Para E., el momento bisagra fue cuando alguien le creyó que su marido la hostigaba minuciosamente (en lo económico, en lo psicológico), que tenía ataques de pánico porque vivía aterrada en su propia casa. No le resultó sencillo porque él le pegaba en muy pocas ocasiones, y claro, las marcas de la violencia psicológica son invisibles. La intervención del Estado comenzó luego de que ella, que acababa de escapar de los golpes, llamó al 911 desde un sótano para pedir ayuda. E, que anda por los 35 años, y su victimario, de 40, tienen un bebé de menos de un año, ella trabajaba fuera de la casa -el departamento del consorcio en el que él trabaja de encargado– hasta que comenzó a sufrir el pánico; cuando los ataques comenzaron, las salidas se espaciaron. E. no tenía, no tiene a dónde ir. “Muchas veces el operador judicial no está sensibilizado, y el tema de la convivencia de víctima y victimario quizá sea el más cotidiano, el que más pone sobre la mesa las contradicciones típicas del caso. A las mujeres se les plantea a veces ‘¿cómo que lo denunciaste y seguís conviviendo? ¿Por qué no te vas si lo denunciaste?”, advierte la titular de Dovic, Malena Derdoy.

Con el proceso en marcha, una jueza quiso saber si realmente a E. los ataques de pánico se le podían haber desatado por la situación, y solicitó una medida de “interacción familiar” en el Cuerpo Médico Forense. La fiscalía no pudo detener la medida, que se realizaba por segunda vez porque la primera había sido un fracaso: E. no había podido articular palabra cuando le preguntaron delante de él qué había pasado. “Antes de entrar a este segundo peritaje ella se angustió mucho, lloró, pero cuando terminó me dijo ‘hoy por lo menos pude hablar y contar, incluso teniéndolo a él al lado y con una psicóloga enfrente’. Lo pudo hacer incluso sabiendo que era revictimizante”, recuerda la abogada Denise Feldman. 

A la hora de hostigarla, el victimario escocía a E. con el argumento de que si ella no hacía lo que él quería, la denunciaría a las autoridades y sería deportada, porque es paraguaya y nunca hizo los trámites para la residencia. “Y el juzgado había indicado, casi como si se tratara de probations, que él tenía que tutelar la vida de ella en determinadas medidas: que realizara el trámite en Migraciones, por ejemplo. Y él entonces sacó un turno, pero que era para mucho tiempo después”, explica Bonardo. Pero el turno que había sacado él para E. era el más lejano posible, y cuando ella lo comprendió, lo cambió. 

“Ella convive con él pero no quiere saber absolutamente nada, y a medida que va afirmando eso, va desnaturalizando toda la situación de violencia que vive. En las primeras entrevistas, cuando le preguntaban cómo era la relación del imputado con su hijo, ella decía que era buena, que se ocupaba, pero hoy está viendo la situación de violencia en la cual también el bebe es víctima. Es como que se le hace intolerable la violencia, y hay una firma decisión de dejar de vivir con él, aunque todavía no puede irse”, dice la trabajadora social Cristina Ochoa. La psicóloga Virginia Salguero explica que E. ya advierte el mecanismo de poder y cómo subvertirlo: “ahora viene y dice ‘está enojado, pero porque me ve contenta’, porque ella ya se da cuenta de qué cosas a él le molestan y a ella la ponen en otro lugar”. Uno de esos resquicios fue tan sencillo como hacerse una amiga; se conocieron en el supermercado, y a medida que aumentaba la confianza acordaban encontrarse en la plaza con sus hijos, algo que E. habitualmente no hacía porque temía tener un ataque de pánico en la calle y no poder cuidar de su bebe. Hoy E. “vio que hay otras posibilidades, sabe que es viable irse y tener otra vida. Puede ser hoy o más adelante, pero sabe que existe una salida que no depende de él”.