Entre las groserías más riesgosas de la lectura debe consignarse ese ejercicio que superpone, como un prisma, la figura del autor sobre su obra con la supuesta intención de iluminar algún aspecto o –aun peor– algún sentido de su palabra escrita. El efecto es letal. Es una distorsión propia de un psicoanalista puesto a crítico literario con el resultado de que toda línea revela  opacidades que la convierten en un diamante falso.

Un antídoto posible es que la misma obra impida la operación proveyendo un efecto dinámico que hipnotice al lector a través de giros en los que brillen sucesivamente palabra y vida.

Giros que terminen por revelar la consistencia inalterable de un diamante auténtico. En la voluntad de esa alquimia se despliega el presente volumen de  Pablo Ananía.

Se me dirá: ¿cuánta gente hay con la capacidad de distinguir una joya verdadera de una falsificación? Una respuesta prudente sería “pocas”. Pero seguramente son más que los que se esfuercen en diferenciar una poética de orfebrería del tallado efectista y su efecto brilloso.

Esto me conduce a la tentación de continuar estas líneas con otra prevención mezquina pero también certera: proteger lo que se dirá bajo la advertencia de que un tiempo signado por el desfile victorioso de filisteos de toda laya es, sin duda, el peor momento para celebrar una obra como la de Pablo Ananía.

Y aunque la tentación no yerra en el paisaje, adolece de un facilismo que pronto se revela como hijo de los tiempos que condena.

Es probable que la obra poética de Ananía haya crecido en periodos probablemente un poco más propicios  que el presente para la producción literaria en general y la poética en particular. Pero, para hablar con mínima sinceridad, ha de decirse que esos momentos tampoco hicieron de esta palabra una bestia dócil para ser incluida en las taxonomías circulantes.

Y, sobre todo, ya en tren de obscenas confesiones, es necesario aclarar que la pretensión –audaz e inverecunda– de este texto es intentar una mirada que no se permita la prolija acción quirúrgica que disocia el diáfano cuerpo de los textos de los hombres –elusivo en esa condición– que los produjo.

Para ser más preciso: no se trata aquí de abordar un retrato posible de lo que suele denominarse “el autor” sino de ir un paso más allá, internarse en esa selva oscura donde suele radicarse aquel que escribe.

Pablo Ananía transitó el periodismo llamado profesional, en una vertiginosa sucesión de eficacia exitosa y apuestas audaces.

Supo desplegar una prosa proteica y rápidamente ascendió en el escalafón de medios que, al tiempo que disputaban la primacía del mercado, se permitían lucir los mejores recursos de una cultura de masas desafiante, preocupada aun por cierta dignidad.

Después invirtió su talento periodístico para reinventarse como empresario en nichos editoriales inesperados y en duelos ulteriores frente a consagrados amanuenses corporativos.

Me sucedió de conocerlo en tiempos de esos acaeceres sin lograr percibir con claridad sus períodos de prosperidad de las estrecheces generadas por la entrega a nuevos desafíos que a veces podían localizarse más cómodamente en la categoría de berretines.

Sé que esta data puede tener un dejo a ese tufillo rancio del cotilleo de comadres que acecha en las síntesis biográficas. Pero la mención apunta en verdad a desbrozar el carácter agonal de un trabajo sobre la palabra que desemboca en (permítaseme  una complicidad pueril) la razón de su vida.

Ha de decirse, a esta altura, que aquella comprensión de la historia y la política que solemos apodar el “pensamiento nacional” es otra marca de insistente presencia en la vida de Pablo. Y, una vez más, le tocó transitar períodos de la vida argentina en el campo de las ideas y las prácticas  sociopolíticas en los cuales crecían las ventajas de unos pocos privilegiados mientras muchos pensaban como niños. Fue también una época apta para observar la forma en que se enseñorea la muerte en las comunidades donde confrontan la codicia y la puerilidad llevadas hasta el paroxismo sin atender los consejos de la historia.

Buena parte de mis “descubrimientos” y reflexiones sobre los temas precedentes son parte de mi deuda con Pablo Ananía a partir de años de conversaciones y lecturas sostenidas a la sombra –o la excusa– del trabajo periodístico.

Si se trata de hablar de las personas, me atrevería a afirmar que las familiaridades auténticas permanecen a lo largo del tiempo sin atender al refuerzo de la práctica o a la asiduidad de los encuentros. Los textos funcionan de manera más misteriosa.

En este volumen, los poemas invitan al único ejercicio imprescindible de la comprensión poética que es la relectura.

Si se aborda con seriedad esa práctica se comprenderá rápidamente que aquellos versos (o temas, o referencias o variaciones de estilo) que resulten poco “familiares” a lo que se espera de un poema de Ananía, están hechos de la misma sustancia que los tanteos augurales de Tipos, observaciones y los libros que le sucedieron, pero sometidos a la presión feroz de un trabajo donde lo poético destila la sustancia –apenas perceptible– de lo vital. Fuera del omnipresente Girri es difícil hallar en las letras nacionales un trabajo de afinación constante de la propia voz como el que viene desarrollando Pablo en su producción literaria.

Cuando Freidemberg, con su habitual agudeza, determina la presencia de al menos cuatro libros fundidos en un volumen, nos está remitiendo, además, a una apuesta de un autor que jamás se permitiría las fintas de flaneur que subyacen –por ejemplo– en el recurso de la heteronimia. 

La paternidad –que implica también una genealogía–, lo testimonial que convive con lo reflexivo, lo armónico que no termina de someterse a lo melódico, lo fatal que lucha en cada paso con lo voluntario; en esas batallas se juega la orfebrería poética de toda una vida.

El resultado apreciable en este volumen es el de un derrotero literario que se desplaza como sobre una cinta de Moebius. O un ouroboros emperrado en no cerrar el círculo en que la cabeza de la criatura logra morder su cola.

Con insistencia, la presión y el pulido de la propia poética nos lleva nuevamente a la belleza y solidez de un diamante.

Recuerdo, tardíamente que es sobre estas cosas que me había comprometido a no abundar. Lo propongo como una imposibilidad que, por una vez, no está emparentada con el fracaso del intento sino con su propia consistencia. 

Supongo que a esta altura no hay margen ya para justificar las omisiones testimoniales. He sido testigo de las batallas libradas por el autor con las distancias entre la idea del amor y el amor en sí mismo. Baste tal mención para ratificar la importancia de una ordalía semejante. Se notarán aquí las ausencias referenciales directas de nombres y palabras como Portogalo, Eliot, peronismo, rima, patria, judeocristiano, tango, destierro, Borges, inmigración, capricho. Una lista arbitraria en el proceloso mar de las identidades.

En cualquier caso, la omisión es voluntaria y hasta ideológica. Pablo Ananía –a diferencia de, por ejemplo, Alberto Girri– se ha negado sistemáticamente a la construcción de un personaje poético de esos que la gente no lee pero cita. Ananía no frecuenta cenáculos ni embajadas, no se distrae con cocteles o mesas redondas. Tampoco aprovecha la excelente chance de venderse como un eremita aislado en un remoto paraje de la montaña.

Las alegrías e inquietudes que nos ofrece su persona están definitivamente tramados con las revelaciones con las cuales nos enriquece su obra. No es poca nobleza para los tiempos que corren. Ni tampoco para los que transcurrieron.

Entiéndase este final como un despojado testimonio.