Desde Santa Clara

Son las cinco de la mañana en la calle Marta Abreu, la heroína de la independencia. Las veredas ya están llenas. Algunos cuentan que durmieron normalmente, y sobre todo hicieron dormir a los chicos más pequeños para que estuvieran frescos. Y otros se tiraron un par de horas o nada. Se quedaron hasta tarde viendo la pantalla con escenas de la historia y voces de Fidel Castro en la plaza seca que rodea al mausoleo del Che donde llegaron las cenizas del líder muerto el viernes 25 de noviembre. Por unas horas los restos del Che y los de Fidel pasaron la noche juntos.

   Todos esperan el ruido del helicóptero que sobrevuela la caravana con el cofre de cedro envuelto en la bandera cubana.

   Hay una ansiedad sin angustia.

   Cada tanto uno o una gritan y esperan respuesta, al estilo de toda América Latina menos el Río de la Plata. En Uruguay y la Argentina valen más los cantitos, el candombe, lo que viene del Carnaval, las melodías de Gilda o Víctor Heredia convertidas en himno de cancha o de acto político. En Uruguay hay tambores y en la Argentina bombos. Aquí en Cuba la percusión es permanente y no hay nadie que se prive de usar los dedos como palitos y la mesa del bar como tambor. Ta-ta-ta/ta-ta. Pero no hay tambores en la política.

   “Hasta la victoria”, grita hasta la afonía una cubana con la bandera en la mano. “¡Siempre!”, responde la multitud. Otra vez. Y otra vez más. Tres. “Viva Fidel”, y viene la respuesta: “¡Viva!”. “Patria o muerte”, cierra la cubana. “¡Venceremos!”.

 

Don Isidro

   Anoche fue igual. Pero por momentos con otro tono. La espera fue larga en el mausoleo del Che, a un kilómetro de la plaza Parque Vidal en el centro histórico, y mostró a miles de cubanos que parecían haber salido a la noche a tomar fresco. Muchos, en familia. O en pareja. Algunos viejos, pocos. Una mayoría apabullante de estudiantes secundarios en los últimos años (después siguen la universidad en La Habana) y matrimonios jóvenes o algo más veteranos. Por supuesto no faltaron adolescentes de 15 o 16 con el pelo igual que en cualquier lugar del mundo, rapado y con alguna variante de cresta, pantalones chupín y el ensayo repetido de quién es capaz de fabricar y lanzar el escupitajo más potente. La Costanera Sur un domingo a tardecita.

   Anoche y ahora la pregunta de los más pequeños es la misma. Puede ser a babucha de un gordo grandote de remera amarilla o de la mano de una madre que observa en silencio. “Papá, ¿y cuándo llega Fidel?” O: “Mamá, ¿es verdad que Fidel va a venir?”.

   Esta mañana no se lo ve por aquí, en Marta Abreu, a Isidro Pérez, el tullido que anda con su carrito con loneta verde y espejo porque cojea con su pierda izquierda rígida y solo puede hablar con un aparato metálico sobre la nuez. Obviamente este negro alto de ropa oscura, sombrero beige y sonrisa fácil no anda con una tarjeta con su nombre, pero todos lo presentan al forastero que pregunta de dónde viene la fama.

   --Isidro Pérez es de cuando aquí había pelota  --dice alguien que asegura conocerlo desde siempre.

   --¿Pelota?

   --Sí, cuando se jugaba béisbol de verdad  --explica con la severidad de todos los hinchas del mundo, aunque en realidad pronuncia “veldad”, sin la erre.

   Leonardo Padura, el escritor de El hombre que amaba a los perros, siempre cuenta que su mayor sueño era ser jugador de pelota y que el béisbol es el asunto que más conoce. Se moriría de envidia con estos personajes. 

  Don Isidro saca su aparato de una carterita de colectivero y se lo pone sobre la garganta. Emite un sonido de metal robótico como la voz de ET.

   “Estuve en México ganando plata porque jugué en Guadalajara”, suena lo que sale de algún lugar del cuerpo de Isidro Pérez.

   “Estuve cuando trajeron los restos del Che acá mismo”, sigue.

   Una nena mira fascinada el sistema de comunicación del jugador. No hace preguntas sobre cómo funciona. Solo mira. De noche frente al mausoleo del Che y de mañana en Marta Abreu las únicas preguntas son sobre la caravana.

