El cuento por su autor

En un tiempo viajaba seguido a Montevideo. En ómnibus. Eran coches anchos, con espacio entre asiento y asiento. No tenían aire acondicionado, pero se abrían las ventanillas y entraba el viento cálido si estábamos en verano. Viajaba de noche porque era el único horario que había. Cuando las luces se apagaban y el ómnibus tomaba velocidad, empezaban las conversaciones. Si estaba predispuesta y sentada en el asiento adecuado, siempre podía escuchar una historia. Una vez, en los asientos de adelante iban dos mujeres. Una hablaba más que la otra, tenía una voz agradable y de a ratos hablaba tan bajo que la conversación era un susurro. Intuyo que la semilla del cuento se sembró en esos silencios. Hablaron de varias cosas. Saltaban de un tema a otro. Lo último que escuché fue acerca de un asunto confuso entre dos hermanos que ellas parecían conocer y que se estaban preparando para visitar al padre. Había tensión o dudas en el viaje que planeaban los hermanos, pero no estoy segura, a lo mejor me pareció. Nunca supe qué pasó porque me quedé dormida. La mayor parte de las veces me pasaba, el traqueteo del viejo ómnibus me adormecía, pero la escena ya se había instalado en algún rincón de mi cabeza. Con el tiempo insistió. Las voces de dos mujeres que una noche conversaban a solas. Entendí que eran hermanas. Me gustaba el tono que usaban. En la oscuridad, todas las conversaciones tienen el tono de una confesión. A la mañana, cuando terminaba el viaje, encandilada por el resplandor del día y de su promesa, olvidaba lo que había escuchado.

HERMANOS

Habíamos salido en el ómnibus de las once de la noche. Cada tanto, en medio de la oscuridad que tiene el campo en invierno, se veían unas luces lejanas. Eran caseríos perdidos que parecían estrellas caídas. Algunos pueblos tenían nombres de mujeres. El ómnibus aminoraba la marcha y yo intentaba leer los carteles que aparecían a la vera del camino; algunos estaban descoloridos, en penumbras, o tapados de yuyos; cuando un pueblo quedaba atrás me adormecía escuchando la respiración, el coro grande de la respiración, de todo el pasaje en la oscuridad. En el asiento de al lado estaba mi hermano que parecía dormir, pero tal vez tendría, como yo, los ojos abiertos mirando hacia la negrura, esperando que el día nos trajera el final del viaje. Lo miré de reojo: tenía a la vista los dos remolinos en el pelo y había estirado las piernas. Mi hermano y yo no tenemos la misma madre, pero sí el mismo padre. Y se había ido, hacía tiempo, sin razón o excusa. Entre nosotros dos no pronunciábamos la palabra abandono, al menos, no en voz alta; tal vez porque hay cosas que se deben dejar imprecisas, como oportunidad que se ofrece al destino. Hacíamos este viaje para encontrarnos con él. Íbamos de sorpresa a visitarlo. El reloj que llevaba mi hermano en la muñeca brillaba en la oscuridad. Era un regalo de papá que nunca había le había visto puesto hasta ese día; mi hermano debe haber creído que era un gesto bueno, ponerse el reloj para aparentar que lo usaba. Era un reloj grande, aparatoso, que atrasaba veinte minutos. Cuando marcó las cuatro y cuarenta le toqué con suavidad el brazo y dije:

—La frontera.

No sé por qué dije la frontera. Podría haber dicho la aduana. Él me miró. Tiene los ojos grandes y negros, como su madre. Yo los tengo verdes, como mi mamá.

—¿La frontera?

—Sí — dije.

Una luz blanca entró por la ventanilla y casi al mismo tiempo se encendieron las luces del ómnibus; miré alrededor: nuestras caras pálidas, el pelo revuelto, la ropa arrugada.

—¿Qué es la frontera?

Mi hermano tenía la costumbre de preguntar lo que ya sabía. Para oír una vez más las explicaciones, para comprobar si yo me contradecía, o simplemente para joder. Lo observé en silencio.

Se acomodó el reloj y después lo consultó como si fuera de fiar.

—¿Es la aduana?

—Sí, donde piden los documentos. O el pasaporte.

—¿Los tenés vos?

—Sí.

La azafata del ómnibus pasó retirando los documentos. Cuando estuvo cerca de nosotros, mi hermano me preguntó en voz baja si había traído el permiso.

—¿La autorización de tu mamá? —dije y me toqué la frente con la mano—. Me la olvidé.

La azafata se paró frente a nosotros. Abrí la mochila y saqué los dos documentos, de uno sobresalía un papel blanco dentro de un folio transparente; levanté la cabeza. Podía oír la respiración agitada de mi hermano.

—El permiso del menor —dije. Sonreí. Ella sonrió.

