Los amores suelen ser tramposos, parece afirmar Philippe Garrel en cada una de sus películas más recientes. Podrá sonar a obviedad, a lugar común de la vida, el arte en general y el cine en particular, pero en las variaciones a la hora de exponer y hacer vibrar el tema descansa la gracia de las formas. De un tiempo a esta parte, el director de Los amantes regulares  –leyenda viva del cine francés, otrora célebre por sus películas no tanto cerebrales como extremadamente rigurosas en su acercamiento intelectual a las interacciones humanas– ha concentrado su atención en fabricar pequeñas piezas de cámara de poco más de 70 minutos de duración, todas ellas orbitando alrededor de las relaciones de pareja, siempre inestables, nunca previsibles, muchas veces irregulares. Se trata, además, de obras inesperadamente emotivas. En La jalousie (2013) un hombre joven, actor profesional de teatro, abandonaba a su esposa y a su pequeña hija para mudarse con otra mujer, en un relato con tintes ostensiblemente autobiográficos, ligados indisolublemente al actor Maurice Garrel, padre de Philippe. A la sombra de las mujeres, estrenada el año pasado en la Argentina, retrataba la vida de una pareja de documentalistas a partir del momento en el que el caballero decidía tomar para sí mismo una amante joven. En Amantes por un día, su último largometraje –que se exhibirá comercialmente a partir de este jueves– una muchacha toca el timbre de la casa de su padre en medio de la noche, pidiendo asilo, y se encuentra con una situación inesperada: el hombre, profesor universitario de unos cincuenta años, está conviviendo con una joven veinteañera. Es decir, una chica de su misma edad. El distinguido blanco y negro de esos tres títulos –fotografiado por dos instituciones del manejo de la cámara en el cine francés: Willy Kurant en el primer caso y Renato Berta en los restantes– no es la única referencia visual a la nouvelle vague que vio nacer a Garrel: ahí están los cafés, las casas en un primer o segundo piso por escalera, los diálogos como marca de identificación de los relatos. A pesar de ello no hay nada de anacrónico en sus películas, ningún vestigio de homenaje tardío a una era, ni un atisbo de melancolía por un tiempo perdido. Ni siquiera el deseo de continuar usando película virgen para encuadrar la ciudad y a algunos sus habitantes es un obcecamiento anclado en la costumbre: los films serían visualmente muy distintos si partieran de un rodaje en digital. Se trata, simplemente, de una elección estética.

Philippe Garrel es el pater familias de un clan que incluye a un miembro tan famoso como él mismo, el actor y realizador Louis Garrel, su hijo, y una talentosa actriz llamada Esther Garrel, su hija, que en Amantes por un día logra descollar como esa chica que regresa a la casa de papá luego de un desplante amoroso, de esos que dejan cicatrices para… ¿toda la vida? Antes de ese movimiento, antes de las palabras, los gemidos. De placer, primero. De dolor, después. El sexo a escondidas entre el profesor y la alumna, en un baño de la universidad, tiene el encanto de lo prohibido, uno de los mayores lubricantes naturales. La secuencia presenta a los personajes, Gilles y Arianne (interpretados por Éric Caravaca y Louise Chevillotte), sin recurrir a diálogos explicativos o contextualizaciones: la nomenclatura exacta de esa relación y sus alcances llegará poco tiempo después. El llanto de Jeanne (Garrel hija) mientras arrastra una valija en la que apenas si caben algunas pocas prendas no parece tener fin; espasmódico, proclive a los hipos, desconsolado. La chica llora porque Matéo, su novio, le pidió que se fuera y no volviera más; llora parada, sentada, caminando, mientras toca el timbre y espera que su padre abra la puerta. Puertas adentro, resulta claro que Gilles está conviviendo desde hace algunos meses con Arianne. La pregunta: “¿Te molesta que me quede?”. “Para nada, podés dormir en el sillón”, la respuesta. Sólo a partir de entonces se conforma el particular “triangulo” integrado por el padre, la amante y la hija del cual partirá cada uno de los caminos –transversales o paralelos, rectos o zigzagueantes– que comenzará a recorrer la película.

