• A las clases altas a las que pude asomarme sin pertenecer, escudado en mi timidez de pasar desapercibido como un fantasma o mi ingenio de cerebro veloz que supe tener, pude acaparar información acerca de sus debuts sexuales. Nosotros lo hacíamos bajo los puentes, por Ludueña. Ellos, los limpios hijos de ejecutivos, con la chica de la limpieza, la "sierva" dicho sin eufemismos y nada despectivo: era común llamarlas así por naturaleza. Ellas, según contaban, accedían rápidamente con el niño de la casa, ya sea porque este era bonito, blanco y olía bien o porque temían perder su empleo, por lo común cama adentro. Era una costumbre feudal, y atractiva para los pibes de catorce años que oíamos esas historias de sexo fácil, en la noche, bajo el amparo de techos y amoblamientos diseñados para ser felices. Ya allí, en el cuartito limpio pero pequeño de la "sierva" se concretaba la pérdida de la virginidad. Hecho que no figuraba en el sueldo de la señorita. A veces, el padre feudal le "pasaba" a la manceba luego de que el mismo la hubiere usado un tiempo antes. Esto, este secreto, implicaba una complicidad viril entre padre e hijo, entre rey y príncipe. El derecho de "empernada" era una constante.
     
  • El tipo, hijo de laburantes, se casó con una dama un poco mejor en la escala social. Al tiempo, sin consultar, ella propuso traer una chica de limpieza dado que ambos trabajaban, estudiaban y no podían hacer nada en la casa. El se quedaba por las mañanas repasando su tesis. En esos días se encontraba a solas con la chica de la limpieza y, acostumbrado a la modestia de una casa donde todo se hacía sin necesidad de contratar a nadie, el tipo, algo incómodo de tener servidumbre o algo así, sencillamente y evitando confusiones, trataba de que la chica se sintiera cómoda: le servía mate, le pedía que descanse, que trabaje menos, que se vaya antes. Al tiempo su esposa le comentó que la chica se había quejado pues "el la molestaba". Se espantó: pensó que la piba lo había denunciado por acoso. Su esposa se largó a reír. "Dice que no la dejás trabajar facilitándole la tarea e incluso ayudándola". Ambos rieron, pero él sabía que cuando llegara la chica de la limpieza el agarraría sus apuntes y se iría a trabajar en el bar, para evitar confusiones.
     
  • "Dios mío", se dijo el señor contador de sesenta años cuando la chica de la limpieza ingresó por vez primera a su vivienda, recomendada no se supo por quien. Ella apareció en el vano de la puerta y con firmeza y saludando amablemente buscó el balde, la lavandina y el cepillo. Era una reina africana. Una Cleopatra alta de ébano (aquí su cabeza se rebalsó de lugares comunes). Pasado el tiempo, cuando la tuvo en su auto y la cubrió de besos auténticos y comprendió que estaba realmente enamorado se preguntó con el temor de la clase media, certera y eficaz en la culpa y el placer: "¿Que estoy haciendo? ¿Me estoy por coger a una empleada? ¿O esto es amor?". El terapeuta no supo que decirle, ni su mejor amigo, ni su perro, ni su angustia en el espejo cuando por las mañanas su cansada mujer le hablaba de tópicos sin interés. Optó por abandonar la casa y llamarle a Nelly, que así se llamaba la hermosura, y decirle que se iba a trabajar al mar, donde tenía una casita y empezaría el divorcio. Por teléfono le confesó su amor y su decisión de no empujarla a nada raro. Le dio la dirección por las dudas y se dedicó a tomar whisky y, en el fondo, a esperar. No pasaron quince días cuando la chica de ébano apareció con las valijas. "Yo también me divorcié".
    Sentados bajo la lámpara de la cocina, hicieron números esa misma noche y decidieron que el amor los había tocado pero que había que vivir. Ella planta en el fondo y él limpia la casa. Ahora tienen una verdulería orgánica y esperan al primogénito. Se los ve muy felices.
     