 

Misterios

   La señal de celular es débil y no hay transmisión de datos. Por suerte en el último año el gobierno instaló antenas de wifi (pronunciar uifi, por favor) en algunas esquinas de las principales ciudades. La espera, entonces, es una espera incomunicada. Anoche solo una señora había sido precavida y tenía su portátil. Y también un señor. Pero ya nadie anda con la radio en la mano. Sin radio y sin la tele la ausencia de datos por el celu obliga al murmullo y permita toda especulación. La única diferencia es que de noche no se sabía cuándo llegaría el cortejo y ahora, en las primeras horas de la mañana, se supone que la caravana cumplirá con el horario de salida porque no hay ninguna vuelta previa.

   La llegada de noche a Santa Clara después de haber salido en la mañana del miércoles del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias repitió una ceremonia a la que los cubanos ya se están acostumbrando porque la televisión muestra el paso pueblo por pueblo del recorrido de la capital hasta Santiago de Cuba, en el Oriente de la isla y con mil kilómetros de distancia entre una ciudad y otra. Primero se escucha el motor de un helicóptero. Después viene un jeep ruso. Después un mastodóntico camión militar. Detrás otro vehículo verde oliva que arrastra la cureña donde se ve el cofre envuelto en la bandera depositado dentro de una caja transparente de vidrio a prueba de todo. Flores blancas cubren la cureña, que remata en una van blanca, vehículos policiales y una ambulancia. Luego, a distancia, va otro equipo similar.

   La caravana no se detiene y el misterio para los cubanos es elemental.

   “Oye, esos van en vehículos militares, que son duros”, dice un tipo joven con ojos vivaces. “Está bien, son militares y aguantan todo, pero dime tú cómo hacen para orinar.” Otro escucha y aporta su hipótesis: “Hermano, entre pueblo y pueblo, cuando nadie ve la caravana”.

   El duelo suspendió la música y los gritos en toda Cuba pero no la curiosidad. El humor sigue, aunque su expresión es tímida, como autocontrolada. La relación con Fidel es familiar, no distante.

   Hace un rato, en la plaza de Santa Clara donde ya de madrugada empezaron a cantar las totis, unos pajaritos que ensordecen como cotorras, todavía trabajaba a pleno una cuadrilla de pintores dando los últimos toques de celeste en la esquina de Cuba y Marta Abreu.

   Un grupo de turistas los miraba. Hablaban ruso.

   Dos cubanos los miraron mirando.

   “Hermano, éstos me hacen acordar a un cuento”, dijo uno.

   El otro no tuvo ni que preguntarlo qué cuento.

   Resulta que un señor viajaba en la guagua (traducción: colectivo) y tenía al lado suyo a una cubana con un vestido muy escotado. El señor cada tanto desviaba la mirada.

   “¿Oye, que no tienes otra cosa que hacer que mirar?”, dijo harta en un momento la observada.

   “Es que lo mío es hacer, no mirar, pero soy respetuoso y si no estás de acuerdo solo puedo mirar.”

   El cubano echó el cuento y sacó su conclusión inmediata. “Esos que están mirando como él pinta encima de la escalera no quieren hacer, quieren mirar.”

 

Deberes

   La calle Marta Abreu, esta mañana todavía sin el sol duro, está limpia porque la dejó así anoche la cuadrilla de Miguelito, el jefe del camión tanque que regó y ordenó el fregado centímetro por centímetro.

   La caravana se entrecruza con la vida de todos los días que a su vez se cruzó con la muerte del líder. Es una tristeza tranquila. Una curiosidad apacible. La noción de que algo raro pasa. ¿Algo único? Quizás, pero el ser humano es menos racionalista y primero deja que los sentimientos lo invadan. Por eso las preguntas no arrancan análisis sesudos. Porque no es natural el análisis sesudo para quien vive la cercanía de una muerte impactante.