Era una chica joven que llevaba el pelo recogido con un moño de terciopelo azul, bajo y discreto. Leyó con detenimiento el papel, abrió los documentos. Sus ojos fueron desde la fotografía a nuestras caras dos veces por lo menos. Al final dijo: muy bien, y siguió su camino por el pasillo, caminando de costado como un cangrejo. Cuando se alejó, mi hermano suspiró.

—Te asustaste —dije y me reí.

—Con el trabajo que costó que mi vieja firmara —dijo con seriedad.

En ese momento pareció más grande, como cuando leía el diario a la mañana, antes de ir a la escuela, y estaba en quinto grado. Cuando papá se fue, el diariero siguió tirándolos por debajo de la puerta. Ya nadie leía; se amontonaban sobre una banqueta en el living. Un día mi hermano empezó a leerlos. Cuando le pregunté si le gustaba, se encogió de hombros y dijo que lo que le gustaba era que el diariero siguiera viniendo todos los días.

Llegamos al paso fronterizo. El ómnibus se detuvo. Me puse el abrigo y ayudé a mi hermano a pasar un brazo por la manga de la campera, después le acomodé el cuello de la camisa.

—Afuera debe hacer frío.

Nos alejamos de la zona de trámites donde la azafata había entrado con los documentos. Estábamos al borde del playón de cemento de la aduana, mirando hacia el campo, en silencio. Se oían unos grillos. Mi hermano sacó una mano del bolsillo de la campera, señaló un grupo de luces diminutas que se prendían y apagaban en la oscuridad.

—Cuántas luciérnagas —dijo—, como en el campo.

Nuestra casa del campo tenía un tanque australiano, un molino y una pileta de natación. Todavía vivíamos juntos y a veces pasábamos ahí los fines de semana. Recordé una tarde del último verano en esa casa: mi hermano jugaba en el agua y yo tomaba sol al borde de la pileta. No quería mojarme, tenía el pelo alisado y me gustaba un chico, hijo de unos amigos de la familia. Creo que mi hermano sabía porque empezó a salpicar agua, pataleaba, se tiraba de bomba, nadaba mariposa. Me levanté enojada, agarré el libro, el bronceador de zanahorias y me fui. El recuerdo de esa tarde en el campo me dio risa. La azafata salió de la oficina y mientras subíamos al ómnibus se lo conté a mi hermano. Nos reímos. En la ruta apagaron las luces, enseguida se oyeron toses y unos susurros; al rato solo se oía el motor y el viento en la ruta. Mi hermano dijo:

—¿No lo viste más al chico?

Miré por la ventanilla sucia de tierra de todos los caminos por los que habíamos andado: empezaba a amanecer. Estábamos en ese tiempo incierto en que el día es noche y la noche es día. El chico que me gustaba me había enseñado a cazar luciérnagas, a ponerlas entre las manos y mirar como nuestros dedos se iluminaban. Las soltábamos rápido, yo no hubiera tolerado que murieran por mi culpa. Creo que él tampoco. Enseguida corríamos detrás de otras. Había tantas. Tantas luciérnagas como estrellas en el cielo.

—No lo vi más —dije.

Pero mi hermano ya tenía la cabeza inclinada sobre mi hombro, apenas apoyada, los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos cerrados y se oía un ronquido suave. Lo miré. Has crecido mucho, pensé. Hacía tiempo que mi hermano y yo no vivíamos en la misma casa, desde que su mamá y papá se separaron entonces papá se fue un día sin avisar y su mamá dijo que ya nada nos unía, que lo mejor era que me fuera. Mi hermano y yo nos veíamos de tanto en tanto. La casa del campo se había vendido, mi hermano había empezado a leer el diario y yo vivía sola. Un cartel al lado de la ruta decía Mercedes. Me adormecí, hasta que la claridad de la mañana atravesó la ventanilla del ómnibus. Un cartel decía Cardona. Calculé que faltaba poco, pero seguí durmiendo; cuando desperté mi hermano estaba en el pasillo con las mochilas en la mano.

—Llegamos —dijo.

El ómnibus estacionó en una calle ancha. Todavía la ciudad no tenía una estación terminal. Bajamos, mirando para todos lados, moviéndonos despacio. Las personas que pasaban parecían recién levantadas. Vimos a la azafata entrar en una pequeña oficina de la compañía de ómnibus. Estábamos en la ciudad de papá, en un rato íbamos a estar juntos. No se lo dije a mi hermano para no preocuparlo, pero temía que a papá no le gustase nuestra visita sorpresa. ¿Cómo será su casa? ¿Habrá lugar para nosotros? Dijimos que, llegado el caso, no tendríamos problemas en dormir los dos en una misma habitación o en bolsas, como en los campamentos. Nos gustó la idea, aunque no habíamos traído bolsas de dormir. Paré un taxi. Subimos. No recordaba la dirección exacta de la casa. Mientras buscaba en la mochila el papel donde la había anotado, le dije al taxista que íbamos a una casa que está frente a un parque. El hombre sonrió, le di otras señas que parecieron orientarlo y arrancó. Seguí buscando el papel. Mi hermano abrió la ventanilla y fue mirando la ciudad. Había venido una vez con su mamá, pero era chico, dijo, y no se acordaba de nada. No encontré el papel con las anotaciones. El taxista manejó en silencio por calles arboladas, de casas bajas y cielo nublado. Más adelante dobló y mi hermano dijo:

