El plano aéreo de París que abre Nocturama, último largometraje del francés Bertrand Bonello, puede resultar sumamente bello o inquietante, dependiendo del grado de conocimiento que el espectador posea sobre la historia que comenzará a desarrollarse luego de la secuencia de títulos. Aislada de su contexto puede apreciarse como una imagen serena y encantadora, con cierta cualidad turística. Pero si se tiene en cuenta que el director de De la guerre, L’Apollonide y Saint Laurent concentrará durante las dos horas siguientes un relato de muerte y destrucción la estampa sólo puede encarnar en una idea: la calma antes de la tormenta. Ninguneada por el Festival de Cannes hace un año y medio con la excusa de su temática “delicada”, la película pudo verse en nuestro país durante la última edición del Festival de Mar del Plata. Su estreno comercial local nunca llegó a producirse y desde hace algunos días puede verse en Netflix, aunque la plataforma no la incluye entre los títulos destacados de este mes. Destino injusto para un film definitivamente polémico –en el mejor sentido posible de la palabra–, que pone al espectador frente a frente con una condición cada vez más recurrente, al punto de estar transformándose en algo siniestramente familiar: los ataques terroristas que recorren Europa como un espectro violento, sádico y caprichoso. Nocturama fue rodada en 2015, algunos meses antes de los atentados del mes de noviembre de ese año que pusieron a Francia nuevamente en las tapas de los diarios de todo el mundo, pero poco tiene que ver con la estrategia de terror del extremismo islámico. O, si se quiere, esa relación resulta indirecta, lejana. El grupo de (muy) jóvenes terroristas que describe Bonello con una cercanía palpable es un muestrario casi perfecto de la diversidad multicultural y de clases parisina, aunque la primera imagen que se presenta de uno de ellos puede llevar a conclusiones erróneas: engañosa, artera, inteligentemente, el color de piel y los rasgos del muchacho pueden transformarse automáticamente –por vía del estereotipo enraizado en nuestro esquema de pensamiento y sistematizado hace más de un siglo por Cesare Lombroso– en étnicamente sospechosos. Es apenas el primero de una serie de juegos visuales y narrativos en una película que nunca termina siendo lo que se espera que sea, marca de estilo presente en la obra del realizador desde que su nombre comenzara a sonar con fuerza gracias a su segundo largometraje, Le pornographe (2001), un retrato en escorzo de la caída de los ideales de la generación del 60 a partir de la historia de un realizador dedicado al negocio del cine porno.

“La gente está muy sensible y frágil, desde luego, pero creo que todos comprendieron que la película no tiene que ver con lo que hemos vivido”, declaró Bertrand Bonello en una extensa entrevista brindada a la revista especializada Film Comment, en respuesta a una pregunta ligada a las dificultades de rodar una historia que incluye múltiples explosiones en edificios públicos y sitios representativos de París, incluida la estatua de Juana de Arco. “Las razones son diferentes, los blancos son diferentes; no es sobre el ISIS. Creo que resulta algo más difícil para la gente que no vio la película, porque hay ideas preconcebidas respecto de lo que es. Pero cuando finalmente la ven vuelven a ubicarla en el lugar correcto”. Pero ¿quiénes son esos chicos y chicas cuyas edades oscilan entre los veintipico y los trece o catorce años de edad? ¿Qué los lleva a organizarse como una célula terrorista de fuste y llevar adelante cuatro atentados simultáneos en el centro de la ciudad? Nocturama no responde a esa pregunta. Pero puede intuirse un ademán de inconformismo con “el sistema” (así, entre comillas), un disgusto, malestar o asco con la sociedad que sólo logra canalizarse a través de la violencia. Las ironías comenzarán a llegar más tarde, en una película claramente dividida en dos mitades simétricas: el antes y el durante, que ocupa la primera hora de metraje y recorre París sobre la superficie y en su interior –a pie, en auto o en subterráneo– y el después, que encierra a los protagonistas en un típico centro comercial que remite formal y narrativamente al shopping infestado de zombis de El amanecer de los muertos, la obra maestra de George A. Romero. ¿Es el último Bonello un film de género? Sí y no. Y allí radica su cualidad más inasible, la imposibilidad de etiquetarla o encapsularla en un formato simple y reconocible.

Los conjurados

Bonello comenzó a imaginar la historia de Nocturama un lustro antes del comienzo del rodaje. “Ya por entonces se sentía una tensión social, que era casi tangible, una sensación de explosión inminente, que fue mi punto de partida para el guion”, declaró el realizador en conferencia de prensa durante el Festival de Toronto, donde la película fue finalmente estrenada internacionalmente, luego de que Cannes decidiera dejarla afuera de la programación, consecuencia de esa “sensibilidad y fragilidad” ya mencionada. “No quería hacer una película llena de discursos políticos. Quería hacer un film de acción, de género, me parecía que era la mejor manera de expresar este sentimiento de tensión. Quería que el discurso estuviera en la puesta en escena”. El primer diálogo –breve, casi inaudible– llega recién a los quince minutos de proyección; el resto no es tanto silencioso como mudo de palabras. La puesta en escena es el discurso: las secuencias iniciales, que muestran a los potenciales terroristas como un grupo de chicos que suben y bajan de subtes y autos, recogen bolsas y pequeñas cajas, envían mensajes de texto y fotografías con sus teléfonos celulares, podrían ser descendientes de las agrupaciones complotadas del universo de Jacques Rivette, de no ser por la muy transparente y efectiva misión que los convoca. El montaje alterno, la aparición de placas con el horario preciso de cada actividad, la tenue música incidental con un dejo misterioso son los elementos elegidos por Bonello para construir un concepto de suspenso que bien podría formar parte del comienzo de una película de gran robo, una heist movie en la cual la planificación, ejecución y consecuencias del hecho ilícito fueran destiladas, varios –pero no todos– los elementos más glamorosos eliminados de la ecuación. Un par de flashbacks recorren sus vidas previas, los primeros contactos entre algunos de los futuros miembros del grupo, la aparición de un reclutador apenas un poco mayor que ellos. Pero en ningún momento el relato hecha luz sobre el origen de la decisión que los unirá de forma indefectible. Nuevamente, ¿existe alguna causa? ¿Qué puede unir a ese chico de clase trabajadora y de origen árabe, posiblemente del Magreb, con aquel otro, bien blanco y rubicundo, que visita el Ministerio del Interior y se entrevista con un ministro o secretario, amigo del padre del muchacho, indudable miembro de alguna elite social y política?

