El adolescente islandés punk lee a los poetas modernistas de los ‘40 y ‘50 en estado de éxtasis por las imágenes que generan con las palabras. A los 15 años empieza a escribir poemas surrealistas y un año después publica el poemario Visiones como Sjón –seudónimo que significa “visión”–, edición que pagó con su salario como ayudante en los jardines del Hospital Nacional. El viento de la historia pone el pie en el acelerador de los ‘80. Entonces forma la banda The Sugarcubes junto a sus amigos, entre los que está la cantante Björk. Sjón –apócope de su primer nombre, Sigurjón Birgir Sigurðsson– ha publicado más de una decena de libros de poemas; novelas como El zorro ártico –Premio de Literatura del Consejo Nórdico–, Maravillas del crepúsculo y El chico que nunca existió (Nórdica); escribió las letras de algunas canciones exitosas de Björk como “Isobel”, “Joga” y “Oceania” y es el autor de las canciones de la banda de sonido de Bailarina en la oscuridad de Lars von Trier. El escritor participará del panel “La canción como texto”, junto a Julieta Venegas y Pablo Schanton, hoy a las 18.30 en la Biblioteca Nacional, en el último día del 9° Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba).

“Hay una gran diferencia entre la palabra hablada y la palabra cantada. Cuando la palabra es cantada en voz alta, se dirige a un nivel abstracto y emocional. Puedes tener frases muy sencillas en una canción que se convierten en profundas observaciones filosóficas cuando son cantadas. En las canciones que escribí disfruto del hecho de que las palabras recuperen su verdadero significado. Pero en una página se verían banales”, admite Sjón a PáginaI12. 

–En El zorro ártico aparece la siguiente idea: “Descubrió con gran asombro que lo que había salido de su boca era como si hubiese desaparecido de su memoria. No quedaba allí ni una sola palabra, no había ya ni una sola letra”. Quizá este sea el peligro de la tradición oral, que desaparezca de la memoria de la cultura de Islandia.

–En Islandia tenemos una fuerte tradición oral de cuentacuentos, pero somos una nación de libros desde hace casi ochocientos años. La mayor parte de nuestra herencia literaria existe en forma escrita. Puede ser que haya historias de la tradición oral que se hayan perdido. Pero en esa parte intento mostrar que vengo de una tradición de compartir y contar historias. También es irónico porque ese hombre está muy preocupado por sí mismo y lo último que no se puede olvidar es una lista de compras. Ninguno de nosotros podemos elegir cuál será el último recuerdo que tendremos en la memoria.

–¿Esto es dramático?

–No sé... Tendría que esperar para ver cuál será ese último recuerdo (risas).

–“Mallarmé despierta en mí la impresión del reflejo de un cerezo en una pupila, de un pañuelo perfumado y de una libélula posada en el hombre de un nadador en un río apacible”, se lee en El zorro... ¿Mallarmé despierta algo similar en Sjón?

–Sí, es lo que puede hacer Mallarmé cuando uno vive en el lejano norte (risas). No es sólo Mallarmé: es el poder de la poesía. Esa parte de la novela se basa en un recuerdo personal. Cuando tenía 21 años fui al sur de Francia y estuve tres o cuatro días con Elisa Bretón, la viuda de André, que era chilena. Ella quería que yo hiciera algo y me dijo: “¿por qué no vas al río a nadar?” Yo nunca había nadado en un río, pero no podía decirle eso a la viuda de Bretón. Me puse el sombrero, la toalla, me fui caminando y nadé por primera vez en mi vida en un río. Cuando salí del agua y me senté sobre una piedra, una libélula se posó en mi hombro. Fue como un bautismo. Ya había escrito varios poemas, pero no había sido bautizado (risas).

–¿Qué otros poetas le generaron algo similar a Mallarmé?

–Hay elementos similares en poetas checos como Viteslav Nezval, uno de los fundadores del movimiento surrealista en la entonces Checoslovaquia; en su poesía estaban unidos lo íntimo y lo universal. También hay poetas en Latinoamérica que hacían lo mismo como Octavio Paz, maestro de lo microscópico y lo cosmológico.

–En El zorro... está muy presente un aliento lírico. Por momentos esa novela parece un poema en prosa.

–Cierto. Cuando me preparo para escribir, paso mucho tiempo descubriendo el lenguaje para cada novela. Trato de encontrar influencias que le den forma a ese lenguaje. En este caso fue la poesía del siglo XIX de los poetas románticos de Islandia. Si voy a escribir una novela de ese mundo, va a ser en el lenguaje de ese mundo. Nunca puedo escapar de la poesía.

–¿Cómo fue escribir las letras de Bailarina en la oscuridad, una película que dejó a muchos en un estado de congoja y llanto?

–La culpa la tiene Lars von Trier (risas). Cuando empecé a trabajar con él, me di cuenta de que es un genio de la estrategia. La primera vez que leí el guión también lloré. Cuando me reuní con Lars, me dijo: “Hice cambios en el guión, tenés que leerlo de vuelta, antes de que empecemos a trabajar”. Lo leí de vuelta y lloré otra vez (risas). Hay un mecanismo muy especial y muy imbricado en la historia de Bailarina... que hace que todos lloremos la mayor cantidad de tiempo posible. Para mí fue una experiencia muy grande trabajar con un director como von Trier. Descubrí la sinceridad que había en sus historias. Mucha gente lo ha criticado por ser manipulador, pero nadie acusa a Eurípides o a Esquilo de ser manipulador... La mejor estrategia para escribir las canciones fue mostrar la belleza de la mente y las emociones del personaje que interpreta Björk.

–Como lector de varios escritores argentinos, ¿qué influencia cree que han tenido en su obra?

–Ningún escritor serio no puede haber estado influido por Borges. Después de la Segunda Guerra, Borges es uno de los fundadores de la literatura mundial. Leí El túnel de Ernesto Sabato a los 18 o 19 años y tuvo un gran impacto en mí. Cortázar también fue una influencia por su experimento con las formas y su ruptura en la construcción de la novela. Recientemente descubrí a Ricardo Piglia. También me impresionó la poesía de Alejandra Pizarnik. Buenos Aires es un lugar clave en el mapa de la literatura mundial. Venir a esta ciudad es como estar en uno de los lugares sagrados de la literatura.