No hacía mucho que los padres de Rodrigo Fresán habían tomado la decisión forzosa de exiliarse en la ciudad de Caracas, Venezuela. Corrían los años setenta y las razones eran evidentemente políticas. Rodrigo era preadolescente, y quizás por el calor agobiante del trópico, o la nostalgia hacia un país dejado atrás, o un gesto de silenciosa rebeldía contra sus padres, empezó a faltar a la escuela secundaria y a refugiarse en un shopping mall del centro llamado Palma de Coco. ¿Qué mejor lugar para enfrascarse en el maravilloso mundo paralelo y atemporal de la literatura? Allí leyó de todo, desde literatura latinoamericana como Cien años de soledad y El otoño del patriarca, hasta clásicos como Faulkner, Stevenson y otros. Tan atemporal era ese mundo que en el plano “real” no concurrió a clase durante dos años hasta que su padre un día llamó por teléfono a la escuela y develó el secreto de su hijo.

Por elipsis, o corte cinematográfico, un poco menos de cincuenta años después, Rodrigo Fresán se encontró solo en su casa de Barcelona. Su esposa y su hijo se habían ido un mes a la ciudad de México de vacaciones. Aquel chico que se escapaba para leer se había convertido en un escritor consagrado, premiado y traducido, con lectores fieles que siguen sus columnas en este diario y esperan sus nuevos libros para reencontrarse con la voz de un viejo amigo. Autor de libros importantes como Historia Argentina, que supuso no solamente su temprana consagración a los veintiocho años de edad, sino que pateó el tablero del cuento con una batería de recursos novedosos, referencias ignotas y una prosa que surgió con soltura y seguridad en una generación que manifestó una forma propia de contar la historia reciente del país. Su nombre figura en otras novelas de importancia como Mantra, El fondo del cielo, y una trilogía exhaustiva sobre el proceso creativo de un escritor, titulada La parte inventada, La parte soñada y La parte recreada.

Ese día, el que Fresán estuvo solo en su casa, la escena (o imagen) de un chico leyendo en un Shopping de Caracas regresó con la potencia del pasado. Había algo ahí. “Las opciones entonces eran muy claras” dice Fresán, riendo, por zoom, con la luz de la mañana que entra por su ventana. “Convertirme en un idiota Netflix o intentar escribir un libro en tiempo record”.

Se sentó delante de la computadora con la intención de contar esos dos años escolares en la clandestinidad caraqueña. Pero, como todo en Fresán, lo que empieza como una anécdota puede abrirse proustianamente hacia dimensiones desconocidas. ¿Por qué no ampliar y comentar las lecturas que hacía de chico? ¿O escribir sobre los amigos de los padres que había conocido? ¿Por qué no contar la relación de un matrimonio que se vive peleando y arreglando constantemente? ¿Y las librerías de la ciudad de Buenos Aires? La escritura empezó a avanzar como si pudiera recordar por cuenta propia.

“Cuando escribí esa parte, o empecé a escribir eso, apareció una antigua idea que tuve antes de la pandemia. Era la idea de una amnesia selectiva que borra el pasado personal de las personas pero, quien conociera a esas personas podían darse como en pequeñas neo tribus no vinculadas por la sangre o por la amistad sino por una relativa confianza. Y la primera versión salió así. Se escribió en un mes, realmente”.

Rodrigo Fresán escribió las casi ochocientas páginas de la primera versión de El estilo de los elementos, su última novela, en un mes, de un tirón. Como dijo Leila Guerriero, en la presentación, “una proeza literaria”. Y antes que se le pueda preguntar por la relación entre literatura y biografía, entre materiales personales y ficcional, Fresán aclara algo que deberá aclarar en cada entrevista con la que se enfrente, diciendo lo contrario al gesto flaubertiano por excelencia: “No es una autobiografía”, dice. “Y Land no soy yo”.