  • Era feo, con granitos, tenía dieciseis años y corrían tiempos de plomo. Salió a la calle a vender corbatas, cuando el producto era aún creíble y la gente al sentir el timbre abría la puerta. El percibía la inminencia de un gobierno derrotado y las patas le quemaban: por ello salía a la calle a ver, a que lo vieran trabajando, que era una forma de esconderse. Entró en el Palomar de calle Colón y vendió prodigiosamente casi un docena de corbatas. Tocó la puerta en un departamento y le abrió la chica de la limpieza. Le sonrió, dijo que sus patrones no estaban, que vuelva en otro momento, pero que estaba sola y le daba no sé que hacer pasar a un extraño. Estuvo en el living ardido de calor con un vaso de refresco en la mano mientras la mucama iba y venía por la casa moviéndose frente a él. De pronto un timbrazo y ella que le empuja a que se vaya. "Volvé, pero volvé, eh ¿Me lo prometés?... Volvé otro día. Ahora debe ser mi patrona que llega antes". Y lo dejó en el pasillo. Fue la confirmación de un algo, de un todo. Lo patético es que cuando quiso regresar en ese palomar que era el edificio, extravió la brújula donde la dama morena y perfumada a sudor de laburante le había concedido una cita de amor.
     
  • El señor gerente se vió en apuros puesto que, llegada la noche, su invitado venido de una ciudad lejana y con quien estaba cerrando un negocio fenomenal, le sugirió mientras cenaban en su regia casa y a hurtadillas de la esposa y los hijos si le recomendaba a alguna "companía" para no pasar la noche solo en el hotel. Como el señor gerente no estaba familiarizado con este tipo de pedidos disimuló y accedió mientras se levantaba y pensaba que hacer. Eugenia, la chica de la limpieza pasó por el corredor camino a su habitación. El trato fue breve y conciso. Cuando todo el mundo se hubiera ido, incluso el invitado a su hotel, él pidió un remis y subió como a una intrusa a la chica de la casa con un papelito en sus dedos con la dirección. El favor fue retribuido con un módico regalito a fin de mes, alguna cosa para el niño de tres meses que la chica de la limpieza debía alimentar por su calidad de madre soltera. Encima, ella, aturdida, le agradeció al señor gerente que quedó como un duque y pudo cerrar el negocio con creces. El ganó siete millones y ella setenta pesos, el precio de una cunita módica que el patrón hizo traer desde la fábrica de un amigo y que no abonó porque le debían algunos favores.
     
  • Las paradojas, los juegos de palabras existen para su uso indiscriminado. Como era de indiscriminado el uso y abuso de la chica de la limpieza en aquella casona. Ella servía tanto para un barrido como para un fregado. Y el gobierno kirchnerista la obligó a blanquearla.  "Justo con esta que es una negra", se dijo para sí la señora mientras encendía la tele para ver a Mirta. La otrora joven conductora que más de una vez reclamó que el "servicio doméstico está cada vez más difícil".
    La señora pensó en algunas historias mientras se acomodaba en el sofá. "Es mejor tener una negrita linda en la casa, así nuestro marido las anda corriendo por ahí y nos deja de molestar a nosotras". Salvo la molestia que la negrada peronista la había prácticamenbte obligado a ponerla en blanco a su Haydeé, la vida para ella era un delicia. Se estiró y se quedó absorta en la pantalla mirando la mesa de la otra señora, tan igual, tan parecida a ella.
     
  • Siempre resultó efectivo el gag: chica pulposa, vestida de mucamita, plumero en mano: la mezcla de esclavitud con sensualidad es una fórmula remanida y expectante para los ojos de otros esclavos que la miran por tevé. Aún en ciertos negocios de objetos sexuales se vende completo el atuendo de chica de limpieza en primorosos colores rosa o celestito con festones. Una maravilla.
     
  • La chica de la limpieza era fácil, estaba allí oliendo a crema y todo su maquillaje imperturbable y leve pues consistía solo en un poco de rubor para su cara aindiada. La chica era cercana, no había en ella peligro ni incordio, no era fea y a pesar de no mostrarse tenía unas piernas de encanto, como las de las chicas Divito. Pero la fue dejando a medida que le crecían a su alrededor amistades espumantes y rubionas. El coche lo llevó lejos y la lancha más aún. Eran épocas de tiro corto, pelo a lo beatle y plata en el bolsillo. Se fue definitivamente a estudiar lejos y fue campeón con las mujeres. Se instaló en otra provincia hasta que un día, como proveniente de un dolor extraño y remoto empezó a pensar en Gladys, la chica de la limpieza. Fue como un rayo y no pudo parar. De todo lo que había conocido ella había sido lo limpio, lo sano del mundo. Volvió en un tren una madrugada y como en el tango La Casita de mis viejos, ni el portero lo reconoció. Preguntó por ella en la puerta, bajo la parra y el tipo le contestó que ni sabía, que se había ido quien sabe adonde. Entró y buscó el cuartito de Gladys. Lloró hasta quedarse seco y semidormido: en la almohada aún pudo y quiso  percibir el aroma de la chica de la limpieza.. "Era amor", pensó "y no me había dado cuenta". Al día siguiente cumpliría cuarenta años.
     

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