   Los vehículos militares recorren en sentido contrario la marcha que emprendieron las columnas del Ejército Rebelde el 1° de enero de 1959, cuando ya el dictador Fulgencio Batista había huido y el único mando con poder en Cuba era el de los revolucionarios que habían desembarcado en el yate Granma en diciembre de 1956 (hace exactamente 60 años) y se habían transformado en miles de combatientes en la Sierra Maestro y otros miles encargados del sabotaje o la organización de huelgas en las ciudades. Justamente el 30 de noviembre de 1956 Santiago de Cuba protagonizó un levantamiento para distraer a las fuerzas de Batista y quitar toda posible atención en el desembarco del Granma. Lo organizó el Movimiento 26 de julio, la fecha de 1953 en que los revolucionarios intentaron tomar, y fracasaron aunque luego persistirían, el cuartel Guillermón Moncada de Santiago. Hay banderas rojas y negras que dicen “26 de Julio” en la calle Marta Abreu. Las habrá a todo el paso de la caravana en su camino a Santiago de Cuba. En Sancti Spiritu. En Camagüey. Y en cada ciudad donde se detenga o simplemente pase junto a miles de cubanos estacionados a un lado y otro de la carretera central que a medida que va hacia Oriente se convierte en una ruta modesta y poblada de bicicletas y carros a caballo.

   En 1898 cuando tres años después de la muerte en batalla de José Martí terminó la guerra de la independencia contra Cuba, las tropas cubanas, los mambises, no pudieron entrar en Santiago de Cuba. Solo lo hicieron los efectivos del ejército norteamericano que había estimulado la independencia y se preparaba, sin interrupción alguna, para inaugurar la etapa neocolonial.

   El 1° de enero, en su última advertencia exigiendo la rendición de las tropas de Batista y en medio de un paro general, Fidel dijo en un discurso: “Se quiere prohibir la entrada en Santiago de Cuba a los que han liberado a la Patria; la historia del 95 no se repetirá, esta vez los mambises entrarán hoy en Santiago de Cuba”.

   Entraron y después Fidel ordenó a Ernesto Guevara y a Camilo Cienfuegos, sus principales comandantes antes de Raúl Castro, que en menos de una semana afirmaran la revolución para evitar un golpe preventivo o una maniobra que quitara el poder al Ejército Rebelde.

   El 6 de enero él mismo llegó a Santa Clara. En una casa recibió a Carlos Lechuga, un periodista que había apoyado la Revolución. En lugar de escuchar preguntas las hizo él. Quería saber cómo estaba el pueblo en La Habana. Después del intercambio sacó una conclusión.

   Dijo Lechuga: “Es necesario que el pueblo no tan sólo te escuche, sino te vea. La gente está ávida de ti. Hemos hecho preparativos para transmitir por televisión el acto del parque, digo, si estás de acuerdo”.

   Acordó Fidel: “¡Cómo no! Oye, eso es un palo periodístico que te vas a apuntar. Seguro que te aumentan el sueldo. Este discurso es importante. ¿Cuáles tú crees Lechuga, que son los problemas principales? No debe ser un discurso para elogiar al pueblo. En estos momentos, en que todavía hay alguna incertidumbre, hay que decirle al pueblo también cuáles son sus deberes. Hay que decirle que la Revolución tiene que ser la obra de todos, sólo así tendremos el triunfo definitivo”.

   Un rato después salió al parque Leoncio Vidal, unos cientos de metros hacia arriba de Marta Abreu, cerca de la esquina que hace unas horas pintaban los cubanos y miraban los rusos.

   Dijo Fidel el 6 de enero de 1959: “Desde que el pueblo manda hay que introducir un nuevo estilo: ya no venimos nosotros a hablarle al pueblo, sino venimos a que el pueblo nos hable a nosotros. El que tiene que hablar de ahora en adelante, el que tiene que mandar de ahora en adelante, el que tiene que legislar de ahora en adelante, es el pueblo. Si el pueblo supo ganar la guerra, que era difícil, ¿por qué no va a saber gobernar ahora?”.

   Cuando terminó de hablar siguió camino a La Habana. Hoy el camino final es el contrario. Los restos vienen de La Habana.  

   Se escuchan los primeros gritos a cientos de metros. “Yo soy Fidel”, “Yo soy Fidel”, “Yo soy Fidel”. Se van reproduciendo a medida que avanza la caravana con las cenizas. Los cubanos miran. Serios. Concentrados. Agitan banderas. Lloran. Es un instante. El cortejo verde oliva seguirá hacia el parque Vidal, le dará la vuelta y, después de la noche compartida entre el Che y Fidel, completará su camino a Santiago.

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