"Esta noche Alabama hace que la humanidad dé un paso atrás. Gracias por apoyarme. Los amo a todos", fueron las últimas palabras de Kenneth Eugene Smith, que fue sometido a la pena capital y asfixiado con nitrógeno puro en Alabama, a las 20.25 del jueves, hora local. En 2022, el condenado había eludido la inyección letal por puro azar: se salvó porque luego de cuatro horas --el tiempo estipulado legalmente-- su verdugo no consiguió conectarle la vía intravenosa. La técnica estrenada en el sur estadounidense es empleada habitualmente en cerdos, por lo que la controversia principal sobre el primer caso humano giraba en torno al sufrimiento que podía ocasionar. Smith fue ejecutado luego de estar durante 30 años en el corredor de la muerte, la sección de la cárcel destinada a los reclusos que aguardan su final. 

El conocimiento científico puede emplearse para salvar una vida de manera impensada hace décadas, o bien, para todo lo contrario al provocar una muerte que parecía esquiva. La metodología, que provoca hipoxia al no suministrar oxígeno, fue autorizada en 2018 y hasta esta ocasión no había sido probada en la historia del país. Como fue la primera vez, no existía evidencia suficiente sobre sus efectos. Comúnmente, el nitrógeno provoca el fallecimiento en operarios que afrontan accidentes industriales, así como también es utilizado en suicidios.

Pese a una solicitud reciente presentada por Smith, un tribunal de apelaciones rechazó suspender la ejecución. El preso formó parte del grupo de personas que en 1988 asesinó a sueldo a Elizabeth Sennett, la esposa de un predicador que mandó a ejecutarla para cobrar el seguro y pagar deudas. Si merecía esta pena fue decidido por la justicia; sin embargo, un interrogante continúa abierto: ¿qué dice la bioética sobre un método como el que se aplicó al recluso?

Desde hace décadas, la bioética reflexiona y construye una postura crítica sobre los horrores cometidos por científicos nazis en los campos de concentración. Así es como la historia del campo disciplinar se escribe en paralelo a la historia de los derechos humanos. “La Declaración Universal de los Derechos Humanos (ONU) de 1948 que plantea la dignidad y la protección de la vida, tiene su antecedente inmediato en el Decálogo de Nuremberg, esos 10 principios que fueron parte de la sentencia de juzgamiento a los médicos nazis que justamente experimentaron de la misma forma en que se hace en este caso. Son comparables porque en ambos no se busca promover el bienestar, sino provocar la muerte”, expresa a Página 12, Ignacio Maglio, abogado y miembro del Consejo Directivo de la Red Bioética de Unesco.

Conejillo de Indias

En la cámara, a Smith le colocaron una mascarilla hermética mientras escuchaba la sentencia. Tras ofrecerle pronunciar unas últimas palabras, activaron el protocolo y el mecanismo de muerte se puso en marcha: el procedimiento indicaba que debía recibir nitrógeno durante 15 minutos, o bien, "cinco minutos después de una indicación de línea plana en el electrocardiograma, lo que dure más". En un procedimiento que, según se calcula, se prolongó durante 25 minutos, el relato de los testigos reproducido por los pocos medios que tuvieron acceso menciona que “a las convulsiones iniciales” le siguieron “temblores” y “lapsos de respiración fuerte”.

La justificación que funciona como pretexto para la aplicación de esta nueva metodología es que las jurisdicciones buscan opciones ante la falta de fármacos para inyecciones letales. Además de Alabama, Oklahoma y Mississippi son los otros Estados que, según su marco normativo, están en condiciones de recurrir al nitrógeno en caso de ser necesario. Maglio insiste: “La investigación siempre tiene que tener un propósito de mejora en la calidad de vida de las personas. Cualquier propuesta de investigación con seres humanos nunca podría tener como objetivo provocar la muerte de una persona, es inmoral. De ninguna forma pueden avalarse investigaciones si están vinculadas a provocar la muerte en reclusos, en individuos privados de su libertad y condenados”.

Pese a la tendencia internacional orientada a la abolición de la pena de muerte, Estados Unidos, la nación que reivindica los valores de la libertad, en pleno siglo XXI prolonga el terror a través de medios renovados. Pero EEUU no es el único, ni siquiera es el más radical. Según Amnistía Internacional, durante 2022, se emplearon ejecuciones tales como la decapitación, el ahorcamiento, la inyección letal y armas de fuego. Las naciones que lideran el ranking son China, Irán, Arabia Saudita, Irak y Egipto. Al finalizar ese año, en todo el mundo, al menos 28.282 personas estaban condenadas a la pena capital y 883 fueron ejecutadas.

