“El año más horrible de mi vida fue el 2016. Fue el año en que migré a la Argentina”, escribió hace poco en redes la autora colombiana Laura Ortiz Gómez para celebrar la edición de su primer libro de cuentos en el país que la hizo crecer “con cinco patadas en el culo” pero también la empujó “al camino selvático y tupido de la creatividad”. El libro en cuestión se titula Sofoco (Concreto Editorial) y surgió como proyecto de grado de la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF. Nueve cuentos que ficcionalizan Colombia con una voz potente, poética, por momentos incómoda, para rescatar lo humano en medio de la violencia.

Ortiz se graduó en Literatura con la creatividad bloqueada. Sentía que la academia no la había potenciado en el proceso de escritura sino que “había fortalecido al crítico interior que dice que todo lo que creas es horrible”, comenta en diálogo con Página/12. Al recibirse empezó a hacer trabajo comunitario en bibliotecas públicas rurales. Eso le permitió viajar por Colombia y conocer los diversos territorios que aparecen en el libro. Pero era difícil desempeñarse como promotora de lectura sin la voluntad política necesaria para sostener el proyecto: “Me agoté, renuncié y me fui a las playas colombianas. Ahí conocí a un chico porteño, me enamoré y tomé la decisión loca de venir a vivir a Buenos Aires sin ninguna red creada previamente. Al llegar tuve un gran choque cultural, me costó tejer un sentido, no entendía muy bien qué era lo que estaba haciendo acá”.

-Esa sensación de extranjería atraviesa el libro. ¿Cómo fue el proceso?

-La extranjería me dio una experiencia vital y un gran aprendizaje. Cuando hacía promoción de lectura en territorio intentaba tejer relaciones horizontales, pero siempre era vista como la señora blanca de Bogotá que viene con libros, la doctora. Migrar significó salir de mis privilegios y ser leída desde otro lugar. Me causó un gran impacto pasar a ser la otra, la rara. Entendí en carne propia lo que significa ser otrificado y me generó cierta solidaridad universal con los migrantes: tú los entiendes, sabes lo que han vivido y hay algo fuerte ahí.

-¿De qué manera impactó esa experiencia en tu escritura?

-Fue muy potenciador porque la industria editorial aquí es muchísimo más grande y diversa, ustedes se leen a sí mismos y eso me parece fabuloso. Aquí se consume literatura argentina contemporánea; en Colombia tenemos la mirada puesta en Europa o Estados Unidos, casi no se compran autores colombianos si no es García Márquez o gente consolidada. Me encontré con un universo en constante creación, con pares e interlocutores y muchos espacios de aprendizaje. Todo eso me nutrió y creo que en el libro hay cierta liberación que tiene que ver con un territorio que rompe con lo represivo. Aquí hay un montón de movimientos para salir de eso; en Colombia estamos más contenidos, o al menos yo lo estaba.

-La naturaleza es un personaje más en estas ficciones, ¿no?

-Sí, quería que fuera un personaje, una fuerza que reacomoda las historias. En Colombia la naturaleza es indómita, aún cuando hay proyectos extractivistas que intentan acabar con ella. Y a veces habla: hace poco el alcalde de Bogotá se perdió con su comitiva durante nueve horas en los Cerros Orientales, donde se pretendía montar un proyecto de viviendas de lujo, y el ex presidente Uribe tuvo que interrumpir un acto por el ataque de un enjambre de abejas africanizadas. Compuse el libro pensando en esos ecosistemas tan diversos. Empezaba a sentir un cuento, recordaba el Magdalena Medio o los Montes de María, ponía música del lugar, trataba de meterme en ese espacio y luego cada ecosistema se iba condensando en los personajes.

Contrastes

Muchos cuentos transcurren en zonas rurales y algunos de ellos abrevan en la mitología de esas regiones como “Esperar el alud”, que recurre a la leyenda del hombre caimán; Ortiz asegura que las comunidades tienen un gran acervo narrativo con “mitos y leyendas que condensan capas de sentidos muy profundos”. En “La cajita de Avon”, por ejemplo, cruza el clima asfixiante de Ciénaga de Oro con el crudo invierno de San Petersburgo, El Capote de Gogol y el paraíso de independencia económica pregonado por la venta directa.

“El último Pibe Valderrama” funciona como contraste: mientras en la Colombia profunda padecían la violencia del paramilitarismo y las guerrillas, la población urbana estaba fascinada con la destreza de Valderrama, los mundiales, las películas de Hollywood y el Nintendo. “La ciudad le daba la espalda al país completamente y reproducíamos crueldades al interior de nuestras familias porque no estábamos contextualizados”, dice la autora de este libro que ya tiene su edición en España (Barrett) y en Colombia (Laguna), donde además ganó el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica.

-La violencia define los contextos en los que viven estos personajes. ¿De qué manera incorporaste esos escenarios?

-Siendo colombiana es difícil que no te toque el conflicto; haber crecido en un territorio en guerra te forma. Yo sentía que por ser una persona privilegiada de ciudad no lo había vivido en carne propia, pero en Buenos Aires me di cuenta de que tenía muchos traumas de guerra: me daban miedo los sonidos fuertes, si la gente gritaba en la calle pensaba que alguien iba a sacar un arma y no entendía cómo hablaban de política en el bus. En momentos de tensión apareció la pregunta por la justicia y estos personajes me ayudaron a pensarlo. ¿Cómo podemos salir de ese círculo de violencia tan tremendo? ¿Cómo hacer la paz? Esto es algo que me obsesiona.

Entre sus principales referencias, Laura Ortiz Gómez menciona a Juan Rulfo y Hebe Uhart. Del primero –a quien define como un “Dios en la tierra”– dice: “Los cuentos de El llano en llamas son retratos del problema de la tierra en Latinoamérica, de las relaciones familiares, del vínculo con el territorio. Él logra un tejido espeso, aborda la voz rural pero le da unas dimensiones que le impiden caer en el estereotipo del campesino”. De Uhart asegura: “Ella captura la oralidad pero con mucha profundidad; es como si pudiera extraer el espíritu del personaje a través de lo que dice. Y se focaliza en cosas que parecen mínimas, o en personajes anodinos, que de repente presentan un mega mundo”.

Los cuentos de Sofoco tienen el color local de la realidad y el paisaje colombianos, pero resuenan en Latinoamérica o Europa porque la violencia, los vínculos, la naturaleza o el deseo son cuestiones universales. La narrativa sobre las violaciones a los derechos humanos perpetradas por el Estado puede ser leída en Argentina como literatura de terror, pero esa violencia es narrada con una voz poética. “Me interesaba contar la violencia para contrastarla con la dignidad de las personas que conocí en mis viajes –dice Ortiz Gómez–. La generosidad de gente que ha vivido masacres me conmovía. Quería narrar la guerra pero también a quienes la atraviesan, porque esas personas son solidarias en condiciones de mierda. Es gente muy bella”.