Alguien encuentra un libro caído/olvidado en un tranvía. Era/es una mañana de lluvia y julio de 1938. La palabra desprecia el infinito y anda de caravana con tres personajes por tres ciudades. Weimar, Budapest, Rosario. Klara había nacido en la casa de Goethe, Pedro era húngaro y Felipe, rosarino. En 60 líneas trataré de ser fiel al relato del metalúrgico, a un manuscrito y a la realidad de la ficción.

Le decían El Polaco, firmaba como Pedro, su pasaporte estaba a nombre de Gyula Bodor. Había nacido cerca de Pécs en 1898 y lo alistaron en el segundo año de la Primera Guerra Mundial. Combatió en el frente ruso y al declararse la paz se mudó a Budapest. En noviembre de 1918 fue uno de los fundadores del Partido Comunista de Hungría. Trabajó en una fundición y fue elegido delegado. Participó activamente en los cuatro meses y medio de la República de los Consejos. Sufrió persecuciones durante el régimen de Miklós Horthy. Una mañana de verano alzó un libro del piso de un tranvía. Tres años después, cuando Hungría declaró la guerra a la Unión Soviética, pasó a la resistencia. Toda su familia fue fusilada por los nazis. A fines de 1947 emigró hacia Argentina y se instaló en Rosario. Alquiló una pieza en la casa de un viejo carbonero en la calle Santiago al 1100. Consiguió un apodo y trabajo en una pequeña fábrica de alambres ubicada en Rodríguez y Rioja; allí fue explotado por un republicano español en una trefiladora junto al metalúrgico que me contó parte de esta historia. Un libro de tapas verdes y un cuaderno asomando.

Klara era la hija del conserje de la casa de Goethe en Weimar. Al visitar el lugar sagradamente literario, Franz Kafka se había deslumbrado con los desbordes naturales de la chica. Según los Testigos de Freud, el rechazo de Klara desarrolló la virtud literaria de Kafka. En julio de 1938, ella viajó a Budapest y se sorprendió al ver en una librería un libro firmado por él. Lo compró. Al salir del negocio, se desató una lluvia torrencial, subió al primer tranvía y se sentó junto al rosarino en el único asiento vacío del coche. Felipe era hijo de unos chacareros santafesinos, había ido a operarse de la vista en Budapest. Aquella era su primera salida después de su recuperación, Klara empezó a hablarle pero él no entendía nada en alemán. Eso no impidió que al llegar a la parada Puente Isabel corrieran juntos bajo la lluvia buscando un hotel.

Doce años después, El Polaco era un rubio corpulento y taciturno que todas las tardes se caía por el bar de Mendoza y Santiago, pedía un porrón y esperaba que se hiciera la noche con la mirada aprisionada en un viejo libro ajado escrito en alemán, escribiendo notas en un cuaderno. Sin jugar al billar o al naipe, sin hablar con nadie.

Felipe no olvidaba la alemana y se había internado en un altillo a escribir los sucesos de Budapest. Algunas veces iba a jugar al billar en el Lourdes y cuando el mozo le contó que el extraño lector no era polaco, que nacido en Hungría; trató de hacer amistad con él. Pero el centroeuropeo rehusó cualquier acercamiento con la excusa de no dominar bien el idioma. El Polaco sentía un dolor muy profundo cada vez que le nombraban algo de su patria. Su silencio hizo que Felipe  tardara varios años en saber que el hotel donde había tenido sexo con la alemana estaba en el sector de la antigua Pest y que la plaza por donde había corrido bajo la lluvia junto a la mujer, se llamaba Március 15 (15 de Marzo) en homenaje al estallido de la revolución húngara de 1848. Esa plaza ubicaba junto a la cabeza del Puente Isabel, ocupaba los mismos terrenos donde los romanos habían construido un fuerte a principios del siglo IV.  Klara nunca pudo leer "El Proceso", tampoco olvidó al chico sudamericano con el que había tenido una aventura cerca del Puente Isabel. Al terminar la Segunda Guerra, emigró a Rosario con la esperanza de encontrarlo. Se casó con uno de los marinos del "Graf Spee".

El Polaco también había viajado aquel imborrable día de la tercera semana de julio de l938 en el coche número 27 de la línea 6 de tranvías de Budapest. Pero subió unas cuadras después de que Klara y Felipe se hubieran bajado. Se sentó en el mismo asiento que ellos, allí encontró el libro que se le había caído a Klara y que años después leería en el "Lourdes".

El obrero metalúrgico que me contó esta historia también iba a jugar al billar al bar de Santiago y Mendoza en los '50 del siglo pasado, se llamaba Eleigo, es/era mi padre y me la contó la misma tarde que me regaló un ejemplar de la primera edición de "El Proceso" impreso en alemán junto al cuaderno que El Polaco se había olvidado la última vez que fue al "Lourdes". En la última página del cuaderno todavía se puede leer la caligrafía prolijamente europea: "Ninguna otra persona podía haber recibido permiso para leer estas notas. Ahora me voy y quiebro la pluma".