Desde Marrakech
No todo es lo que parece en Marrakech. Aunque las decenas de hoteles de un lujo tan desmesurado como los de las naciones árabes bañadas de petrodólares –como el flamante Pestana CR7, nacido fruto de la asociación comercial de la cadena hotelera portuguesa con Cristiano Ronaldo– y las ostentosas “villas” financiadas con dinero europeo y que, amuralladas, fragmentan la geografía urbana inviten a suponer lo contrario, ésta es, de todas las ciudades importantes de Marruecos, la de los peores estándares de vida y el ingreso per cápita más bajo para sus habitantes, según datos oficiales del propio gobierno nacional. Aún peor es en las zonas rurales, de las regiones más pobres del país y, desde ya, donde con más fuerza pegó el terremoto con epicentro a setenta kilómetros de aquí que en septiembre causó tres mil muertos. Con el precio de la tierra volando a causa del apetito de los desarrollares y los autos de altísima engalanando las calles de las zonas turísticas, para los locales es cada vez más difícil (sobre)vivir. Marrakech es, pues, una ciudad en tensión.
Y la tensión es, justamente, uno de los tantos puntos en común de Retratos fantasmas y Between Revolutions, dos de las mejores películas que se exhibieron en las primeras jornadas de la 20º edición del Festival Internacional de Cine de esta ciudad. Lo hicieron en el marco de la sección 11º Continent, que agrupa siete títulos con búsquedas alejadas de los modelos narrativos y formales más tradicionales (aquí está la argentina El auge de lo humano 3, de Eduardo “Teddy” Williams). En esa dupla hay tensiones de todo tipo: entre el desarrollo económico y la identidad de la comunidad local; entre las herramientas de la ficción y las del documental; entre el cine y las nuevas religiones disputándose espacios que, para ambos bandos, son sagrados; entre las expectativas de un pasado donde todo asomaba venturoso y un presente muy distinto a la imaginada.
Como señaló el director brasileño Kleber Mendonça Filho durante las preguntas y respuestas con el público posteriores a la proyección, Retratos fantasmas es una película donde no hay fantasmas. O, sí, pero sólo uno y de aparición fugaz, aunque de enorme significancia. De todas formas, con o sin ellos, se trata de una fantasmagórica elegía cargada de intimidad sobre el cine, la familia y especialmente la ciudad de Recife, donde el responsable de Sonidos vecinos, Aquarius y Bacurau rodó gran parte de su filmografía, registrando los cambios en la dinámica y la geografía urbana a raíz del avance de los negocios inmobiliarios, especialmente en el barrio costero adonde su madre se mudó en 1979 luego de separarse de su marido. Fallecida a los 54 años, misma edad del director, ella instaló en el departamento que supo ser la locación principal de las primeras aproximaciones al lenguaje de las imágenes y los sonidos del primogénito y hasta de Sonidos vecinos, en la que sus vecinos oficiaron de extras y el perro de la casa de al lado adquirió un gramaje dramático imposible de premeditar.
A todo eso Mendonça Filho homenajea con sentida honestidad en esta memoir dividida en tres capítulos que, a medida que avanza, va adquiriendo la forma de un recorrido por su educación sentimental. O audiovisual, que en este caso es lo mismo. El brasileño recurre a materiales de archivo de todas las épocas, desde recortes de diarios y fragmentos de noticieros hasta grabaciones y fotografías hogareñas, propias y ajenas, para mapear los cambios arquitectónicos del barrio, así como también su relación con ese departamento, con la ciudad y especialmente con los cines donde cultivó su pasión por las películas y operaron como prolongación del nido materno. Algunos de esos cines continúan con sus proyectores funcionando; otros cerraron para reconvertirse en iglesias evangélicas, dejando un tendal de anécdotas y personajes que Mendonça Filho devuelve al presente. Como don Alexandre, el proyeccionista del Art Palacio, una demostración de que puede hablarse de la decadencia con ternura y humor. Es, pues, uno de los tantos fantasmas que no necesita enunciarse como tal para serlo.
La dictadura de Nicolae Ceaușescu no es un tópico ajeno al cine. Realizadores como Andrei Ujică han utilizado las armas del cine documental para indagar en el ascenso, auge y caída de quien gobernó Rumania con puño de hierro entre 1967 y 1989, al tiempo que el llamado Nuevo Cine Rumano ensayó varias aproximaciones a las consecuencias sociales, culturales y económicas del régimen a través de un nutrido corpus de ficciones, con La muerte del señor Lazarescu como mascarón de proa. Lo particular de Between Revolutions –estrenada en la sección Fórum de la Berlinale– no es tanto su tema, sino un enfoque concentrado en cómo esos vaivenes políticos incidieron en las relaciones humanas. Más precisamente, en la amistad que sostuvieron la iraní Zahra y la rumana Maria mientras compartieron pupitres en las aulas de la carrera de Medicina de la Universidad de Bucarest durante la década de 1970, cuando era común que jóvenes de países de Medio Oriente viajaran hasta las tierras de Ceaușescu para estudiar.
Pero Zahra nunca llegó a recibirse: un año antes, en 1978, hizo las valijas para volver a su país, atraída por los primeros vientos de cambio que desataron su furia en la Revolución contra el sha Mohammad Reza Pahleví que desembocaría en la asunción de Ruhollah Jomeiní. La amistad, sin embargo, continuó durante un buen tiempo a través de cartas que viajaron desde Bucarest hasta Irán y cuyo contenido el director Vlad Petri imagina basándose en múltiples materiales de archivo, desde documentos incautados por la Policía hasta poemas y diversas expresiones artísticas, pasando por videos hogareños y oficiales que ilustran cómo era la vida en esa época en los dos países. A lo largo de casi 70 minutos de metraje imbuidos por la melancolía y la emotividad, los textos narrados en off van punteando el paso de la euforia a la desazón, de cómo los sueños de libertad chocaron de frente contra la realidad más dura de dos regímenes que, más temprano que tarde, terminaron por desencantar a propios y ajenos.