A la escritora Camila Fabbri (Buenos Aires, 1989) siempre le llamó la atención “esa cosa medio Power Ranger que tiene Abba, unos músicos que son antihéroes absolutos”. Por eso, cuando tuvo que pensar un título para su última novela le pareció que La reina del baile, uno de los temas musicales del grupo sueco que más ha sonado en la historia contemporánea, le calzaba a la perfección.

“No tenía un nombre que me convenciera y en el frenesí de la publicación me pareció que la canción de Abba cuajaba con el tono irónico que le quise dar a Paulina, la protagonista y a los personajes en general”, cuenta, mientras se acomoda el cabello largo y la fotógrafa pide que le cuidemos el bolso para salir a la vereda y elegir dónde hay mejor luz para producir los retratos de la entrevista.

Estamos en un bar de Colegiales, muy cerca de la casa de esta ex estudiante de la Escuela Municipal de Arte Dramático. El sitio es uno de los pocos de la zona donde no hace falta elevar las voces por encima del volumen de la música de fondo. La mañana está soleada, calurosa aunque no sofocante. Camila está vestida con un solero rojo con ideogramas japoneses. Parece tímida, casi temerosa y sonríe todo el tiempo. Su presencia es frágil y agradable. Habla poco al comienzo, cuenta que vive sola y que está preocupada por cómo va a pagar el alquiler una vez que se le venza el contrato de su vivienda. La realidad económica se cuela inevitablemente en la conversación, como le sucede a la mayoría de los mortales que viven en este país. Después, su lengua se va soltando.

Vuelve a Abba: “Me volví loca con el último disco y sé que están haciendo unos shows con hologramas que me gustaría mucho ver por esta nueva tecnología que los rejuvenece. Me divierte la idea, aunque a la vez me parece un horror”, dice. La cronista le consulta si los conoció a través de sus padres, pero la joven narradora aclara que no era ese el tejido sonoro de su primera casa, que no recuerda qué escuchaban ellos, que casi nunca estaban.

En la último edición del premio Herralde de novela se ganó una mención por su libro La reina del baile y ese es uno de los motivos por los que estuvo hace unas semanas en España y volverá en setiembre a la península para hacer una residencia artística y dar talleres de escritura.

En La reina del baile una mujer despierta en un auto con vidrios incrustados en su espalda, es de noche y apenas nota sus piernas, siente olor a nafta y escucha una voz dulce y delicada que la nombra desde el asiento trasero; es la de una chica de unos quince años que está sentada al lado de un perro. La mujer, al volante, no recuerda quiénes son, ni qué están haciendo ahí, pero toma conciencia de que están vivos.
Narrada en capítulos que intercalan pasado y presente, la historia comienza cuando Paulina está ilesa. Se acaba de separar de su pareja y emprende un viaje hacia la costa con Maite, su compañera de oficina, y con Gallardo, su perro, en su Peugeot 307.

La lectura perturba, envuelve, asalta al lector con la energía de su prosa, sencilla y directa solo en apariencia. La narración refiere a deseos, realidades y traumas.

Por La reina de la noche, desfilan diferentes personajes. “Todos tienen algo mío, aunque no es estrictamente una autobiografía. Estoy de algún modo en Paulina, Maite, probablemente Lara. En algunas más que en otras, pero sus caracteres fueron exagerados para la ficción. Lo que me interesa es entender que están en un proceso lleno de contradicciones”.

Fabbri escribió y dirigió las obras Brick, Mi primer Hiroshima, Condición de buenos nadadores, En lo alto para siempre; en los teatros Argentino, Cervantes y Recital Olímpico, en el Sarmiento. Su primer libro de cuentos Los accidentes lo publicó en 2015 el sello Notanpuan, y al año siguiente se reeditó en Emecé y en Almadía (México), Elefante (Chile) y Paripé Books (España). Allí cuenta que una mujer descubre con su amante el placer de la violencia sobre sus cuerpos y juntos exploran el erotismo del dolor. En otro relato, los protagonistas atropellan a un animal, lo rescatan y lo llevan a una comida familiar con efectos desastrosos. Y en otro, Fabbri despliega su imaginación para narrar las diferencias irreconciliables en una pareja sobre el lugar que prefieren para vivir, si la ciudad o el campo.

Una de las experiencias creativas que más la marcó fue dirigir la película Clara se pierde en el bosque, sobre las consecuencias de la tragedia de Cromagnón, adaptación de su novela de no ficción El día que apagaron la luz. En el filme, ópera prima que presentó en el Festival de San Sebastián el año pasado, Camila cuenta el deseo de maternar de una joven que sobrevive a los hechos de la discoteca de Once, donde murieron 194 personas y hubo más de 1400 heridos. La escritora había estado allí una noche antes, para escuchar a Callejeros. Entonces tenía 15 años y lo que sucedió unas horas después fue un punto de inflexión en su vida. “Fue muy importante para mí poder filmar esta historia en aquel contexto. Cromagnon fue un hito desastroso para mi generación”.

