El origen del carnaval es tan antiguo como la humanidad. Días de escape, festividades y bacanales donde uno busca allí donde otros días la vergüenza tiene cerrado el camino, busca las caras y caretas que sabe que tenemos en nuestra vida pero tienen prohibida su salida, se tiene prohibida, me tienen prohibida. Procesiones y carrozas de máscaras y búsquedas que hoy nos han llevado hacia los orígenes de la sangre que van hacia un lado muy especial: querer ser otro del que soy, querer animarme a otras cosas que nunca nos hemos animado aún. 

Es tanta la osadía del carnaval que ha atravesado toda la humanidad, la fiesta en la que todo vale y que nació hace 5000 años como una celebración religiosa y pasó por todas las culturas occidentales y todas las religiones y cada cual le puso el condimento según sus creencias. 

Para los griegos era la festividad por Dionisio, el Dios del vino, la perdición y la pérdida de uno mismo; en Roma, por el Dios Saturno, que necesitaba estos rituales desenfrenados para empujarlo al inframundo y dar comienzo a la primavera y el verano, y en el cristianismo encontramos dos versiones: una, más culposa que la relaciona con la Semana Santa, un tiempo que anticipa el ayuno de Jesús en el desierto, que desemboca en la entrada a Jerusalén, su pasión, muerte y reencarnación, la otra más terrenal es la que se relaciona con los tiempos de cuaresma, épocas de vacas flacas y restricciones de movilidades y épocas de carencias. También el carnaval judío llamado Purim, donde se permite la comida sin límite y emborracharse sin final.

Pero el carnaval, más allá de sus orígenes, es una celebración donde la música y la algarabía llevan a niveles en el cual el exceso está permitido, y en cada lugar del mundo adquiere una característica especial. Del Imperio Romano, la Antigua Grecia venerando a sus dioses, a la festividad unida a la cuaresma católica hasta el tiempo actual donde Argentina vive un tiempo de ajustes, carencias y falta de perspectivas para la mayoría de la población.

A nivel personal cada cual mira su cara en el espejo intentando no ser reconocido para animarse a otra cosa de lo que ha hecho en este tiempo. El carnaval representa tanto la osadía como el deseo de equilibrio.

Deseo de equilibrio es el descampado mundo donde la mayoría no tiene lo suficiente y muy pocos tienen en exceso, vicios del capitalismo que se venden en la plaza pública como virtudes de la libertad de cada quien, somos libres de morirnos de hambre y también de llevar nuestras vidas a los mayores excesos. Vender nuestros órganos está permitido, como sostuvo antes de ser presidente Milei, cada quien en su pleno uso puede festejar como quiera el carnaval de la antropofagia, una de las versiones más descarnadas del vale todo (que no es lo mismo que el todo vale) del carnaval.

Nuestro tiempo doméstico de ultraderecha y estrecheces, el disfraz de este carnaval, en definitiva, quiere mostrarnos caras nuevas de uno mismo. Vivir es animarse a otras cosas de lo que uno ha sido, festejarlo aun en estas épocas por momentos que no tienen nada de mágicas también es darle un toque burlesco. En definitiva, como en la historia se muestra por los carnavales venecianos de la comedia del arte del siglo XVI a XVIII en las que han nacido personajes tales como Arlequín, Colombina, Pantaleón, Scapino, Pierrot, que nos muestran la necesidad humana de mofarnos de las máscaras que tenemos pegadas a nuestra piel y que ese tiempo de ser otros también nos permite vislumbrar caminos novedosos que pueden conducir hacia un mejor lugar para vivir.

También muestran que domesticar los propios impulsos no es la manera. Tampoco conducirlos hacia la salvajada. Intentar un equilibrio no es lo mismo que mantenerse abstinente o en una posición de centro, muchas veces buscar lo más sensato es como decía la lucha del 68 francés, se encuentra buscando lo imposible, el mayor de los excesos: lo más sensato es lo más difícil. Un equilibrista es aquel que está al borde y se mantiene en pie, el que se arriesga a caer, su hacer pie es tanto milagroso como fruto de su esfuerzo. Estar equilibrados en este mundo, en este planeta, en este país, es la máxima locura a la que podemos aspirar. Estar en equilibrio es una aspiración, un breve instante, en el que seguimos, aunque siempre los músculos concentrados en ello, sobre todo el músculo cerebral, la mágica sinapsis del pensar que no es igual al pensamiento. No se trata en carnaval como en otras festividades de mostrar las heridas sino de crear nuevas caras y caretas, animarnos a algo distinto, creer en la belleza que no la pusieron solo para decirnos que no todo el año es carnaval, o que la fiesta hay que pagarla, o que nuestro exceso en definitiva es como decía Serrat, ir a cagar al baño del vecino, sino para lograr el acto de compresión, ese delicado equilibrio entre aprender, disfrutar, emocionarse y luchar por la igualdad de oportunidades, excesos y constricciones en la que oscila la historia de la vida.

* Martín Smud es psicoanalista y escritor.