“Si hubiera hecho esta película hace cuarenta años, o la historia transcurriera durante la década del 70, no hubiera creado a estos mismos personajes”, calcula Bonello. “En Nocturama, una vez que todo explota, los personajes están completamente perdidos. No tienen nada para decir, nada para hacer y no poseen ninguna clase de discurso. No tienen una ideología. Lo que quería lograr a través de estos personajes era cruzar un ideal de sentido de lo consciente y lo inconsciente. Me interesa ese estado mental, porque es algo que veo alrededor mío. Es algo muy contemporáneo. El mundo actual es mucho más complejo y lleno de ambigüedades. Puede producir el terrorismo y el capitalismo al mismo tiempo. Quería que la película expresara esa ambigüedad. Son jóvenes y están un poco perdidos, no saben bien qué tienen en la cabeza. No es tan claro ni tan sencillo.” La repetición de las explosiones e incendios en la pantalla, dividida en cuatro porciones del mismo tamaño, remite literalmente a los monitores de vigilancia que ocuparán un lugar destacado en la segunda parte del film, durante el encierro en ese shopping de varios pisos completamente desierto, a excepción de los miles y miles de productos en exposición. Es el momento de esperar que todo pase y ansiar el regreso a la vida tal y como se la conocía unas horas antes. La aparición de nuevas tensiones, miedos y dudas es también, paradójicamente, la ocasión para que asome el tedio, un cansancio no tanto lógico como esencial, de base. Es la hora, además, del juego, del paseo por las diversas alas, corredores y sectores del centro comercial, de escuchar música a todo volumen en el más moderno equipo de audio digital, de dispararle (ahora virtualmente) a los villanos y enemigos de un videojuego, de probarse ropa y relojes de lujo, de cenar como reyes, de asomarse al abismo al ver el mismo modelo y color de una remera de marca reflejada en el maniquí de una tienda. ¿Qué ropa usan, qué música escuchan, qué libros leen los chicos terroristas de Nocturama?

Una trampa

“Considerando las recientes noticias llegada de Francia, uno debería esperar que muchos llamen a la película indecente o, al menos, irresponsable”, escribió el crítico Jordan Hoffman de The Guardian hace un año, en ocasión del estreno en el Reino Unido. A. O. Scott, en tanto, afirmó en su crítica para el The New York Times que las escenas finales, antes del brutal y anunciado final para la decena de jóvenes terroristas, “son la confirmación del cinismo superficial del señor Bonello, su fácil convicción de que ha construido una trampa para la conciencia del espectador”. Son apenas dos ejemplos de los muchos comentarios negativos (e incluso despectivos) recibidos por Nocturama, que logró dividir a la crítica y a los espectadores de manera radical, separados por una auténtica grieta estética e ideológica. Es indudable que no se trata de una película sencilla de digerir: abierta a muchas lecturas posibles, otorgarle demasiada relevancia o subvalorar algunos de sus elementos constitutivos permite sacar conclusiones que no necesariamente estaban entre las intenciones originales del realizador. O en la película misma. Quizá la clave esté en lo expuesto por J. Hoberman en The New Yorker, cuyo texto lleva por título el sugerente ‘Los terroristas se van de shopping’: “Tal vez la mejor manera de ver Nocturama sea como un experimento pensado desde el surrealismo”. Es posible imaginarla como una continuación, cuarenta años más tarde, del enigmático final de Ese oscuro objeto del deseo, con su explosión diseñada para provocar el terror en pleno Paris por un enigmático grupo o individuo terrorista, sin razón aparente a la vista. Mientras la alienación de los protagonistas parece ir en aumento –su preciso y mortífero plan cada vez más lejos de un esquema lógico que lo sostenga, de un objetivo que le dé sentido– la inminencia de la feroz represión estatal se torna más cercana y palpable. Los chicos del film de Bonello son un poco como el director de películas porno interpretado por Jean-Pierre Léaud en Le pornographe, un creyente de los ideales revolucionarios (sobre todo, los sexuales) del Mayo Francés que todavía no ha caído en la cuenta de que su núcleo duro de pensamiento se ha convertido en una cáscara. Ninguno de los jóvenes de Nocturama (título basado en el disco de Nick Cave del mismo nombre) usa una remera del Che. Pero ya no parece necesario invocar figuras, gestas o mojones del pasado, basta con escupir sobre los trazos de un logotipo comercial de envergadura al tiempo que se lo utiliza como rasgo de pertenencia. Los tiempos siempre están cambiando y cada fotografía congelada de un momento de la Historia contiene la esencia de sus propias ironías. Las salvajes, las vergonzosas y las ridículas.