Una filosofía de la pareja

En el libro de entrevistas Une caméra à la place du coeur (Una cámara en el lugar del corazón), Thomas Lescure transcribe una división de la filmografía de Garrel en cuatro etapas fácilmente identificables, concepto ideado por el realizador mismo. En primer lugar, un período adolescente, que comienza literalmente durante esos años biológicos con el cortometraje Les enfants désaccordés –realizado en 1964, cuando el joven director tenía apenas quince años– y continúa hasta 1968, año del estreno de Le révélateur, de la cual su autor llegó a afirmar que se trataba de un intento por invertir lo que el psicoanálisis suele llamar la “escena primal”, preguntándose cómo nace un film. En ese año tan especial de la segunda mitad del siglo XX conocería a la cantante, modelo y actriz alemana Nico (diez años mayor que él), con quien mantendría una relación amorosa, profesional y artística que atravesaría la siguiente década. Esos son, según Garrel, los “años Nico”, o el período under, marcado fundamentalmente por dos películas esenciales de su obra temprana: La cicatriz interior (1972) y Les hautes solitudes (1974), esta última con la participación de la musa nuevaolera Jean Seberg, en uno de sus últimos trabajos antes de su misteriosa muerte. Le sigue una etapa “narrativa”, integrada por apenas cuatro títulos, coronados por Liberté, la nuit, presentada en el Festival de Cannes en 1984. Y, finalmente, un período “actual”, que comenzaría en 1989 con Les baisers de secours y estaría marcado –siempre según su propia definición– por un uso más extensivo del diálogo. El libro de Lescure fue publicado originalmente en 1992, por lo que no sería demasiado atrevido sumar a esa cronología, al menos, otros dos períodos. En primer lugar, el de la reinvención de su cine a partir de las pistas de su propia historia como artista, con películas esenciales como Salvaje inocencia (2001) y, en particular, Los amantes regulares (2005), que también regresa al pasado de su país –puntualmente, al mes de mayo de 1968– y resulta un perfecto anverso formal e incluso ideológico de Los soñadores, la película de Bernardo Bertolucci estrenada apenas dos años antes. Casualmente (o no), ambos films estuvieron protagonizados por su hijo Louis. Finalmente, una última etapa actual que lo encuentra adhiriendo a un modo minimalista: esas últimas películas subliman hasta la esencia algunos de los intereses temáticos y formales de los últimos veinte años, eliminando en gran medida el componente político y enfocando toda la atención en aquello que podría considerarse “filosófico”. Una filosofía cotidiana, de la pareja, del hombre y de la mujer, de la cual surgen todos los conflictos, gozos y penurias de sus criaturas.

Garrel es famoso por esquivarle el bulto a las entrevistas, pero durante la presentación de Amantes por un día en el Festival de Cannes, hace cinco meses, no pudo negarse a responder varias preguntas en la conferencia de prensa. “Lo que ha cambiado a lo largo de más de cincuenta años de hacer películas es el estilo. No solía trabajar a partir de un guión, pero luego eso cambió y comencé a escribirlos. Ahora me doy cuenta de que el origen de esas modificaciones creativas fueron los cambios que ocurrieron en mi vida y, como les ocurría a los pintores, eso estuvo muy relacionado con las mujeres con las que compartí una parte de mi existencia. Eso es lo que ha influenciado más notablemente los cambios en mi estilo”. En el caso de su último largometraje, Garrel afirmó que uno de los motivos para encarar esta historia en particular estuvo relacionado con “tener a mi hija en la pantalla. Mi hijo Louis ha logrado ser exitoso y mi principio educativo respecto de mis hijos es no sofocarlos, no hacerles una especie de regalo venenoso. Y esperar que den sus primeros pasos en el cine por sí mismos. En el caso de mi hija, ha actuado en varias películas en roles secundarios y me parecía que era el momento adecuado para trabajar con ella. Pero para ello era necesario encontrar un tema adecuado y creo haberlo encontrado al investigar un poco el complejo de Electra”. Garrel se ha ido transformando a lo largo de su carrera en un director de actores. No casualmente su “trabajo fijo” cuando no se encuentra rodando es precisamente una cátedra de Arte Dramático en el Conservatoire de París, donde tuvo como alumno hace muchos años a su propio hijo. “Creo que uno de los pilares de la puesta en escena de un film es la actuación, porque si los actores logran dar las notas correctas ya no hay posibilidad de que suenen desafinados. Es como en una orquesta. La diferencia es que en el cine lo que puede llegar a estar fuera de tono son las ideas que uno desea transmitir”.

