Laura Ortiz Gómez nació en Bogotá pero vivió siete años en Buenos Aires. Estudió Literatura en la Universidad Javeriana, trabajó como promotora de lectura en regiones rurales de su país, realizó la Maestría de Escritura Creativa en la UNTREF y publicó su primer libro de cuentos, Sofoco (Concreto Editorial), con el que obtuvo el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica 2020. Ahora presenta su segundo libro, Diario de aterrizaje (Bosque Energético), que cruza no ficción y relato autobiográfico con elementos ficcionales a partir de una operación literaria de extrañamiento.

La autora colombiana ya conocía Bosque Energético, el sello fundado por Eugenia Pérez Tomas y Andrés Gallina que en su catálogo tiene títulos como Diario inconsciente (Santiago Loza), Diario de los quince (I Acevedo), Diario de un guardavidas (Natalia Figueroa Gallardo) o Diario de limpieza (Matías Moscardi). Antes de regresar a su país natal, Laura había comprado varios y quedó fascinada con el de Loza: “Me pareció espectacular porque tiene algo muy delicado y profundo en su escritura”. Entonces pensó: “¿Qué tal si me propongo hacer algo así como ejercicio de escritura?” Ese fue el origen. Laura cuenta que hace años lleva su propio diario, pero se trata de un espacio sin ningún cuidado estético porque “son puras quejas, locuras, vómitos”.

(Crédito: Editorial Bosque Energético)

Esos materiales le interesaban porque había “una apuesta estética, algo fuertemente ficcional, una operación literaria”. Laura veía un material deforme y desordenado, hasta que se lo envió a Eugenia (a quien conocía de la maestría) y ella, con mirada de editora, registró que ahí había un libro. “Me asusté un poco –confiesa Ortiz–. Eugenia y Andrés fueron quienes fragmentaron el diario. Creo que en gran parte son responsables de la autoría porque generaron una estructura que le da al texto el aire necesario para que lo que hay pueda brillar. Fue un proceso súper bonito e inesperado”.

¿Cómo es esa operación de cruzar lo autobiográfico con la ficción?

–Lo más importante se juega en la forma. Yo trataba de evitar un diario confesional porque iba a ser aburrido, algo que sólo atañe a quien lo escribe. ¿Qué me importan tus problemas? La cuestión era cómo traducirlo para un lector. Intenté aplicar la mirada de cuentista: seleccioné escenas que me impactaron por alguna razón o personas que me dijeron algo significativo. Ese movimiento altera la experiencia y en algún sentido la vuelve ficcional porque una juega a hacer operaciones narrativas sobre la vida. También incorporé un lector imaginario, que no es lo que haces cuando escribes un diario.

–¿Qué mirada tenías sobre la no ficción?

–Yo quería saber cuál era la clave del género pero experimentándolo en la escritura. Lo miraba con cierta desconfianza porque me parece que está de moda, es un síntoma de época y a veces desprestigia un poco la ficción. Al hacer esto me di cuenta de que es difícil; son apuestas muy distintas. En no ficción no tienes un cierre espectacular, puedes hacerlo pero estarías contaminándolo. No hay un saber completo ni puedes generar esa espectacularidad que logras en ficción al tensionar las cosas para que lo horrible sea mucho más horrible y lo luminoso sea mucho más luminoso. Tienes que hacer las paces con lo inacabado. Es un poco angustiante porque en ficción tú decides todo, eres la reina. Pude sentir más admiración por la gente que trabaja con un material tan difuso como la vida. Eso me enseñó humildad. De todos modos sigo reafirmándome como escritora de ficción y en este diario veo un ejercicio.

Desde su casita de San Telmo, Ortiz escribió cuentos que hablaban de la belleza de Colombia y también de su violencia. Desde Bogotá, en cambio, escribió un diario que de algún modo habla de su amor por Buenos Aires. “Me pregunto por qué hago esas operaciones de desplazamiento. Creo que la literatura tiene que ver con una mirada extrañada. Ahora estoy trabajando en una novela que es sobre Buenos Aires y esa casa se volvió como un fantasma en muchos niveles”. En el diario aparece la noción de desmigrar, que ella define como “algo parecido a migrar en el sentido de que uno tarda mucho tiempo en entender dónde está. Es Bogotá pero a la vez no. Hay un estado de mucha soledad en el que se mueve, es el precio que uno paga. Este diario intenta describir ese vínculo afectivo con una ciudad, como si fuera una pareja”.

“Me tuve que ir muy lejos, por mucho tiempo, para ampliar mi vocabulario”, escribe en una de las entradas. “Cuando migré a Buenos Aires tenía una resistencia activa a hablar en rioplatense –cuenta a Página/12–. Era una posición política: no quería que mi acento se asimilara ni pasar por porteña, para mí era importante que la gente supiera de dónde venía”. Ortiz solía burlarse con una amiga de ciertas conjugaciones verbales propias de los porteños. Hoy se sorprende al encontrarlas en su libro: Buenos Aires se las arregló para filtrarse en su lengua. “Al principio me dio vergüenza pero hoy me conmueve porque la contaminación tenía que ocurrir”, dice, y recuerda cómo le costó volver a decir “aguacate” o “pimentón” en su tierra, palabras que le quedaron fijadas por el terror que tenía de pronunciarlas mal en la verdulería.

La escritora está al tanto de lo que ocurre en Argentina con la Ley Ómnibus que pretende arrasar con la bibliodiversidad. Consultada sobre ese tema, opina: “La diversidad de editoriales y de voces en esa industria tan bonita hace que la definición de lo literario sea muy plástica, abierta y participativa. Cada editorial tiene un proyecto y en el catálogo está implícita su concepción de lo literario. En Colombia la literatura era la literatura universal clásica: el canon. A mí esa disposición juguetona me parece que es posible porque hay muchas editoriales pequeñas que a uno le pueden gustar o no pero terminan nutriendo a todo el mundo. No puedo creer lo que está pasando, es una cosa avasalladora que ataca a todos los sectores. Me formé en la universidad pública y ver eso amenazado me angustia. La bibliodiversidad argentina es algo que desde afuera vemos como una rareza. Por esto son reconocidos en Latinoamérica y en el mundo. Atentar contra eso es atentar contra la posibilidad de que existan nuevas voces, porque si el mercado es manipulado por los grandes actores nos vamos a quedar con lo que más vende que no es necesariamente lo más interesante o arriesgado. También se leen entre ustedes y eso está pasando acá gracias a Argentina: yo hablo con pequeños editores colombianos y miran lo que pasa allá, quieren lograr lo que ustedes lograron”.