Como bien sabemos, la eficacia de la dominación patriarcal (como la de toda dominación) radica en su invisibilidad. Funciona si no vemos las relaciones de poder que la sostienen. Funciona si naturalizamos las desigualdades y las violencias machistas, al punto que dejamos de verlas como tales. Funciona si naturalizamos el binarismo con base en la biología. Funciona si la norma masculina, heterosexual, blanca, occidental, urbana, ocupa el lugar del universal.

Este es el ABC de cualquier curso básico sobre perspectiva de género. Visibilizar es siempre, entonces, el primer paso. Y, como solemos decir las feministas, cuando la ves no hay vuelta atrás. Los mecanismos de producción de la desigualdad de género y el largo continuo que une desigualdades, micromachismos, violencias y femicidios se vuelven transparentes.

Y este es justamente el problema que enfrentan este gobierno y las extremas derechas en el mundo: NO VEN QUE YA LA VIMOS. Y como ya la vimos, NOS HICIMOS VER. Por eso, todos los intentos de volver atrás terminan siendo gestos patéticos e ignorantes que no hacen más que alimentar nuestra lucha. Prohibir el lenguaje inclusivo, poner en cuestión la ley de aborto legal, celebrar que el Presidente de la Nación utilice expresiones sexualizadas en un acto escolar, dirigirse a la Asamblea Legislativa integrada por un 50% de mujeres en estricto masculino, o reemplazar mujeres por próceres en la Casa Rosada, son todas acciones que hipervisibilizan la artificialidad del mecanismo, y contribuyen a poner en evidencia lo que los feminismos vienen sosteniendo desde hace décadas: que la dominación patriarcal y las desigualdades de género no tienen nada de natural, sino que son resultado de una lucha de poder.

Están en una trampa: cuanto más se jactan de ejercer ese poder, cuanto más multiplican en los medios y en las redes esas medidas, más atentan contra su eficacia. Y no quiero decir con esto que no haya una parte de la población que acuerda con este tipo de medidas y ve en ellas una vuelta, por fin, al “estado natural de las cosas”. Sólo quiero poner el acento en que cada una de esas intervenciones contribuye a visibilizar, estés del lado de la lucha en el que estés, que la subalternización de mujeres y diversidades es resultado de un ejercicio puro y duro de poder: visible, represivo y estatal. Por eso, cuando el vocero presidencial se regodea con el uso de la palabra “prohibición” aplicada al lenguaje, Bullrich hace ostentación de su capacidad represiva en la plaza del 8M, o Karina Milei sale del off y le pone su voz al video oficial que la muestra paseando junto a Adorni por el Salón de las Mujeres, mientras reemplazan a María Elena Walsh y a Juana Azurduy por Menem y Roca, no puedo menos que sonreír. Necesitan sobreactuar la gestualidad represiva, prohibiéndonos habitar el lenguaje, expulsándonos de la casa de gobierno o amenazándonos en las calles con las fuerzas de seguridad, porque saben que están perdiendo la batalla cultural. Y cuando lo hacen, quedan atrapados en una paradoja: la dominación patriarcal, cuya eficacia se asentó durante siglos en la naturalización del binarismo y la invisibilización de las desigualdades y las violencias, difícilmente pueda sobrevivir a la luz del día.

Pero no les queda otra. Sobreactúan porque los inquieta, les preocupa el avance de la perspectiva de género y la lucha de los feminismos. No estamos frente a un tema menor, o a una “cortina de humo”, como les gusta abordar estos temas a tantos comunicadores y dirigentes de todo el arco político. Les preocupa porque la lucha por la igualdad entre los géneros es el último bastión que les queda derribar. La explicación meritocrática les está resultando eficaz para justificar la imposición de un modelo brutal de concentración de la riqueza y profundización de la desigualdad socio económica, pero no logra explicar las desigualdades entre los géneros. Aunque se empeñen en repetir que la desigualdad entre varones y mujeres no existe, que todo buen republicano sabe que la igualdad ante la ley está garantizada, que el Salón de las Mujeres discriminaba a los varones, u otras ridiculeces por el estilo, saben que la retórica del mérito individual o de la supervivencia del más apto puede ser suficiente para que una parte de la población acepte que otra parte de la población se muera de hambre, pero no alcanza para justificar que las injusticias del modelo afecten principalmente a las mujeres y feminidades. Después de todo, ¿cómo explicar con base en el mérito individual que la parte de la población que trabaja más horas y presenta mayores niveles educativos no tenga más éxito (salarial, profesional, político) que los varones? ¿Cómo explicar la muerte, no por hambre (esas muertes sí las explica el cinismo meritocrático), sino en manos de la violencia machista? No pueden, y lo saben.

Entonces, parece claro que la oposición a este modelo no puede sino ser feminista. La lucha por la igualdad no puede sostenerse a través de organizaciones, estructuras partidarias, movimientos políticos conducidos casi exclusivamente por varones, que reproducen la desigualdad entre los géneros, que nos dicen que este tema no es hoy la prioridad, que es un asunto menor del que nos podremos ocupar cuando se supere la crisis, o tantas otras cosas por el estilo que todas hemos escuchado en distintos espacios de militancia. La lucha por la justicia social es una sola y tenemos que darla en pie de igualdad: todas, todes y todos. De lo contrario, la vamos a perder. 

*Investigadora Docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento