Si en algo se parecen las ciudades y los textos es en esa generosidad básica que ambos ofrecen para ser leídos –recorridos, descifrados– por cualquiera según su propio antojo.Pero aun en el marco de esa diversidad potencial,el paisaje urbano no se priva de la manía grandilocuente que surge de sus estatuas, monumentos y ciertos edificios emblemáticos; una suma variopinta de títulos catástrofe para proclamar una identidad concreta o la pretensión de tenerla.

Buenos Aires, en este sentido, no solo es verborrágica:también luce obscenamente sus tribulaciones más íntimas; amontona hipocresías y grandezas en la convivencia conventillera de héroes, villanos y algún peludo de regalo que se aquerenció en el bronce.

Resulta difícil negar la ignorancia o eventualmente, la desaprensión del porteño modélico frente a la nutrida población estatuaria de su ciudad  y los alardes arquitectónicos que inspiraron al inocente André Malraux para postular a Buenos Aires como “la capital de un imperio que nunca existió”. (Es una pena que al atinado sarcasmo del ministro de De Gaulle nadie le replicara con la doble faz parisina de santuario de la revolución y metrópolis colonial, omisión propia del recato provinciano frente a lo europeo.)

Para disimular nuestro chauvinismo está bien volver a ciertas singularidades de estos pagos. Buenos Aires ha manifestado hace tiempo su predilección por la estatuaria ecuestre. Este rubro tiene ciertas regulaciones aceptadas en todo el mundo y olímpicamente transgredidas en los 48 barrios (sí, son 48) porteños.

Dicen esas normas que si el caballo de una escultura ecuestre levanta dos patas, eso significa que quien lo montó murió en combate. Si está alzada sólo una de las patas delanteras, su jinete pasó a mejor vida por causa de heridas recibidas en la lucha. Si el animal tiene apoyadas sus cuatro patas, el homenajeado murió sin que lo apurara ningún intermediario, lo cual suele denominarse “muerte natural”.

La estatua del general San Martín frente al círculo militar tiene sus patas delanteras ostensiblemente alzadas sin que aun se haya podido averiguar que astuto maturrango asesinó al general en Boulogne sur Mer. Tampoco Manuel Belgrano murió por heridas recibidas en batalla pese a que su cabalgadura de Plaza de Mayo insiste en levantar una de sus manos. En Avenida Sarmiento y Figueroa Alcorta, el caballo de Justo José de Urquiza tiene sus cuatro patas firmemente asentadas en el suelo pese al balazo en el rostro y las puñaladas que aceleraron la partida del vencedor de Caseros, En esta misma obra deben notarse un verdadero milagro de equilibrio, ya que el apero no tiene cincha ajustando el vientre del potro.

Ya en otro orden de curiosidades debe destacarse la generosidad porteña para homenajear con una soberbia escultura ecuestre a un personaje apodado por sus contemporáneos como “el chacal de los tigres anglo–franceses”. Eran los tiempos del bloqueo imperial que desembocarían en la heroica epopeya de la Vuelta de Obligado. El personaje en cuestión había nacido en Niza pero su patria era Italia. Tras la ocupación y el brurtal saqueo  de Colonia de Sacramento, el homenajeado militar explicó que era “difícil tarea mantener la disciplina que impidiera cualquier atropello, y los anglofranceses no dejaron de dedicarse con gusto al robo en las calles y las casas. Los nuestros (los  italianos) siguieron en parte el mismo ejemplo (...) La Colonia era pueblo abundante en provisiones y especialmente en líquidos espirituosos que aumentaban los apetitos de los virtuosos saqueadores”.    

Sobre el ulterior saqueo de Gualeguychú, el mentado chacal registró la apropiación de “muchos y muy buenos caballos, la ropa necesaria para vestir a toda la gente y algún dinero que se repartió entre nuestros pobres soldados y marineros que tanto tiempo llevaban de miseria y privaciones”.

El prohombre del que hablamos ocupa el sitio de honor en Plaza Italia. Su nombre era Giusseppe Garibaldi.

Pero a la hora de registrar iniquidades escultóricas, las palmas son para el monumento a Juan Galo Lavalle, erigido frente a los balcones de la residencia de la familia Dorrego, gobernador legítimo de Buenos Aires fusilado impunemente por el insigne unitario apodado “la espada sin cabeza”. La insistencia en llamar Once a la Plaza de Miserere celebrando la voluntad secesionista de los porteños y la desmesura de los homenajes al endeudador Rivadavia coronan estos dislates de la memoria nacional.

Aun así, vale la pena destacar que las discordias internas y las obscenas convivencias eternizadas en el bronce y el mármol han sido mucho más dañinas en su correlato –casi invicto– que nutre los textos escolares destinados a formar la conciencia histórica de los ciudadanos.    

Merecen un párrafo aparte los esfuerzos por moralizar la mirada del paseante, cuya víctima dilecta ha sido la talentosa Lola Mora. La censura ha perdonado, en cambio, los infantes desnudos que rodean al insigne Roque Sáenz Peña y algunas nínfulas del Parque Lezama.

Pese a lo dicho a lo largo del texto, quisiera intentar una redención final para esas figuras que –salvo un portento becqueriano– soportarán silentes estas caprichosas opiniones.

Hablo de una suerte de virus que en la última década ha proliferado a lo largo de la avenida Corrientes y cuyas víctimas son figuras señeras de las artes populares. Basta recorrer las veredas que van de Callao a Cerrito para cruzarse con aterradoras reproducciones de notables próceres de la escena porteña, cuyas imágenes han sido erigidas en un material de dudosa resistencia al tiempo y al vandalismo, coloreadas con una paleta tan estridente como desprolija. Hace falta un voluntarioso esfuerzo del paseante para reconocer al artista esculpido con malograda intención realista. En más de un caso, los esperpentos conviven en desventaja con los figurones promocionales de tradicionales pizzerías.

Es posible que el conservadurismo del cronista o su ignorancia urbanística le impidan ver el mérito de las criaturas. O, en el mejor de los casos, todo consista en la acción de un comando cultural instalando sutiles metáforas de una política de gobierno.