A esta hora el sol todavía no quema. Bajo al agua por el camino de madera que pusieron para movilidad reducida. Distingo el sombrero de Isabel flotando en la cala de siempre, está charlando con las otras señoras. Cuando llego ella está saliendo. Si no llueve se baña durante una hora por reloj cada día. Empieza el primero de mayo y termina alrededor de octubre. El año pasado aguantó hasta el primero de noviembre, todo indica que este año también podrá estirar los baños al ritmo de los veranos que se alargan. Hubo días en agosto que el agua estaba caliente, como una bañera. Daba miedo, pasamos una invasión de medusas, hubo otros días que no daba para entrar. Las mujeres saben cuándo. Si ven burbujitas en la superficie dicen: están lavando los platos en los barcos. Con la mugre no dan ganas, el mar trae cosas. Un día que el cielo estaba tormentoso me enredé con unas sogas, pensé que eran serpientes, me llené de asco y por tironear para sacármelas de encima se me perdió el Maguén David que usé trece años. Me lo había regalado Gaby cuando fuimos al Muro de los Lamentos, nos lo vendió un palestino que tenía el puesto en la puerta. Lo lamenté más que cuando perdí el anillo de oro blanco que me regaló, también se me hundió un día que nadaba y no me di cuenta hasta mucho después de haber salido. Por eso no uso de esas cosas, yo soy del agua, como Camarón.

Hay días en que el mar está revuelto, unas olas hermosas lo llenan de surfistas que bajan con las tablas de colores y los trajes negros a ignorar la bandera roja. Hoy el mar está verde, todos los días despliega un color distinto: azul casi transparente, gris plomo, rosa de lejos, amarillo y lleno de reflejos por los besos del sol, dorado o esmeralda, de noche siempre negro, formando un todo con el cielo, como una boca de lobo inmensa capaz de acabar con toda la tristeza del mundo. “Ni una ola, es una piscina”, me avisa Isabel. No, no está fría, ni muy caliente, está preciosa, dice invitando a entrar. Es una entusiasta, para ella la temperatura es invariablemente buena, el problema es la salida, cuando le da la brisa, se cuida de los resfriados. Tiene ochenta y cinco años, viene sola desde Vall d’Hebrón hasta Barceloneta, hace combinación de dos autobuses y se mete cada mañana en el mismo sitio, donde se bañan las otras mujeres. Nosotras vamos rotando, ella es fija. A algunas les reconozco las caras y las carcajadas que se escuchan desde la mitad del camino de madera, más o menos. Dejo mi ropa al lado de uno de los pañuelos que tienen estirados con sus cosas apiladas. Venimos con lo mínimo, para ahuyentar las ganas de robarnos, controlamos juntas desde el agua. Hace un momento se acercaron a la orilla dos chicos atléticos que caminaban rápido, nosotras los mirábamos sin dejar de conversar, y ellos lo sabían. Vigilaron en todas direcciones y desenterraron un IPhone azul claro que tenían canuteado de antes.

Un día me fui a bañar a otra playa más lejos y un señor mayor llegó en bicicleta, la dejó al lado de mi ropa y se metió a nadar cerca mío, conversamos, era agradable, cuidamos nuestras cosas juntos. Cuando salí, me despedí y fui a quitarme la arena a las duchas, vino detrás y me preguntó cuánto le cobraría, parece que salir del agua lo volvía estúpido. Me pidió disculpas, pero igual ya no voy tanto por esa playa, ahora nado con las señoras. De repente una chilla "peeling gratis" y las veo salir a frotarse con la arena, “yo también quiero”, les aviso, y me voy a la orilla con ellas, a masajearme la piel. Una me dice, "ven, que te doy por atrás" y ahí estoy, entre las piernas de una desconocida que me acaricia la espalda. “Listo”, pienso, estos eran los arrumacos que yo quería. Volvemos juntas al agua a enjuagarnos. “Ahhh, qué suavidad”, nos gritamos. Me avisan que esto de la arena no es para todos los días, porque la piel se gasta.

Chapoteo con ellas un rato más, está la que el domingo pasado, que vine más temprano, me señaló para arriba para mostrarme que se veía la luna al mismo tiempo que el sol, y comentó que los opuestos siempre se terminan encontrando. La que no está es la que se reía y contaba que había leído que alguna gente andaba diciendo por Facebook que esa no era la luna, que eran dos soles. Recordó que en la celebración de Sant Joan se había metido en el agua y, mientras la gente bailaba y bebía y saltaba sobre las hogueras que se habían encendido en la arena, ella vio en el cielo un montón de luces, planetas y movimientos de estrellas. Comenté que en la barbacoa que estuvimos haciendo en la plaza de la Mercè con los vecinos, unas nenas se acercaron a señalarme en el cielo unos triángulos amarillos que se movían como atados por una cuerda negra. Las nenas pensaban que eran las naves extraterrestres que había estado revelando la NASA para esos días, y la mujer recordó que ella también los había visto, que siempre aparecen cuando hay mucha gente. “Son satélites”, dijo. Hace unos años, Fátima, que trabaja en la ludoteca del Parque de la Ciutadella, viajó en verano a Uruguay a visitar a la familia de su pareja y se percató de que, aunque hacía mucho calor, no se quemaba como en las calles de Barcelona. En sus paseos por Montevideo se dedicó a observar que las ramas de los árboles crecían y se juntaban en el cielo proporcionando unos techos alargados de sombras refrescantes. Cuando terminó sus vacaciones y volvió al trabajo le preguntó a Chamón, el jefe de los jardineros, por qué recortaban tanto los árboles en el parque y él le explicó que estaban obligados a mantener una poda reglamentaria para que los satélites, los drones y los helicópteros pudieran controlar la ciudad desde arriba.

Son las nueve y media de la mañana, en un rato abrirán las tiendas y los puestos del mercado, tengo que ir al súper a comprar huevos, tomates, cebollas y atún para almorzar antes de ir al trabajo. Me despido y voy a las duchas, allá Isabel está terminando de cambiarse, me ve y me pregunta por mi nena, le digo que está en la escuela y se pone contenta. Todo el tiempo me da la mano y al despedirnos me cuenta un chiste verde, uno de la época en que vivía en el Raval y era vecina de las bailarinas que trabajaban en el cabaret del Molino. Nos reímos y me pide un beso.

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