"Cosa rara lo del baúl sin llavear. Mejor cerrarlo para seguir con la barrida. Por el polvo. Aunque antes moje la tierra, no puede saber dónde va a empezar la desgracia. Tocarlos, nunca. Más allá de que el viejo Celedonio esté en el campo o haya bajado a la ciudad montado en su caballo negro, el de la estrella en la frente, la Menora sabe que no, que los libros no, por nada del mundo.

Salvo que el viejo la llame. Ahí sí, parada a un costado de la mesa, se queda bien quieta como la roca grande del río. Nadie le ataja el corazón. Se lastima los labios por tanta mordida. Mira paciente la mano huesuda sobre esos papeles llenos de dibujos.

El viejo lee en voz alta. La Menora le mira la boca. Bien adentro de su barba larga y blanca está esa boca de brujo. Mueve los labios finos. Aunque el libro esté más quieto que su cuerpito mínimo, ella ve que los labios se le mueven. Como coplas más largas parece que dice. Más raras también. Ella no las entiende".

Así comienza el primer libro publicado este año por Ediciones Bonaerenses, la novela A ningún lugar, de Nelson Mallach. Arriesgada y difícil, la ficción se sitúa en la particularidad tomando como punto de apoyo un territorio poco explorado por la literatura argentina: los cerros andinos, geografía que alberga y moldea a su manera personajes únicos, trastocados por la experiencia. Es el espacio donde se encuentra La Menora, mujer indígena protagonista de esta historia que la acompaña en su lucha por sobrevivir en una geografía que se torna inhóspita no tanto por sus condiciones geográficas sino por los modos de relacionarse de sus habitantes: hombres y mujeres tan golpeados como ella que reproducen una violencia que caracteriza al espacio, pero también donde pueden encontrarse ciertos destellos de cuidado. Cruda y tenaz, el lenguaje propuesto por Mallach para acompañar a esos personajes (construcciones sintácticas simples, oraciones cortas, pocas descripciones) corresponden a los sucesos con altura y les otorgan entidad. 

La novela resultó ganadora del Premio Hebe Uhart de Novela de 2023, pensado para promover la creatividad artística, impulsar la escritura, fomentar la producción de novelas, reconocer y darles una visibilidad mayor a las nuevas narrativas de la provincia de Buenos Aires. "En estos tiempos en los que se cree que todo está inventado, quien lea esto podrá contagiarse de su valentía para decir 'algo nunca visto' y querer correr a contárselo a todos con la sorpresa de esas noticias que un día llegan y nos cambian para siempre. A ningún lugar tiene la peligrosidad que añoramos para nuestra literatura, esa que despierta el deseo dormido de la escritura y el hambre insaciable de leer", puede leerse en el fallo del jurado que premió la novela.

"La propia escritura promovió y yo no lo censuré", afirma el autor acerca del lenguaje riesgoso de la novela, que no edulcora las experiencias de violencia a la que puede ser sometida una mujer joven en ese ambiente rodeado de minería, donde el trabajo forzado es ley. La crudeza narrativa fue dictada por la propia historia, según sus palabras, e hizo caso al deseo de la misma. Nacido en La Plata, el escritor y dramaturgo conversa con Buenos Aires/12 acerca de escuchar a las historias, sobre leer lo nuestro como extranjeros, sobre el rumbo de la literatura argentina actual y sus espacios vacíos. 

¿Cómo surgió la idea de escribir sobre el imaginario del campo? ¿Existió alguna investigación sobre el lenguaje, sobre los lugares comunes, sobre los prejuicios para situar la novela en ese territorio?

Primero tendríamos que pensar qué representa en nuestra literatura el campo como paisaje. Ya no lo podemos concebir en torno a la dicotomía entre el campo y la ciudad, una cuestión que estuvo tan presente en la literatura argentina y hoy es puro olvido. La ciudad copó la parada y el campo parece ser cosa de otra época, una noción carente de actualidad salvo que nos refiramos a él en términos económicos o ambientales. Nadie lee a Benito Lynch ni escribe sobre sus huellas. Es verdad que la gente de los cerros cuando sale a las afueras del pueblo llama a esos lugares “campo”, pero vale aclarar que parte de esta novela transcurre en el paisaje de los cerros andinos. De haber un campo, no es el que conocemos. Contar una historia que transcurra en los cerros parte de esa primera decisión de ocupar un espacio abandonado por la literatura actual, salvo excepciones como las extraordinarias novelas de Mercedes Araujo.

