Con una carrera que se remonta a fines de los 80, la parisina Claire Denis ganó apreciación internacional desde su primera película, Chocolat (1988) y la sostuvo de allí en más, reimpulsándose a partir de Bella tarea (1999). En esta última película impuso un modo cinematográfico que resultaría sumamente influyente y que Denis, visitante de Argentina en un par de ocasiones, continuaría puliendo en las posteriores Vendredi soir (2002), El intruso (2004), 35 rhums (2008), White Material (2009) e incluso en el film noir Les salauds (2013). Ese estilo, inconfundible, estaba hecho de un acercamiento sensorial a los personajes, reducción de la trama a unas pocas situaciones, muchas elipsis narrativas y fueras de campo, muchos primeros planos, condensación temporal y trabajo sobre lo no dicho. Tras un silencio de cuatro años Denis (autora también de la disruptiva Trouble Every Day, 2001) retorna de la mano de Juliette Binoche, con este film mucho más clásico, como si regresara en su obra justo antes de Bella tarea, a Nennette y Boni, su film de 1995, película de anécdota más lineal y estructura algo más aristotélica que las posteriores. Lo cual no quiere decir, por cierto, que ni aquélla ni ésta sean películas mainstream. Ni siquiera mainstream francés, aunque rozan sin duda esa categoría.

Presentada en la Quincena de Realizadores de Cannes, Un bello sol interior podría considerarse una chick movie, una película de chicas. Chicas no tan chicas, en este caso, ya que se analiza un conflicto muy común entre mujeres de 40 o 50 años. Si bien el acercamiento de Denis es más tradicional que en ocasiones anteriores, la trama sigue siendo igual de reducida. Artista plástica separada, Isabelle (Binoche) tiene una hija de 10 años, y desde el momento de su separación no volvió a formar pareja. Por lo tanto lo intenta, y mientras lo intenta sufre, porque lo que obtiene es sexo ocasional y evidentemente Isabelle está necesitando algo más. Un bello sol interior es básicamente la historia de la sucesión de esas relaciones, permitiendo establecer el juego de diferencias que lleva del banquero casado (el actor y realizador Xavier Beauvois) al actor brillante aunque algo problematizado (Nicolas Duvauchelle) y de éste a una suerte de Sandro francés, sexy y popular (Paul Blain), con una última e inesperada parada trunca en su amigo Marc (el morocho Alex Descas, infaltable en el cine de Denis). Todo finalizará con una aún más imprevista coda, en la que un radiestésico Gérard Depardieu utilizará el péndulo para hacer el balance de las pasadas y futuras desventuras amatorias de Isabelle.

La diferencia básica con una película mainstream es el lugar en el que el relato (o diégesis, ya que aquí la idea estricta de relato como sucesión de acontecimientos tiende a difuminarse) se para, en relación con la protagonista. Una película “normal” pondría el acento en las peripecias que la heroína vive, utilizándolas como escalones prefijados que conducen a una conclusión igualmente prefijada. El autor, que funciona como diseñador de esa escalera, lo sabe todo, no ignora nada, y a la heroína le sucede lo contrario. Aquí en cambio la película, y por lo tanto el espectador, saben tan poco como la heroína, y lo que saben lo saben al mismo tiempo que ella. Que un amante es un narcisista tan inseguro como tantos hombres, que necesita corroborar si el amante anterior era mejor o peor que él (lo cual desencadena en Isabelle una reacción instantánea, que habla de su sensibilidad a flor de piel, su fragilidad). Que de pronto una relación se termina porque así lo indican las palabras, y sin embargo si se le hace lugar al cuerpo ésta estará recién empezando. Que, por el contrario, tal vez los cuerpos se sientan dulcemente atraídos, pero sea preferible no hacerles caso. Cómo saberlo. Sólo recorriendo el camino, sufriendo, angustiándose, probando y equivocándose. Que es lo que hace Isabelle, hasta llegar a ese gurú Depardieu, que tampoco se caracteriza por lo asertivo. 

Bella y sexy a los 53, Juliette Binoche era sin duda la actriz ideal para hacer de Isabelle. No tanto por las razones mencionadas como por su grado de sensibilidad, que aflora sobre todo, frente a cámara, en esa escena final frente al péndulo de Depardieu.