El amor, teoría y práctica

Jeanne sigue desconsolada. Arianne intenta, lógicamente, consolarla. Lógico: ¿a quién le gusta ver llorar a alguien de esa manera? Pero también, quizás, porque se trata de la hija de su amante. Cuando todo indica que Jeanne comienza a reencaminar su vida (una parte de ella, al menos), Matéo llama por teléfono y no habla, sólo respira de manera entrecortada. Eso, al menos, cree Arianne, pero el espectador sabe más que ella: se trata de una simulación, de un llamado de atención. Poco después, comenzarán los pequeños celos de unos y de otros. Arianne no puede evitar entregarse a los brazos de nuevos amantes (los “amantes de un día” del título original) y Gilles no puede sino admitir –al menos, para sus adentros– que la estructura libertaria de su definición de pareja es una cosa en la teoría y otra muy distinta en la práctica. Jeanne quiere volver con Matéo y, al mismo tiempo, no puede evitar cierta rivalidad con esa otra mujer que la ha desplazado de su lugar natural, junto al padre. Una revista erótica con una portada muy especial, una escena de baile abstracta que transforma los cuerpos en entes que se desean, pero también se niegan, una pregunta esencial: ¿qué es la fidelidad en una pareja? ¿Importa más la fidelidad física –cualquiera sea su definición– u otras cuestiones menos evidentes a los ojos y al tacto? El profesor de filosofía no sabe bien que contestar y lo primero que surge es un tímido “es apenas una palabra, como tantas otras en el diccionario”.

En ocasión del estreno de La jalousie (literalmente, “los celos”), Garrel explicaba en un texto personal el origen autobiográfico de esa historia: “La idea subyacente es que mi hijo Louis interpreta a su abuelo cuando tenía treinta años, la misma edad que tiene Louis ahora, a pesar de que la historia transcurre en la actualidad. Y cuenta el affaire amoroso con una mujer; una mujer que yo admiraba, logrando que mi madre sintiera celos. Yo fui un chico criado por su madre y en la película soy la pequeña niña”. La historia de L’amant d’un jour es otra, desde luego, pero los conflictos, reacciones e intereses de los personajes no son otra cosa que variaciones de una misma esencia. (Cabe incluso preguntarse cuánto de la biografía de los Garrel, los abuelos, los padres y los hijos está presente en la intersección que la ficción establece con la realidad). En ese sentido, el realizador parece haber dispuesto en los últimos años los cimientos de un procedimiento similar al diseñado por Eric Rohmer en sus films de temática moderna o a aquel otro construido pacientemente por destilación por el japonés Yasujiro Ozu: una partitura cuyo leitmotiv cambia ligeramente a partir de la ejecución de variaciones, en la cual los temas se repiten en múltiples configuraciones. Como si las películas formaran parte de un tapiz de gran tamaño cuyo motivo último sólo puede descubrirse a partir de una visión general, con el aporte particular de cada una de las partes. Tomada como ente autónomo y no como parte de esa cosmogonía cinematográfica, Amantes por un día podría ser descripta como una comedia romántica pequeñoburguesa y melancólica disfrazada de drama psicológico, una fábula moral –en el sentido que Rohmer solía darles a las fábulas morales– que gusta de hacerse pasar por disquisición filosófica sobre la naturaleza del amor.