosa que su concreción.