En diciembre de 2001 yo estaba embarazada de mi primer hijo. Miraba desde la cama a la gente caminar en las calles hacia la Plaza de Mayo con sus cacerolas. Me caían lágrimas que no terminaba de descifrar. El embarazo me mantenía en un estado de gracia, en una especie de burbuja afectiva que me separaba del mundo.

Esta vez tengo más años, un camino recorrido y la sensación de déjà vu no deja de impactarme. Por momentos finjo estar en aquella burbuja hermosa, que ahora me la dan proyectos propios que me movilizan, pero eso dura muy poco.

Ayer cuando salía del trabajo, me encontré con un centenar de policías apostados en la avenida Belgrano. Unos tenían una pecheras celestes y dudo de que realmente fueran policías, eran pibitos y pibas desgarbados, aburridos, haciendo chistes. Después estaban los otros, con los borcegos, los cascos y los escudos.

Subí al subte angustiada, la burbuja se había roto.

Ya el día anterior había escuchado el discurso de la ministra de Capital Humano --un nombre que dice mucho sobre cómo ven a las personas-- como una distopía, un discurso que apelaba a lugares comunes, desacreditados por la experiencia y por la ciencia.

En la mañana, las noticias sobre los altoparlantes en las estaciones de trenes amenazando a quienes osaran pisar la calle para reclamar por algo, y esos carteles también amenazantes diciendo que “el que corta no cobra” volvían a sumergirme en esta distopía que hoy es nuestra realidad.

Esperaba el discurso del presidente. No quería verlo, pero cómo no hacerlo. El comienzo de la transmisión me encontró en el auto y el anuncio de la radio me transportó a otro momento histórico, en que se hablaba de la “reorganización nacional”. Esta vez es una reorganización nacional dictada por una economía despótica e ignorante o más bien insensible a la vida.

Luego, la puesta en escena de la cadena nacional. El presidente rodeado de ministros sentados --la mayoría son varones-- y otros cuatro personajes parados como esbirros con caras de circunstancia mientras seguramente festejaban internamente que alguien se animara a tanto, a lo que ellos querían desde hacía tiempo, fue un esperpento.

Lejos de transmitir fortaleza, la necesidad del presidente de rodearse mostró debilidad. Esa es mi impresión, tal vez me equivoque, como no vi venir que este tipo pudiera estar ocupando el sillón de Rivadavia. Faltaban sus cuatro perros escoltando el cuadro como para terminar de dibujar su puesta de emperador.

El que sí vio venir esto fue mi hijo mayor --no el único, por supuesto--, ese que estaba en la panza mientras los cacerolazos inauguraban una forma de protesta argenta.

Entre quienes dicen que hay que guardarse para que Milei se caiga solo y los que lo votaron se den cuenta de que no van a poder comer, ni viajar, ni respirar, y quienes reclaman que hay que poner un freno, no dejar que pulverice el Estado y a la sociedad en pocos días, me ubico dentro de los segundos.

Pero cómo hacerlo.

Las noticias de los cacerolazos esa noche de abatimiento fueron una sorpresa que me trajo un poco de alivio.

A la 1.30 mi hijo me escribió diciendo que se iba al Congreso. Vi su mensaje esta mañana porque ya me había acostado. Al rato me llegó el mensaje de un amigo, que me mandaba una foto de un joven hablando en la calle con C5N y me preguntaba si era mi hijo.

Me dijo que no escuchó bien lo que decía pero que terminó con Viva Perón y Viva Riquelme.

Eran las 3.30. Y sí, era mi hijo.

Tal vez se me escaparon algunas lágrimas, esta vez supe por qué.