RETRATO DEL NIÑO TESTIGO

¿Qué (o, quizás, mejor sería preguntar, cómo se) cuenta El estilo de los elementos? Simplificar su extensión a un argumento resultaría en vano, pero ensayemos. La novela crece junto a un personaje llamado Land, un niño que entra en la adolescencia, un niño sabio, contrariado y tierno que parece oficiar, en muchos casos, como el testigo de una época. Se estructura en tres movimientos que varían de acuerdo a los hechos que acontecen mientras vive entre la Gran Ciudad I, la Gran Ciudad II y la Gran Ciudad III. En el devenir, su coming of age (o bildungsroman, de acuerdo a cómo sople el viento de las categorías), Land descubre tempranamente una afición voraz por los libros. Los padres de Land son dueños de una editorial llamada Ex Libris. Por su casa desfilan toda clase de escritores y músicos, artistas y bohemios, historietistas y dibujantes; un mundo que, el lector intuye, guarda un parentesco cercano, como el reverso de una radiografía ficcional, de los años sesenta y setenta en la Argentina.

En la presentación junto a Patricio Pron dijiste que "no es una novela a favor de los padres, sino a favor de los hijos". El libro parece enunciar que el aprendizaje está en los lugares y en las personas menos esperadas, pero la sensación con Land es que su lugar es de sabiduría.

-De aprendizaje, y aplazamiento, porque aplaza exámenes. Estudia para rendir exámenes, y a veces aplaza. Puede ser que sea un signo generacional lo que decís. Mientras escribía el libro tuve varias conversaciones con amigos y contemporáneos, algunos de ellos escritores, como para ver si mi infancia había sido tan particular o había algún signo común, y para mi sorpresa no del todo sorprendida, las experiencias eran similares. Éramos hijos de una intelectualidad, con padres que habían roto con sus padres, y con la pesadísima carga de la época. Uno los padece pero también los compadece, porque fue una generación a la que se le impuso la historia de la humanidad para realizar la utopía, con el Imagine de John Lennon de fondo. Había ciertas ideas políticas que para mi, con 8 o 9 años, resultaban ciertamente inexplicables. No entendía cómo podían haberse dejado seducir por este o por aquella, o por eso otro, o por aquella otra cosa.

En El estilo de los elementos vuelven gran parte de las obsesiones de Rodrigo Fresán: la relación asimétrica entre padres e hijos, el pasado como un universo en expansión, y el vínculo fundante y fundamental entre leer y escribir. Porque Land, a diferencia de su autor, no quiere pasar de la lectura a la escritura. No tiene vocación de escritor. Sus padres, sin embargo, parecen orgullosos de tener un futuro escritor como hijo, al punto tal que le regalan un manual, un libro “útil” titulado The elements of style de William Strunk Jr., bajo la premisa de que, quien domina el arte de la narración, puede dominar la propia vida. Pero Land entiende que la literatura funciona en sentido inverso; no como una copia sino como la propia vida y con vida propia; al menos, la literatura que genera un determinado tipo de impresión duradera, la que modifica la forma de percibir el tiempo, y se piensa desde el estilo que ordena a los elementos.

Ese es el efecto que crea el estilo de Fresán en el lector. Un estilo nada programático, libre y liberador, que se expande a cada página, hasta conformar un libro que funciona como un cuerpo. “No serán los libros quienes leen a sus lectores” se pregunta de manera retórica Land desde la voz del narrador (que, en el tercer movimiento, será la voz del autor que reescriba a la voz del narrador). Dime qué lees y te diré quién eres, sí, pero acá la pregunta de Land escapa a las formaciones culturales (aunque haya un viejo vizcacha llamado César X Drill), los aprendizajes sentimentales (aunque encuentre el amor en un personaje llamado Ella) o de los descubrimientos vocacionales (libros y más libros) para entrar de lleno en la monstruosidad, tal y como lo concibieron los góticos Mary Shelley o Bram Stoker. Un libro no es un objeto muerto que renace cuando encuentra un lector salvavidas que le practica respiración boca a boca. Un libro es, para Land, para el narrador que narra a Land, para Fresán que construye un narrador que narra a Land, un objeto vivo. Una cosa viva entre otras vivas contra una pared; viva y pensante. Y como toda cosa viva y pensante, es caótica, extensa, hilarante, contradictoria; densa, voraz, veloz; es triste, es alegre. Es una máquina que respira y en cada exhalación, expulsa oraciones perfectas que se hilvanan sobre el papel (digital o material) como un organismo multicelular que excede a este libro y se conecta con otros muchos libros del propio autor y de otros y otras autores y autoras.

