Margaret Atwood publicó El asesino ciego en 2000 y ese año la novela ganó los premios Booker y Hammett. Traducida al castellano por Dolors Udina, el libro relata al siglo XX en varias historias entrelazadas, contadas desde la década de 1990, el presente de la vejez de Iris, la narradora. Los hechos abarcan casi todo el siglo, pero están centrados en las décadas de 1930 y 1940.

Dentro de ese contexto histórico, la novela despliega diversos hilos narrativos en una estructura compleja de cajas chinas. Por un lado, la primera persona narradora cuenta su vida y la de su hermana Laura. Por otro, los capítulos dedicados a ellas dos se alternan con otros que combinan noticias de diarios con fragmentos de El asesino ciego, la novela escrita por Laura sobre una pareja perseguida. A su vez, dentro de ese relato, el hombre de la pareja cuenta a su amada una historia sobre un planeta inventado con todos los clichés de la ciencia ficción. Todo lo narrado avanza y retrocede en el tiempo, como si trazara un círculo alrededor del primer hecho que cuenta Iris desde su vejez: la muerte de su hermana Laura diez días después del final de la Segunda Guerra Mundial.

El esquema es decididamente fragmentario. Tal vez por eso hay tanta descripción detallada de fotos, escenas fijas en el tiempo, que a su vez, son fragmentarias, solo un recorte de lo que pasa: por ejemplo, en una de ellas se ve la mano de alguien que está fuera de campo, una mano sin cuerpo. Nuestros recuerdos son fragmentarios siempre, pero Atwood consigue armar con ellos un rompecabezas que pinta en dos espejos enfrentados la crueldad y la belleza de nuestro mundo repetida en la crueldad de la situación de los amantes y en la del mundo inventado, en el que hay alfombras perfectas tejidas por niños en un trabajo que los deja ciegos; niños que, de grandes, se convierten en asesinos a sueldo o mueren como ofrenda a los dioses.

La muerte es un tema central. Cuando alguien muere, su ausencia proyecta en los que sobreviven una presencia paradójica y es la presencia-ausencia de su hermana la que lleva a Iris a escribir la historia para Sabrina, su nieta, a la que no le dejaron conocer.

Con tantas “narraciones” en juego, la novela toca también un punto típico en la ficción occidental posterior a la década de 1970: la reflexión sobre su propia esencia. Cuando el hombre de la pareja perseguida urde su relato, él y su amada discuten sobre lo que pasa, lo cambian, prueban otros caminos y después los abandonan. Ella busca siempre un final feliz imposible.

En El asesino ciego, se repite además, un tema constante en Atwood: el poder de los hombres sobre las mujeres y las grietas que ellas utilizan para escapar de él o enfrentarlo. Richard, marido de la narradora, ejerce ese tipo de poder sobre ella y Laura; también Winnifred, la cuñada, el profesor Erskine y otros. A través de Winnifred, Richard decide todo por Iris: su ropa, sus actividades, sus contactos, la decoración del lugar en que viven. Ella no es nadie. Y ese dominio se ejerce también por cuestiones de clase. Iris se resigna, esconde su furia; Laura, en cambio, es la rebelde, la que se resiste. Por supuesto, esa resistencia hace que la califiquen de “loca” y la encierren en un manicomio (sí, otra vez la “loca del altillo”, ese personaje feminista).

En la presentación de estos temas, Atwood tiene un manejo extraordinario de los enigmas, que hace que este libro largo y complejo sea muy difícil de abandonar. Las preguntas son constantes y la explicación llega siempre en el momento justo: ¿para quién escribe Iris?; ¿qué le pasó a Laura en realidad?; ¿de quién estaba enamorada?, ¿quién fue el padre de su hijo?; ¿de dónde salió el manuscrito de El asesino ciego, su único libro?

En todas estas líneas narrativas, se repite una y otra vez una situación en particular: un momento en que los personajes imaginan escenas que desean y las describen en tiempo futuro, como profecías que van a cumplirse: “Una noche llamarán a la puerta y serás tú”. Pero, inmediatamente después, la novela aclara de alguna forma que “Nada de eso ocurrió”. El final feliz que le pide inutilmente la mujer perseguida a su amor es un buen ejemplo. Iris lo analiza: una historia feliz, afirma, si es eterna, se vuelve infeliz (al final está la muerte). La última de esas escenas es especialmente dolorosa, tal vez porque cierra el libro: Iris imagina la llegada de Sabrina; se promete un tiempo en que le contará frente a frente lo que acaba de escribir. Pero en el dolor de una espera absurda, Atwood abre una ventana de esperanza: después de la muerte de Iris, la historia seguirá ahí, en papel, para que la nieta la lea.

Como siempre en las novelas de Atwood, los hechos son testimonios sobre el espanto y la injusticia del mundo occidental moderno. Tal vez los grandes acusados sean el padre de Laura e Iris y Richard, un empresario dispuesto a sacrificar a los demás para conseguir sus fines, un hombre que hace todo en pos de algún “beneficio” económico o político, que “usa” a los que lo rodean como herramientas. Los símbolos más claros del estado de decadencia de la civilización son los lugares en los que se mueve la familia. Atwood los describe con un cuidado extremo en los detalles y una selección cruel y exacta del vocabulario. La capacidad de Richard para usar a otros seres humanos sin cargo de conciencia es exactamente igual a la que tiene la sociedad del planeta lejano del libro de Laura para abusar de sus niños. No hay ninguna sensación de culpa: por ejemplo, se dice que, en ese universo, “vale más la alfombra según a cuántos niños dejó ciegos”. Hasta se publicita a esos objetos de lujo con el número de chicos que quedaron sin vista al hacerlos.

¿Por qué queremos saber estas historias de espanto?, se pregunta Iris mientras revisa los objetos que dejó su hermana muerta y trata de entenderlos. Lo que termina contestándose es que, aunque eso les cause dolor, los humanos necesitan comprender lo que pasó, leer las señales que dejaron los muertos. Los muertos quieren dejar señales, afirma, y nosotros queremos descifrarlas. ¿Y qué mejor señal que una historia escrita, qué otra función para la literatura? Con la escritura, aunque la persona que esperamos nunca llegue (la nieta de Iris, por ejemplo), tal vez la historia sí la alcance. Solamente por esa esperanza de comunicación, es posible seguir viviendo. Por eso y porque sabemos que es indispensable contarse si se quiere impedir que otros nos cuenten.