El mejor goleador de la historia de nuestra familia lloraba de tristeza en cada uno de sus cumpleaños porque decía que siempre sumaría más goles que años y que eso le recordaba que la vida es insoportablemente corta. El peor defensor de la historia de nuestra familia sonreía en cada uno de sus cumpleaños porque estaba convencido de que, cuando alguien juega al fútbol así de mal como él, hay que elegir entre sonreír o sonreír. Los otros integrantes de la familia cumplían años prometiendo que intentarían por penúltima vez la experiencia del amor o por vez inicial la felicitación a un árbitro. Y ninguno, de verdad ninguno, hizo lo que Tío Alfredo enfrente de su torta de cumpleaños 80.

Tío Alfredo cargó de aires sus pulmones de mediocampista antiguo, llevó esos aires hacia sus labios entrenados en hablar de fútbol y, cuando soltábamos la sílaba inicial de su canción de cumpleaños, movió la cabeza como quien diseña la negación más gigante y sopló los aires completos rumbo a cualquier parte.

-Les pido disculpas-, dijo.

Los aires desparramados por Tío Alfredo y todos los otros aires del planeta se congelaron. El mejor goleador de la historia de nuestra familia empezó a llorar de pena y el peor defensor de la historia de nuestra familia ni siquiera supo cómo sonreír.  Los demás nos miramos sin mirarnos como si verificáramos de golpe que el alma realmente existe y no sólo existe sino que, además, se rompe.

-Les pido disculpas -repitió Tío Alfredo-, pero, aunque me esforcé, aunque me empeñé adentro y afuera de las canchas, aunque fue uno de los objetivos con los que amanecí y anochecí todos los días de todas mis décadas, no pude. Lo confieso: no pude con ellos.

Toda familia que se precie tiene un miembro que pregunta antes de que los demás pregunten. En nuestra familia y de manera indiscutible, ese rol lo ejercía la prima Lydia, admiradora consecuente de Tío Alfredo, de Adolfo Pedernera, de Ángel Clemente Rojas y del 10 de nuestro barrio, mal 10 pero buen marido suyo desde hacía veinte pasados. Así que, con la boca hirviente, con el corazón al galope y con las manos apretándole el peinado que se había hecho para ese cumpleaños, preguntó:

-¿Ellos?

Tío Alfredo se le arrimó, le acarició el peinado y encadenó una contestación que nunca extraviará nadie de nuestra familia, una contestación que será biblia, lección, mandato, identidad, señal, luz y guía para todas las generaciones que sobrevengan seguro que no sólo en nuestra familia.

-Ellos: Los Mierdas.

La prima Lydia se llevó las manos desde el peinado hasta la boca, en un gesto que otras primas fotocopiaron como si las hubiera sacudido un mismo viento. Plena lógica: Tío Alfredo había esparcido muchas y muy bonitas palabras en cada una de las reuniones de nuestra familia, inclusive el domingo en el que despedimos al bisabuelo o el sábado en el que nos fuimos al descenso. Mierda, en cambio, era una palabra que no había pronunciado jamás.

-¿Los Mierdas?-, interrogó la prima Lydia una milésima antes de que nietos, hijas, hermanos, cuñados, más primos y otras hierbas del árbol genealógico estuviéramos por interrogar eso mismo.

Tío Alfredo lo confirmó con la torta de cumpleaños inmaculada y muda a su lado:

-Los Mierdas.

Toda familia que se precie posee un tío que la alumbra con respuestas. En la nuestra, ese era Tío Alfredo. Pasaba en los cumpleaños de quien fuera. Y en ese cumpleaños pasó también.

“Lo primero que hay que saber sobre Los Mierdas -se lanzó Tío Alfredo- es que no asumen en público ser Los Mierdas. Al revés: se presentan como la contracara de la mierda. Por eso son rivales tan bravos. Debe haber individuos así en muchos rubros, pero lo que yo conozco, lo que yo amo, es el fútbol. Y en el fútbol esta gente daña en serio. Porque, entre otros asuntos, Los Mierdas son Los Mierdas porque hacen daño. Y justo en el fútbol. No jodamos: muchísimos sabemos, aprendimos, intuimos, oímos, que al fútbol lo inventaron para que la gente se juntara con la gente y para que la gente jugara con la gente. Yo soy un cualquiera, uno que en mucho más que una ocasión se mandó macanas, hasta macanas de mierda que duelen en la memoria. Pero una cosa es hacer macanas y otra cosa ser de Los Mierdas. Los Mierdas son los que nos hacen mierda”.