—Es ahí. —Señaló una casa con rejas negras en las ventanas y una puerta de madera, alta, de dos hojas. Bajamos. Toqué el timbre que estaba debajo de una placa dorada donde estaba escrito el nombre de papá. Mientras esperábamos que nos abrieran, empezó a lloviznar. Tendríamos que haber avisado, pensé: ¿si ya no vive acá? ¿Si no está? ¿Si no somos bienvenidos? ¿Por qué se nos ocurrió venir, viajar así, de sorpresa? Fue idea mía, una mala idea; la madre de mi hermano tenía razón: no tendríamos que haber venido. Alguien desde adentro preguntó: ¿Quién es? No contestamos. Se abrió la puerta. Papá estaba parado en el umbral. Un poco más viejo, mirándonos con los ojos muy abiertos. Salió a la vereda y nos abrazó primero a mí y después a mi hermano. La puerta de la casa se cerró. Papá estiró los brazos, pasó uno por encima de mis hombros, el otro por los de mi hermano y nos apretó hacia su cuerpo que olía a recién bañado. Así nos fue llevando hacia la esquina, bajo la llovizna, caminando los tres como un animal de seis patas que se enreda sobre sí mismo. Anduvimos abrazados hasta que nos soltó. Sentí que algo del tiempo transcurrido se había acumulado en algún lugar de nuestros cuerpos, y que papá parecía apurado por sacárselo de encima. Nos hizo preguntas. Yo no le contestaba con precisión. Creo que mi hermano tampoco. Hacía tiempo que no nos veíamos. No era la misma voz, tampoco la misma cabeza ni eran los mismos ojos que yo había conocido. Era un extraño. Tenía la frente perlada por la llovizna. Le habría hecho preguntas, pero la lluvia se había largado fuerte entonces caminábamos uno detrás de otro, cerca de la pared hasta que entramos en un bar chorreando agua. Papá saludó a los mozos y se acercó a la barra. Al rato nos trajeron a cada uno un sándwich que ocupaba todo el plato; era rico y nos hizo sonreír por primera vez desde que bajamos del ómnibus. Papá tomó un café rápido y dijo que lo estaban esperando, que lo encontramos justo antes de salir para una reunión, que tenía obligaciones, que la vida no era fácil, que lo sorprendimos, que cómo no le avisamos, cómo no nos anunciamos, caímos así, de sorpresa, de haber sabido, él se habría hecho un hueco, pero qué lástima, che. ¿Nos vemos más tarde? ¿En este bar? ¿Cenamos juntos? ¿Les parece bien? Nos podríamos encontrar a la noche. Yo dije a todo que sí con la cabeza. Mi hermano se arremangó un poco la camisa y quedó con la vista fija en su reloj pulsera que marcaba las doce y veinticinco. Cuando papá salió del bar quedamos solos, entonces levantó la cabeza y me preguntó de qué estaba hecho el sándwich y si le daba mis papas fritas.

Cuando salimos ya no llovía, pero el cielo estaba gris. Cruzamos un parque. No nos detuvimos en ningún banco, estaban todos mojados, había barro debajo de los árboles y los perros vagabundos que tanto le gustaban a mi hermano tenían el pelaje húmedo. Había flores de invierno: blancas y de pétalos pequeños y rosales recién podados. Cruzamos avenidas y anduvimos por una calle que desembocó en la rambla. Era larguísima y seguía como una serpiente de agua toda la costa de la ciudad. Saqué la bufanda de la mochila y me la puse. Mi hermano se subió el cuello de la campera. El agua golpeaba contra las rocas de la orilla. Nos sentamos en una saliente, al reparo del viento. El reloj de mi hermano marcaba las tres. Jugamos a un juego de canciones, que nos gustaba a los dos. Las canciones tienen que hilvanarse, hay que hacer coincidir la letra con la que termina una con la que empieza otra, entonces se ensamblan y forman un tejido interminable, como ese día, como el largo camino que habíamos hecho, como la rambla. No había nadie cerca. Cantamos hasta que no quedaron canciones en el mundo, entonces empezamos a inventar. Se fueron diluyendo las canciones inventadas. Quedamos en silencio. Mi hermano miró el reloj y dijo:

—¿Vamos?

—Sí. Vamos.

Fuimos atravesando la ciudad que había empezado a encender las luces, que bajo la llovizna parecían flores de estambres amarillos, como azafranes. Caminamos hasta que encontramos la calle ancha donde estacionaban los ómnibus que venían de lejos.