I.

Calculo el placer dulce y afilado de las últimas vértebras y, ante la luz divina, hipnótica del sí, sí, comienza a correr la jauría de pecados por la otra orilla, con sus alegorías y sus dientes de león. Por tu cuerpo venoso pasan mis besos dadaístas y en la lengua empiezan a nacerme versos y otros bichos apremiantes.

 

II.

En esa pose, mirando fijamente la vía láctea,

en ese minuto mismo de las enredaderas

pretendiendo ser

el anteúltimo dialecto

de los límites humanos,

aguardo el color de rosa

que es la geometría del viento

con olor a sexo diurno.

 

III.

Que tengo la cabeza recalentada por la narradora que me desnarra.

Que a medianoche te parecés el marqués, en zapatillas y jogging.

Que el orden de la materia no me permite develar hasta qué punto se me puede calentar la cabeza.  

Que leemos en Oui poemas amorosos.

Que en la mitad, no estamos seguros de la historia de nuestras vidas. Que mi madre me daba un vaso con leche fría en las noches de verano y hasta el miedo se aflojaba para convertirse en sueño.

Que tu madre hundía las manos en las harinas y un reguero blanco de luz aclaraba el final de la infancia.

Que en la otra mitad, yendo hacia el centro de la espiral no hay, no hay más que estrellas, por eso, para que todas las memorias no pesen sobre uno solo, multiplicamos los panes y convertimos el muchacho cubierto de tatoos en gobelino. 

Que necesariamente una polvareda de besos bajo el agua se va a enganchar en los pelos lubricantes como un pueblo de tejedores.

Que arriba, entre las flores altas, tenemos la audacia de pasar las páginas, esperando algo.

Que serpenteamos lentamente, por entre los estambres que cosquillean el limpio azul.

Que nos encontramos protopoetizando cada capítulo de la vida con su pathos de novela realista.

Que sacamos de sus goznes la línea narrativa.

Que hemos convertido en noche al cochero del crepúsculo. 

Que tengo una boca vertical que sólo puede repetir tu llamado hacia adentro, hacia la música de los planetas instantes.

Que somos esa palabra en el texto del mundo, ese mundo en la palabra.

Que la palabra está viva, decís.

Que tu voz, cada vez más circular, con su gran radio de acción, te sale por los ojos ahogados en tu propia agua, y es música, es música.

Que la palabra está viva, decís, decís.

Que río abajo, bordada por un hilo dorado, sube hasta un cielo salpicado y herido de colores.

Que a partir del momento temblor se abre la aeronave y vemos el camino que nos aguarda.

Que se nos iluminan las constelaciones en la bóveda craneal.

Que la palabra se mueve hacia nosotros y dice, cómanme.

Que la tenemos un rato en la lengua, sintiéndola derretirse, fluyendo entra las encías, haciendo lo que tiene prohibido hacer.

Que mi instinto me dice que la retengamos, aunque sea con ruegos.

Que ella se queda quieta porque ya no se quiere ir.

Que nos está nombrando.

Que tiene el tamaño de un pájaro.

Que el tamaño del pájaro coincide con nuestra vida.

Que sin embargo nuestra vida coincide con el pájaro más sus cuatro vuelos que son sus cuatro eternidades.

Que la palabra está viva, decís, decís, decís.

Que tu voz ilumina la palabra sin descarga y fluye la melodía.

Que la melodía de tu voz alumbra y desgarra.

Que la vida aparenta una malformación que no posee.

Que a la luna también se le enturbian los propios ojos.

Que nos ha tocado por fin el tiempo de la mano acariciadora.

 

IV.

Ahora, yo me he vuelto a inflar y en este momento, en este preciso momento la mariposa roja con su mirada apacigua el Universo. Extremadamente guardada y secreta se va, en tanto que tu voz sigue, aún después, redonda, branquial, como un pez galáctico, definitivo.

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