Desde entonces detesto las camisas a cuadros. Las suyas no eran de cuadros grandes, sino más bien chiquitos y de colores tierra, esos que la gente encuentra apacibles. Desde entonces me ponen nerviosa los hombres con anteojos de culo de botella y con mucha barba, porque parecen confiables, pero no lo son. Quizás porque detrás de su barba se escondía esa sonrisa cínica que todavía se filtra en las noches sin sueño.
Cuando él empezó como tutor de mi curso de tercer año del secundario, era querido por todos. Por su carisma, por abordar temas tabú en un colegio religioso, por su estilo descontracturado, por sus métodos poco convencionales. Yo no lo quería. Quizás porque me miraba raro. Todo el tiempo me miraba. En el recreo, sentía los ojos clavados en la nuca. En la clase, me hacía siempre una cantidad enorme de preguntas incisivas. Solamente a mí. Todas cosas que el resto no veía. Yo tampoco entendía qué era, pero no se sentía bien. Ya no tuve dudas cuando un día caminando por la calle, me susurró al oído por la espalda y sentí cómo la sangre se me hizo estalactita de hielo.
En ese entonces yo era abanderada argentina y delegada de curso. Mis lugares de mérito, de pertenencia. Por supuesto que lo vio, al talón de Aquiles. Así que me llamaba a su despacho a deshoras con la excusa de discutir temas importantes. Yo no iba, me escondía en el baño para que pase el tiempo y no me encuentre, perdía clases, perdía presencia. La única vez que fui, me dijo que se notaba que tenía un problema con los hombres. Que él me iba a ayudar con ese defecto, que me quede tranquila.
Poco a poco fui cediendo valiosos centímetros. Él argumentaba que la chica de la bandera era una desconsiderada con su rol, que desoía sus llamados, que se hacía la rata de clases y miraba al piso cuando él le hablaba. Me ponía malas notas.
Yo callaba.
Callaba porque el diccionario no me alcanzaba ni me servía para describir lo que era eso. Porque acusar a un adulto en voz alta era inconcebible. Porque de eso nadie hablaba. Porque al cura perverso del colegio que se pasó de mambo con un pibe lo mandaron a misionar al Chaco, pero a la cárcel no. Porque la única vez que le insinué a mi preceptora que él me ponía incómoda, me dijo que tal vez era porque usaba la remera un poco ajustada y la pollera demasiado corta y los hombres son así, miran, tómalo como un piropo, el día que no te miren ni te consideren te vas a quejar. Y yo me lo creí, porque a principios de los 2000 todavía teníamos la mirada velada.
Ese día hacía calor, lo recuerdo porque íbamos en un colectivo escolar destartalado sin aire acondicionado y todos sudaban. Teníamos una jornada de integración de curso en el predio de la fuerza aérea y la organizaba él. Yo me lamentaba de que la remera de gimnasia no me quedara más holgada y la estiraba frenéticamente cuando nadie miraba.
El primer juego era para romper el hielo, dijo. Todos estaríamos munidos de bombuchas rellenas de pintura y podíamos lanzarlas libremente, pero antes de ejecutar el tiro había que gritarle a tu víctima lo primero que se te viniera a la cabeza. Como era de esperar, fue una batalla campal y casi nadie reparó en la supuesta sabiduría del ejercicio, sino que la gran mayoría se limitó a soltar su instinto más animal. El ambiente quedó electrizado y las masas ávidas de más quilombo.
El segundo ejercicio era para la construcción grupal, dijo. Una persona iría con los ojos vendados por un camino de obstáculos y los demás la tenían que guiar para superarlos. Quizás fue la sugestión, pero yo sentí que su mirada se posó fugazmente en mí cuando acto seguido aclaró que los obstáculos serían los cuerpos de los propios compañeros.
A continuación, sucedió lo que ya me temía. Él me eligió para asumir ese rol de conejillo ciego, sin vacilación y como si lo hubiera estado esperando. Mientras se armaba el laberinto humano, me hizo esperar sola en una habitación. Luego, me colocó la venda con calculada parsimonia. No sé si esa habitación era fría o la que temblaba era yo.
Tampoco sé cuánto duró. Esos minutos fueron largos y viscosos. Ahora creo entender un poco mejor lo que viven los perros, porque ahí estaba en cuatro patas y, como no podía ver, sentía más cómo me tocaban esas manos anónimas en el tumulto. El timbre de las risas parecía que me fuera a perforar el tímpano. También escuché cómo algunas voces amigas le pedían que frenara el juego. Pero él no cedía, porque decía tener algo para enseñar.
Por una vez no obedecí, me arranqué la venda y decidí que terminara. Él se quejó de la poca resiliencia, de la rebeldía a la autoridad, lamentó que por mi culpa no se hubiera alcanzado el objetivo. Algunos me abrazaron, pero nadie habló. Cuando volví a casa, mi vieja también me abrazó, pero tampoco habló. Yo le pedí que no lo haga, porque me van a decir exagerada, que fue un juego que salió mal de casualidad, que algo habré hecho. Mirá si lo quieren echar y él me hace algo. No me van a creer. Nunca les creen.
Cuando al día siguiente volví a la escuela ya no había bandera para mí. Lo vi cuando le estaba entregando la banda a otra chica del curso. Sentí alivio, hasta que crucé miradas con ella. Pobre piba, vi en sus ojos la inocencia de los que no saben.