En ese instante, algunos de nuestra familia nos miramos ahí sí mirándonos. Habíamos descubierto lo que Tío Alfredo sentía por el fútbol durante la segunda o la tercera tarde en la que nos llevó a la cancha. Inolvidable: nos mencionó el verbo “ganar” al pasar y apenas una vez y bailó al compás del verbo “disfrutar” como diez veces. Aquella tarde nos avisó que la tristeza por un partido es un modo de ser libres pero que volver furia a la tristeza es como agarrar una avenida que conduce a vivir en prisión y nos alertó sobre uno, dos o cuatro sujetos con poder, con micrófono o con las dos cosas que creían que lo sagrado eran sus intereses y no la pelota. Puede que al aludir a esos tipos haya desembocado en la palabra “mierda”, pero, quizás porque andaba rodeado de sobrinas y de sobrinos en edad de ingenuidades, se la guardó para más adelante. Para su cumpleaños 80.

Por eso Tío Alfredo siguió: “Se puede pensar diferente y hasta muy diferente y eso no ubica a nadie o a casi nadie como parte de Los Mierdas. El fútbol, precisamente, es maravilloso porque permite que los diferentes juguemos con los diferentes. No, no se trata de pensar diferente. Los Mierdas son otra cosa. Los Mierdas son los que hacen mierda lo esencial que me enseño el fútbol y que quizás a otros les enseñaron la música, la política, el barrio, el aula o mirar llover. A mí el fútbol me enseñó que Los Mierdas son los que ostentan privilegios y los llaman “derechos”, los que le lamen el culo a los poderosos, los que elogian al sol sólo si el sol les apunta a ellos, los que valoran a las personas no por lo que son sino por el lugar que ocupan, los que mandan en cana a los compañeros, los que hacen trampa cuando patean o cuando conversan, los que se desinteresan del mundo y se sobreinteresan por su lugar en el mundo, los que se acuerdan de que hay injusticias nada más que cuando las injusticias los rozan o los castigan, los que hablan con un “yo” grandote y con un “vos” chiquito, los que venden que el éxito y la importancia tienen que ver con la guita y con la fama, los que se ocupan a conciencia de sembrar, sembrar y sembrar toda esa maldita mierda para que otros, que no son mierda, jueguen, sin darse cuenta, a favor de Los Mierdas.

Ni la prima Lydia enhebró preguntas cuando Tío Alfredo, después de esa cátedra de humanidad y de fútbol, le dio descanso a sus pulmones de mediocampista antiguo y se quedó callado.

-Les pido disculpas-, dijo cuando se repuso.

Hasta ese día, en nuestra familia no manejábamos la expresión Los Mierdas, pero mucho antes de ese día estaba claro que correspondía extender los brazos y disculpar a cada ser humano que no fuera como Los Mierdas. Por lo tanto, nos disponíamos a disculpar a Tío Alfredo, más allá de que no detectábamos algún motivo que lo obligara a disculparse. Pero, entonces, él continuó:

-Les pido disculpas porque todavía no vencimos a Los Mierdas y porque no les conté hasta ahora que mi tío abuelo, el Zeide Berisch, se murió una madrugada de junio admitiendo que había encontrado al mundo bastante mal y que, a pesar de una biografía de sueños y de peleas, se iba dejándolo peor.

La prima Lydia lagrimeaba, ya despeinada, sobre el hombro de su marido y número 10. Y el mejor goleador de la historia de nuestra familia lloraba porque la vida es insportablemente corta y nunca más sería partícipe de una circunstancia así. Los demás mirábamos la torta del cumpleaños 80 y puede que no lloráramos porque advertíamos que no se había inventado aún un llanto a la altura de una escena como esa.

Sin embargo, por algo toda familia que se precie posee un tío que le alumbra respuestas. El nuestro, Tío Alfredo, percibió que el futuro y el presente dependían de él.

-Les pido disculpas-, dijo.

Y, en cuanto lo dijo, en nuestra familia todos temblamos.

-Les pido disculpas porque me faltó aclararles que el Zeide Berisch murió en una realidad que empeoraba, pero morirse no es rendirse. Él no se rindió. Y yo tampoco. No se las vamos a hacer fácil a Los Mierdas. Y no me disculpo porque vayan a escucharme la palabra “Mierdas” bastante seguido a partir de este momento: si algo sé después de 80 años es que a ciertas cosas hay que llamarlas por su nombre. Les pido disculpas, en cambio, porque puede que les toque aguantarme otros 80 o, quizás, otros 800 cumpleaños batallando por el fútbol y por unas cuantas otras cuestiones. Los Mierdas son bien mierdas. Pero no son eternos.

Fue suficiente para que el mejor goleador de la historia de nuestra familia considerara que la vida es insoportablemente corta, pero que hay amplias razones para sonreírla más que para llorarla. Y amagó un gesto casi feliz pegado al peor defensor de la historia de nuestra familia que, con la renovada ilusión de mejorar en algún porvenir, por supuesto sonreía.

-¿La torta?- preguntó la prima Lydia, irrenunciable en su papel de costumbre y con su peinado más o menos recompuesto.

Tío Alfredo sopló sobre las 80 velitas encendidas con los aires enteros de sus pulmones de mediocampista antiguo y de hombre entrañable.

Y enseguida comimos la torta.

Igual que luchar contra Los Mierdas, tenía sabor a justicia.