La lectura de las elecciones del 2017 es de difícil ilustración a la luz de los retrocesos en materia de derechos humanos que la argenta posmodernidad Cambiemos ha logrado. Los casos Sala y Maldonado, entre otros, no han bajado el amperímetro del oficialismo. No hubo castigo social. Todo lo contrario. Los dichos espeluznantes de Elisa Carrió. Los disparates etílicos de la ministra Bullrich, la enlutada presencia austral de su jefe de gabinete Pablo Noceti, las desaguisadas declaraciones judiciales de Gendarmería ante el juez Otranto. El hedor político de Gerardo Morales y su desobediencia ante la CIDH sólo ampliaron su margen de sustentación. Como si la represión y la brutalidad fueran parte pertinente, constituyente del votante medio, “La violencia es constitutiva de la práctica política, porque es parte de la juridicidad estatal”, diría Eduardo Grüner. Un Estado como forma política del mercado neoconservador que debe disciplinar para poder gobernar. El liberalismo fundante del Estado democrático moderno está construido simbólicamente sobre un parricidio universal. El papel de Edipo como base de lo social. La quimera de la horda primitiva. Los hermanos (iguales) que ultiman al progenitor para someter sexualmente a sus vientres originarios. La regla del incesto primigenio en las palabras de Levi Strauss. De aquí todas las normas, de aquí todas las leyes, en adelante se fundarán en dispositivos diacrónicamente pensados, desde ese primer crimen, esa primera violencia, serán los propios iguales los que en avenencia se excomulgan del atajo a lo vedado. El contractualismo conservador no es otra cosa que un desaforado escape de la barbarie, contrapuesta a la civilización, un huir del estado de naturaleza, pero haciendo siempre referencia a ese primer crimen. Una alegoría, tal vez, para entender la sociedad de 1955, la de 1976 y la de las últimas elecciones, las del consenso violento. Consciente o inconsciente la violencia funda la norma. Implícitamente la sociedad entiende, desde los mecanismos de reproducción ideológica del Estado, esta lógica en palabras nuevamente de Eduardo Grüner que “No es que la violencia sea una transgresión a una ley preexistente, ni que la ley venga a reparar una violencia inesperada, la violencia es condición fundacional de la ley”. El Estado de derecho visto desde el republicanismo es brutal. Un Estado inaudito como espacio anormal del uso injustificado de la violencia, la inversión del axioma progresista del rol estatal. En los consensos sociales genocidas y disciplinadores sean en dictaduras o en democracias de baja intensidad, como la nuestra, hay un beneplácito generalizado de la utilización de la violencia como forma política. Hay una oscilación mórbida entre la dominación y la adhesión. Macri gobierna entre el apego de sus votantes y su pavor, pero puesto en un dilema de intereses, diría Duran Barba, es beneficioso que el presidente sea más atemorizante que exaltado. Nunca mejor elegida Patricia Bullrich en el Ministerio de Seguridad, sabe que lo sustancial es el espanto y que este sostiene la veneración política, que el respeto a la ley está disimulado en el temor del uso de la violencia a la alteridad insumisa. El aluvión zoológico, la barbarie, se evita así por la mirada disciplinadora de la misma sociedad que a su vez homogenizada y subyugada es un espantajo indisoluble frente a la otredad. Las campañas del PRO son ambiguas, matriz de tergiversaciones perpetuas plausibles de ser utilizadas para el ardid medial, con slogans vacíos de contenidos programáticos, su único brote de luminosidad es el compromiso poco creíble desde lo fáctico, de un estado de derecho inmaculado, pero donde la fianza es la cimitarra de la Gendarmería. Foucault encuentra un patrón bélico en el esquema represivo estatal de pacificación de las luchas sociales; hay, dice, un principio de inteligibilidad y de razonamiento agresivo en el republicanismo. La potestad política tiene entonces una matrícula de inscripción jurídica desde la guerra hacia el otro, en sigilo social ocultando las relaciones desiguales que los ciudadanos poseen frente a las instituciones, en las inequidades económicas, en la fragilidad de los cuerpos. El encajamiento jurídico de las dependencias de fuerza. Donde la cadena se corta por el más débil. Macri, Bullrich, Morales, saben que hay una diferenciación entre la violencia diacrónicamente avalada o sea la violencia firmada como autoridad estatal y la violencia no homologada legalmente, pero lo abyecto de su modelo es la trasgresión ética de todo límite posible, la brutalidad confirmada desde el Estado que sólo encarna intereses corporativos y que interpela su uso feroz y monopólico. El macrismo tiembla ante la violencia de los otros, fantasea con avatares de guerrillas y conspiraciones chechenas, colombianas, iraníes, o de toda alteridad posible, de todos aquellos que persigan fines que no le son propios o lo que es peor que persiguen fines. Macri es aquel soberano citado por Hobbes que, como tal, queda en estado de naturaleza y como solitario sujeto de todo derecho, está facultado a ejercer la furia en términos absolutos y arbitrarios. Sólo existe una mórbida máscara social, la biliosa ley de Mauricio, contrato de ocultamiento de lo violento. Un susurro seductor entre Macri y sus votantes, chancros de fundación y sostén de un efímero poder depredador que indefectiblemente caerá por su propio peso inhumano.

* Rector de la Fundación Universitaria Popular de Escobar. Asesor en el Congreso de la Nación.