La primera vez que escuché hablar sobre el Che tenía 12 años. Corrían los años 60 y acababa de producirse la toma del poder en Cuba por parte de esos “barbudos lindos como dioses del Olimpo”, como decía mi tía más joven, en esa familia de mujeres donde la mayoría estaba tan lejos de la política pero tan cerca de las grandes tiendas.

La segunda vez que lo escuché fue de la boca de mi padre, un obrero cuya identidad política, aunque no militante, era el peronismo. “Y parece, che, que es de una familia con dos apellidos: Ernesto Guevara Lynch”, señaló, como remarcando la contradicción que suponía que un “garca” (apócope de oligarca) estuviera haciendo la revolución contra su propia clase social en un país que no era el suyo.

La tercera vez ocurrió en una cena familiar, pero el protagonista fue mi tío, un oficial de policía de carrera, peronista fanático y enamorado de la Revolución Cubana que se había sacudido “el yugo del dictador Batista”. “¿Dónde estará ahora el Che?”, me preguntó por lo bajo un día, cuando Guevara había desaparecido de los actos públicos en La Habana y la prensa mundial cada tanto lo veía organizando revoluciones en África, en Asia o en un lugar recóndito de Latinoamérica. La cuarta vez ocurrió en el verano del 66, en el tren Estrella del Sur, que tomaban los estudiantes rumbo a Bariloche. Y ahí iba yo, egresada, con mis compañeras de secundario, muy ecléctica en mis lecturas, interesada en la filosofía de Kierkegaard, de Sartre, en la poesía de Borges, devorándome la caliente Lolita de Nabokov, la herética Dar la cara, de David Viñas, identificándome con Alejandra Vidal Olmos, de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, o con Memorias de una joven formal, de Simone de Beauvoir. Para entonces, estaba dispuesta a entrar en el corazón agitado de la década: me gustaban el rock, el folklore y ese muchacho de Filosofía y Letras que leía, a mi lado, El son entero, de Nicolás Guillén. Pasamos muchas horas leyendo esa poesía sobre “el lagarto verde con ojos de fría plata”; con besos clandestinos y promesas de futuros encuentros. Y ya quise saber todo sobre Cuba, sobre esa revolución liderada por un argentino, el Che, que no se sabía dónde estaba (años después supimos que estaba preparando su llegada a Bolivia).

Para entonces, en el verano caliente del 66, en la Argentina gobernaba Arturo Illia y yo ingresaba en la UBA, marcada por el existencialismo y aún lejos de la teoría de la revolución socialista. Pero todo ese torrente acumulado y ecléctico de lecturas y enigmas estalló en mi cabeza en la noche del 28 de junio de 1966, cuando me vi arrastrada a defender la autonomía universitaria en medio de bastonazos y gases lacrimógenos de la violenta guardia de infantería del golpista general Juan Carlos Onganía, en medio de la quema del centro de estudiantes de mi facultad y la destrucción del local de Eudeba. Esa noche todo se resignificó, incluso las preguntas sobre el Che. Entendí la clandestinidad forzosa de ese nombre; el miedo de los dueños del poder a ese nombre; la asociación de ese nombre a la subversión del orden de las cosas que indicaba que prohibir era el verbo por excelencia para garantizar una paz de catacumbas. Entendí el secreto como arma de defensa; la resistencia como una forma de restauración del orden de la libertad. El 67 fue un año oscuro, de heraldos negros. Gritar “Viva el Che” era un acto de rebelión insoportable para el régimen. ¿Dónde está el Che?, nos preguntábamos en voz baja.

El 9 de octubre de 1967, finalmente supimos. En el comedor universitario nos enteramos de que lo habían asesinado en La Higuera. Una compañera se trepó a una mesa y gritó: “Mataron al Che. ¡Viva el Che!”. En pocos minutos el lugar se llenó de guardias de infantería, el clima se hizo irrespirable con gases lacrimógenos y el bar fue clausurado para siempre. Pero nada impidió que el Che estuviera más vivo que nunca. Comenzaba el mito. Ya no nos preguntamos dónde estaba el Che. Teníamos ahora que contestar dónde estábamos nosotros y qué haríamos. Pero esta es otra historia.