¿Sufrimiento innecesario?

El caso de Smith estuvo en agenda porque se trató de la primera vez que la técnica de nitrógeno fue utilizada. En la previa, mientras que los defensores del método aseguraban que el gas nitrógeno provocaba una "inconciencia casi instantánea", quienes la rechazaban planteaban sus dudas al respecto y comparaban al condenado con un animal de laboratorio. De hecho, buscaban impugnar el protocolo porque “podría provocarle un derrame cerebral o dejarlo en estado vegetativo” si fallaba.

"El mundo no se puede permitir que se mate de una forma tan bárbara", dijo Mario Marazziti, cofundador de la Coalición Mundial contra la Pena de Muerte, en una rueda de prensa en Roma. Solicitó, sin suerte, “evitar una vergüenza mundial con esta ejecución”.

Las voces críticas también llegaron de Naciones Unidas, cuyos expertos argumentan que el método podría ser una muestra de “tratos crueles, inhumanos o degradantes o, incluso, tortura”. En su artículo especial, desde la ONU, difundieron lo siguiente: “Los castigos que causan dolor o sufrimiento severo, más allá de los daños inherentes a las sanciones legales, violarían la Convención contra la Tortura de la que Estados Unidos es parte, al igual que el Conjunto de Principios para la Protección de Todas las Personas Sometidas a Cualquier Forma de Detención o Penitenciaría que garantice que ningún detenido será sometido a experimentos médicos o científicos que puedan ser perjudiciales para su salud”.

Así es como para algunos exponentes, con el acontecimiento culminado se violó la prohibición de tortura, en la medida en que presuntamente existía la chance de que el condenado no muriese como estaba proyectado sino que lo hiciera ahogado a través de vómitos. Maglio advierte lo siguiente: “Tanto la pena de muerte como la posibilidad de experimentar métodos para provocarla en humanos son dos prácticas aberrantes. Para nosotros, que profesamos una bioética con perspectiva de derechos humanos, son prácticas de tortura, ultrajantes, agraviantes, inhumanas”. Y continúa: “Sabemos que la vida es un bien jurídico protegido por la bioética. Solo es disponible por la propia persona en condiciones de autonomía, por eso estamos a favor y promovemos la libertad de poder decidir sobre el propio cuerpo, tanto en la eutanasia o al suicidio médicamente asistido”.

Estados Unidos y su propia historia de terror

Hacia mediados del siglo XX, Estados Unidos protagonizó la época dorada de la investigación, pero no todo progreso está libre de aberraciones. Entre 1932 y 1972, el Servicio de Salud Pública de Alabama realizó ensayos ininterrumpidos para evaluar cómo era la progresión natural de la sífilis en caso de no contar con fármacos. En este afán, recurrió a afroamericanos analfabetos, que no habían dado su consentimiento informado, sino que por el contrario eran engañados bajo el pretexto de que “tenían mala sangre”. Se estima que más de 600 individuos --399 enfermos y 201 sanos-- fueron analizados durante esas cuatro décadas. Uno de los principales nudos de conflicto fue que los sujetos de estudio tampoco recibieron el tratamiento en base a penicilina, pese a estar disponible a partir de los años cincuenta. De la población reclutada, se estima que 28 fallecieron y más de 100 exhibieron complicaciones relacionadas con la enfermedad.

A inicios de los 60, otro de los antecedentes más escalofriantes fue el de las pruebas realizadas en el Hospital Judío de Enfermedades Crónicas en Brooklyn. Allí, a través de un consentimiento informado que no brindaba toda la información necesaria a quienes se ofrecían como voluntarios, los médicos inoculaban células vivas de cáncer. Buscaban conocer cómo actuaba el sistema inmune ante este mal sistémico.

Hacia final de la década también fue noticia lo sucedido en Willowbrok State School, Nueva York. En un colegio para personas con discapacidades mentales, ante la pobre oferta de opciones en donde estudiar, las autoridades ofrecían a las familias el ingreso de los niños a cambio de que fueran infectados con hepatitis, porque el objetivo era evaluar las respuestas fisiológicas en individuos sanos y enfermos, y así desarrollar una vacuna.

Aunque, con justa razón, se suele recordar el terror de los médicos nazis, los profesionales norteamericanos también tuvieron lo suyo. La historia de la ciencia está plagada de oscuridades y, a menudo, el mismo progreso que trae luz, también proyecta sombra.