Como actriz de cine trabajó en Dos disparos, de Martín Rejtman, donde fue nominada al Cóndor de Plata en el rubro revelación, y en Las Vegas, de Juan Villegas. Había estudiado actuación con Julio Chávez y también participado de talleres en el Centro Cultural Rojas.

Hoy espera la continuidad de su tarea como coordinadora del área de Literatura del Municipio de Cultura de San Isidro. Pero lo que se mantiene vivo siempre es su deseo de darle espacio y tiempo a su propia escritura. “Ahora estoy en un paréntesis, porque la película, la nominación y poder llegar a fin de mes son lo que más me insumen.”

En 2021 la revista literaria Granta la incluyó en una lista de los mejores escritores menores de 35 años. “Algo que le subió la vara” para seguir trabajando, dice. Sobre su obra, Leila Guerriero escribió: “Es una prosa que parece llegada del espacio exterior. Su voz no admite ninguna domesticación y resplandece como una pieza única”. También elogió a Camila el chileno Alejandro Zambra: “Es una observadora minuciosa pero para nada pasiva: no renuncia al sueño de que las palabras hagan algo, modifiquen algo, tengan efectos concretos del otro lado del libro. Es impresionante su capacidad para mantener en el aire las ilusiones de sus personajes desesperados”. Y otro tanto hizo Rodrigo Fresán: “Hace mucho tiempo que no encuentro a alguien o algo así y va a pasar mucho tiempo hasta que vuelva a encontrar algo o a alguien como Camila Fabbri. No salgo de mi asombro. No quiero salir. Ahora, atrévanse a entrar ustedes”.

¿Qué te provoca que escritores de una generación anterior sean particularmente elogiosos con tu obra?

--Con Rodrigo y con Leila lo que siento es una pertenencia, una cercanía. Me gustó mucho verlo a él en Barcelona, me hizo reír, lo admiro. Fue muy lindo encontrar a otro argentino que no hablara mal del país. Con Leila, vengo haciendo taller hace bastante tiempo, me hace sentir muy a gusto y descubrir otras posibilidades para mi escritura.

La música y la literatura son artes que descubrió a través de sus dos hermanas mayores. “Ellas eran las fanáticas de los libros y del rock. Venían muchos amigos suyos a casa y yo, que era muy chica, escuchaba Divididos, Sumo, Las pelotas. Recuerdo que había libros, pero no una gran biblioteca”.

Hay un libro que fue un antes y un después durante su infancia: “Tengo un monstruo en el bolsillo, de Graciela Montes. Yo tendría unos once años, iba a un colegio público y era bastante solitaria. Mis padres no estaban, mis hermanas se habían ido a vivir solas y al leerlo me sentí acompañada. ¡Había otras chicas a las que le pasaban cosas como a mí! No porque tuviera exactamente un monstruo, pero sí ideas, fantasías extrañas. En aquella historia, el monstruo vivía en las ropas de la protagonista, Inés, y reaccionaba a sus emociones, tenía vida. Me pareció una genialidad para hablar de los sentimientos que te habitan”.

Cuando era niña, la escritura la ejercía en una Mackintosh 98. “Jugaba con unas plantillas de la computadora. Elegía un dibujo y a partir de esa imagen escribía una historia o inventaba juegos, los imprimía y los repartía”, evoca.

Justamente, ese armado de una historia era lo que más le gustaba hacer en las clases de teatro del colegio y esa actividad la encaminó casi naturalmente hacia la dramaturgia y la dirección. “Si actuás, estás 360 expuesta, yo prefiero estar detrás”.

Cada vez estás publicando más en los medios periodísticos digitales. ¿Cómo te llevás con el oficio de cronista?

--Me gusta mucho tener un deadline, saber que hay un editor que está esperando mi nota y poder incluir algo de la realidad para salir de la introspección. Tener un cierre me organiza. Con el tiempo me fui encontrando con el oficio, ya no necesito tantas condiciones para escribir. Venía publicando en La Agenda y ahora empecé a publicar en ElDiarioAr. Mi primera nota salió hace unos días, fue sobre la tibieza de algunos artistas que por miedo a perder sus recursos se callan. La misma tarde que entregué esa crónica donde hablo del chileno Víctor Jara, que se jugó la vida, Milei se refirió a Lali como Depósito. Me alucina la sincronía, así como me cuesta comprender a Emilia Mernes cuando se niega a hablar del país a través de su asistente que, en una entrevista aclara: Emilia no habla de política. Y Emilia se calla.