El viento que ruge puede hacer que se abran las flores de la luna, las flores inmortales, las flores de primaveras infinitas, que no tendrían más que levantar los ojos, abrirlos, para sorprenderse del aroma que sube de la tierra y se duplica con una perspectiva anaranjada, rosada, de canarios que silabean el recuerdo de Silvina, Silvina Ocampo, que va buscando, con sus consonantes, las vocales del sueño y dice, dirigiéndose a las nubes, que la gramática es mentirosa, o por lo menos es imposible que posea una verdad poética.

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Con las dos manos en la cabeza mira el único deseo que está sobre el piano mansamente repetido, a medio camino entre la parafilia y la declamación, fingiendo pensar sólo en sí mismo, hasta que llega un momento en el que ya no puede aceptar las cosas horribles que suceden, y entonces, Bérenger se mueve, me busca con una voz imposible, sin quitarse las dos manos de la cabeza, y el único deseo ahora está en los ojos, y los ojos en el espejo de Ionesco que refutan las vigorizantes pompas de la estructura teatral que no se mimetiza y por ello nombra todo lo que es a-real, por ello me nombra.

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Como quien estuviera familiarizándose con la duda Luigi, Luigi Pirandello, en una suerte de receptividad abierta, sino por unas horas, al menos, eternamente, me dice que no escribe por temor a la realidad, a no saber qué hacer con ella, dónde guardarla, en qué ideal estético que combine misterio con ronroneo mental, elegancia con abismo, sino que escribe como quien hace lumen, para medir el flujo luminoso, la cantidad de luz visible en un ángulo determinado de los personajes que existen, y que no quieren ser personas, pero eso no merma la existencialidad anímica, azarosa, orillada, donde se rompen ondas, olas, o la frente.

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Rodolfo, Rodolfo Fogwill, parte del todo, cifrando espera, y cuando ya el todo parece acabado, tiene sueños sin tener sueño e inventa un hilito de sangre independiente porque siente que es absolutamente necesario tener un hilito de sangre independiente bajo los ojos, hacerla parte de la otra mitad, y el intercambio es asombroso, un soliloquio rojo, lejos de las grandes escenas, dentro de un inmenso laberinto color manteca, punto de partida de todos los libros que nunca llegaremos a leer, certeza diurna que se arrastra hacia adentro, hacia la osamenta y los músculos, desde la pelvis hasta la cabeza, sin esa certeza y sin ese arrastre, uno nunca llega a concebirse, dice el viejo.

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También porque solemos degollar escarabajos, noche tras noche, al otro lado de la fantasía de quedar atravesados durante media hora, entre la lluvia y las luces, perpendiculares al tiempo, alrededor de la lengua, tan (in)esperadamente (in)experta, recién salida de un horóscopo vuduísta, lengua que no tiene los ojos castrados en sus papilas gustativas, dice Georges, Georges Bataille, dulce escarabajo, recorriendo mis órganos de placer, atento a la señal.

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Un punto cálido, de primavera, gigante, con su pequeño silencio dentro del nuestro, con su trabajo secreto de la alquimia, en medio de otras sensaciones que atraviesan, en medio de una calle, de un beso, de una palabra, ese día se acercó demasiado, armada de vertientes en un primer momento, después, en medio de otra calle, de otro beso, de otra palabra, me miró y yo me azoré, Marosa, Marosa, dije, supliqué, y levanté el velo caligráfico que duró años y años, o todavía más, y empezó a girar, el punto pelirrojo de Marosa con grandes labios mayores y celestes labios menores a los que se les ocurrían murmurios y ganas.

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Necesito silencio, dice Martin, Martin Heidegger, alejándose de los que sueñan (piensan) las mismas cosas, y produce el reverso de un reverso como si fueran mellizos asimétricos, al margen de toda materia acartonada y pálida, una gasa extremadamente fina, música de otro lugar, una telepatía de lo cósico a la cosa, de la rosa a su aura, mientras la sana razón sigue al lado de las uniformaciones imperantes y del hombre de la calle, con su opinión de noticiero que pretende erigirse como tribunal del pensamiento, pero no hace que el aura de los hombres y el aura de las rosas, despierten.

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