Hay que sostener una novela de casi ochocientas páginas sin perder el ritmo. Mantener el interés en el lector en un relato cuya trama evade cualquier tipo de artilugio lógico, paranoide o policial; que no se construye desde cliffhangers, que no miente en su forma, que no cierra capítulos con la intención de aumentar la dopamina en el lector. Hay que hacer una novela extensa que se valga, como quería Gustave Flaubert (o George Contanza), sobre el estilo más puro, personal y, sobre todo, libre de toda atadura coyuntural.

“Yo no voy hacia el género - dice Fresán - intento que el género venga hacia mi. No me gusta llegar obsesionado a un libro, me gusta obsesionarme mientras lo escribo. Es una forma de mantener mi parte lectora mientras estoy escribiendo. Preguntarme qué va a pasar, a donde va esto, que gracioso esto que se me/ le ocurrió al autor. No veo mucho la gracia y la diversión con un guión tan cerrado antes de sentarme. Siempre hay una preocupación porque el lector se divierta, y con esto no estoy diciendo que se tenga que reir. Puede estar sufriendo o preocupado, por qué te vas a privar de eso como escritor. Pero a mi no me interesa la idea del escritor como Deux Ex Maquina, que lo sabe todo, como monolito de 2001: Odisea al Espacio.

Una referencia que al menos parece clara es Habla, memoria de Vladimir Nabokov. Pero también hacés mención de ¡Absalom, Absalom! de William Faulkner, cuya estructura de voces y puntos de vista parecen funcionar como referencia para tu libro.

-Tanto Nabokov como Faulkner fueron escritores que yo leí con cierta impudicia e irresponsabilidad en traducciones de cuando era adolescente. A Nabokov me lo reencontré no hace tanto, y a Faulkner lo estoy volviendo a leer ahora sistemáticamente. Es increíble cómo a veces las influencias más profundas y decisivas no son las más obvias. Si vos me preguntabas hace diez años cuáles fueron los escritores que más influyeron en mí, yo jamás hubiera dicho a Nabokov o a Faulkner, pero uno se da cuenta de que estaban ahí. Son como troyanos, estos virus que se te meten por debajo. Nabokov es para mi fundamental, los retruécanos, los juegos de palabras, la digresión. Incluso mis libros tienen una particularidad de que son muy conscientes de sus defectos y hasta incluyen su propia crítica; se ríen de ciertos excesos del propio libro. Lo que decíamos un poco al comienzo; leer y escribir.

LECTOR AL PODIO

¿Qué es un lector? En la persistencia de Land, El estilo de los elementos busca horizontalizar, bajar del podio al Escritor y traer de regreso al lector como un generador de sentido. Los lectores tienen historias que valen la pena ser contadas. Se cree que el escritor, en esta época de exposición en mesas redondas, de micrófonos y de streamings, es poseedor de un supuesto saber y de la potencia y del sentido de la escritura, pero hay también una potencia y un dar sentido en la lectura. Todo escritor fue lector, y todo lo que escribe no sale de un repollo sino que es el resultado complejo, extenso y para nada mecánico de pensar la lectura. En lugar de callar la voz de los lectores, El estilo de los elementos pone un megáfono en ese arquetipo que pareciera estar muriendo por el tiro de gracia de quien más lo necesita: el Escritor. “Cuando yo era chico -dice Fresán- los libros no estaban marcados como juveniles o infantiles. Leías a Stevenson, a Chesterton, y eran los mismos libros que había leído mi abuelo. Eran libros que te permitían saltar a otros libros, pasabas a Kerouac, pasabas a Herman Hesse, a Salinger. No se cerraban sobre sí mismos. La impresión que tengo ahora, con el auge de la literatura para jóvenes millennials, que me da un poco de pena (pena relativa porque cada cual que haga lo que quiera) es que todos esos chicos que solo leyeron a Harry Potter, ahora crecieron y solo leen a Sally Rooney”.