Justamente lo desconocido admite imaginar un uso extrañado de la lengua. En la soledad de los cerros, ante las ruinas de una ciudad diaguita, uno se pregunta cómo debe haber sonado el cacán. De ese enigma que nunca se resolverá sale la sonoridad de la novela. No quise copiar sino inventar una sonoridad que sostenga la extrañeza del paisaje para que esos dos elementos sitúen al lector como un extranjero ante lo narrado.

La escritura de este libro parte también de un hondo conocimiento de los cerros. Si mi vida no hubiera transcurrido en ese paisaje, habría sido imposible no caer en los lugares comunes y los prejuicios con los que la centralidad cree entender las cosas. No se trata de la mirada de un narrador turista que se construye a partir de notas relevadas en una caminata circunstancial. No soy extranjero en los cerros, aunque sí lo sea. Después de tantos años los observo desde adentro. Tengo el privilegio de permanecer para observar detenidamente.

El territorio en el que está situada la novela puede ser varios lugares del país y al mismo tiempo no se especifica ninguno. ¿Cómo funcionó eso a nivel narrativo?

La novela transcurre en dos espacios bien diferenciados. Es verdad que no son fácilmente reconocibles, aunque pueden encontrarse algunas claves que invitan a ser descifradas. Lo mismo ocurre con la ubicación temporal. Hay claramente una intención en esas indefiniciones que apelan a la perturbación de la lectura. Ubicarse en tiempo y espacio es una necesidad imperiosa que tranquiliza al lector. Pienso en Mandarino de Ezequiel Pérez y, más allá, en Los santos inocentes de Miguel Delibes. Disfruto mucho de esa incertidumbre cuando leo, pero en esta novela no se trata de un capricho sino de una necesidad: borrar esas referencias apunta también a lograr esa sensación de leer algo nuestro como un extranjero. Es que lo somos un poco en nuestro país y más cuando se trata de una historia de indios. Muchos miramos a nuestro alrededor como europeos desterrados. Quizá el narrador de esta novela también lo haga.

Este narrador tiene marcas muy reconocibles: frases cortas, construcciones sintácticas simples. ¿Cómo pensas que se relaciona eso con la trama?

La complejidad en las construcciones sintácticas no fue posible en esta sonoridad porque lo que apareció fue cierto despojo para generar un decir al hueso. Ahora mismo estoy en los cerros en un pueblo perdido de muy pocos habitantes. A veces escucho y no entiendo. Muchas más, oigo que la palabra es apenas vehículo de lo necesario. Entre lo que no entiendo y esa austeridad que es muy rica en expresiones escribí A ningún lugar. Es en esa sonoridad donde considero que está el clima de la novela, su poesía.

Tenés una gran formación en teatro además de en narrativa. ¿Cómo sentís que se diferencian estos géneros a la hora de escribir y representar una historia? ¿Desde el inicio esta historia fue una novela?

Esta historia nace como una novela, pero eso no quiere decir que el teatro esté ausente. El maestro Ricardo Monti decía que toda obra de teatro encierra una novela. En su taller proponía como trabajo previo escribir fragmentos narrativos evitando el diálogo. Los llamaba visualizaciones. De ahí que en mí ese límite resulte borroso. La novela puede que esté escrita como una gran didascalia que finalmente posibilite la escena. Además, la dirección teatral, si me dio algo, fue el refinamiento de la observación. En un ensayo uno pone la atención hasta en el movimiento más imperceptible porque ahí puede encontrar algo de la verdad buscada. Hace años que observo cuerpos que accionan. Seguir a la Menora con una cámara a sus espaldas fue parte de eso mismo: visualizarla, entenderla en sus detalles y respetar sus decisiones. Soy permeable a lo que me ofrecen el cine, el teatro y la narrativa. Imposible escribir por fuera de esas experiencias. Imposible no incluirlas a todas.

Hay una impronta por contar la crudeza y no escatimar en detalles, no endulzar la situación. ¿Fue consciente, la propia escritura lo promovió?

La crudeza es parte de la historia de estos cerros que fueron despoblados por los conquistadores y hoy son explotados por las mineras con condiciones laborales deplorables. No es que la novela levante esas banderas en primer plano, pero tampoco puede no hacerse eco de un hilo sensible que no se ha cortado. También relaciona esa crudeza con una mujer menor de edad, débil entre los débiles. Esto implicó un desafío en este mundo de cancelaciones. La propia escritura lo promovió y yo no lo censuré. Más bien lo dejé libre para que exista más allá de los coros de época que determinan lo que sí y lo que no. Esa es la potencia de la Menora: avanzar sin prejuicios dejando el miedo atrás.