¿Pensás que la figura del lector como se conoció en una época va en camino a desaparecer?

-No, siempre va a haber lectores de Joyce, de Proust, de Kafka; probablemente porque va a haber más gente. Hay una paradoja y es que nunca, en toda la historia de la humanidad, se leyó y se escribió tanto como en esta era. Pero también el acto de la escritura y de la lectura se está degradando y se está pervirtiendo cuando se lee y escribe en pantallas. Conozco a mucha gente que quiere ser escritora pero no está particularmente interesada en escribir. Están más preocupados por narrar que por escribir, y para mi escribir es la búsqueda de un estilo, un idioma, algo que sea más allá de la anécdota que estás contando. La semana pasada leí las tres novelas de época de Alan Pauls (Historia del llanto, Historia del pelo e Historia del Dinero), que salieron acá en España. Son libros muy conectados con el mío, que yo me cuidé de no leer antes por terror a quedar encandilado, aunque lo leí después y el terror fue el mismo, porque, claro, esas historias están muy imbricadas con la mía generacionalmente. Y leés Alan Pauls y ves un estilo. Es otra cosa.

En el largo epílogo incluido hacia el final (con los ya clásicos agradecimientos), Fresán dice que El estilo de los elementos es un libro sobre “fantasmas”. Los fantasmas del pasado, atascados en la memoria, que buscan construir un cuerpo para tejer su historia. Fresán cuenta una anécdota. Una vez, el escritor inglés Martin Amis, fallecido en Mayo del 2023, lo previno sobre el paso del tiempo y la diferencia en las edades. Amis, que había empezado siendo un escritor joven y exitoso, tomó conciencia sobre la inminencia de la muerte a los cuarenta años de edad (Fresán no tuvo ese problema, aclara, porque nació clínicamente muerto, por esa razón tuvo una conciencia de la muerte desde el principio de los tiempos, material que usó en sus libros). A los 50, el autor de Campos de Londres, la pasó muy mal, pero a los 60 años fue para él maravilloso; sintió como si estuviera llegando a un palacio en donde se abrían las puertas de par en par. Ese palacio era el pasado.

Desde Historia Argentina hasta Melvill, la memoria ha sido para Fresán, lector de Proust, una de sus tantas obsesiones. ¿Cómo se la invoca y se lo reinterpreta, en términos literarios, ante cada nueva novela? ¿Qué anécdotas, detalles, olores, historias, merecen ser contadas, o hay que contarlo todo? ¿Se puede jerarquizar o es la extensa tierra del pasado, aquella que se recuerda tanto como la que se olvida, la forma literaria por excelencia, el lugar sagrado al que los escritores y las escritoras han acudido desde siempre? Fresán, un escritor que también comenzó su carrera tempranamente catalogado con prisa como posmoderno, encuentra en el pasado una forma de dialogar no solamente con la propia historia, sino también con los clásicos. La lectura de los clásicos, en El estilo de los elementos, como un gesto sutil de hacer vanguardia. “El futuro se achica y el pasado se agranda- dice Fresan, que cumplió 60 años. “Te empieza a gustar menos la ciencia ficción y leés más la literatura decimonónica. Lo que cambia con los años es el tamaño, el peso y la contundencia del pasado; lo cual es un poco paradójico, porque la obra es siempre memoria, en el momento en que se te ocurre una idea en la cabeza y la tecleás, eso que escribís se convierte en parte de tu pasado”.