La vida no es performance, tampoco es “perfo”. Es algo tan real como las manchas impiadosas que brotan de los trapos viejos. Es la promesa de vitalidad en un recorrido incierto y con temprana fecha de vencimiento. No es una oda a la tristeza, pero tampoco es una alegría infinita. Luki La Puti lo sabe: un payasito triste, una canción inconclusa, un poeta moralista, un puto mamarracho, un Sergio De Loof devaluado, una mueca de la desconfianza, un besito obligado en la boca.
Luki es todo esto, pero también es un chico al que le gusta hablar de cine, quejarse de la vagancia de los poetas contemporáneos y domar a las criaturas intensas que merodean el Puticlú, el bar marica que fundó con su socio Carlos Bastidas.
Luki ha construido una mirada crítica sobre la poesía, el rol de las maricas en la sociedad y las etiquetas progresistas que se imponen sobre el arco disidente. Figurita difícil del ambiente, su rol fluctúa entre los rituales de la escena cultural porteña y una innata capacidad para ser una pesada y no parar de molestar.
El sentir plebeyo
Lucas Gonzalo Olarte nació un 8 de noviembre de 1991 en la Clínica del Sol, un lugar donde su madre trabajaba como partera. Como su obra social no cubría todo lo referido a partos, cada vez que tenía un hijo se pagaba una prepaga para parir ahí con todos los chiches. Fueron cuatro hermanos nacidos entre 1985 y 1991, dos mujeres y dos varones con dos años de diferencia cada uno.
Proveniente de una familia de clase media de Flores con orígenes bolivianos, desde chico le tomó el gustito a las actividades que derivan en los aplausos. En conversación con Soy, aclara: “Durante la infancia me encantaba dibujar, no copiar dibujos, DIBUJAR, siempre desde cero. Generalmente chicas con piernas muy largas y ojos muy grandes. Esta era mi manera para destacarme, me encantaban las artes plásticas y regalar dibujos a mis amigos”.
En esta idea de destacarse aparecen los primeros brotes de esa amorfa criatura llamada Luki La Puti, una entidad que atrae todo tipo de miradas, desde las más condescendientes hasta otras: esas que no entienden si lo que ven es un chiste, un monstruo o una monje del mal gusto.
Al terminar la secundaria, estudió cine, pero pronto llegó la triste realidad: había que ponerse a trabajar. Dejó sus estudios para estar nueve horas en una oficina. Le hubiera gustado tener su título, su pequeña membresía dentro del mundo académico, aunque en el fondo aborrezca ese ambiente.
“Mi formación fue en talleres de poesía, de teatro, de danza y de ver y escuchar muchísimo. El primero fue con Cecilia Pavón, durante 2017 y 2018. El taller era en su living y ahí conocí a la mayoría de mis amigos, compartiendo nuestros textos semana a semana, también nuestra vida, haciendo planes después de las clases”, afirma Luki.
La ola del cambio vino después, de la mano de la escritora y editora Jacqueline Goldberg. Con ella estudió teatro y un día se compartieron algunos escritos. El flechazo fue inmediato: había nacido una amistad pero también las bases de un camino en el mundo de las letras. Goldbert lo llevó por primera vez a una lectura de poesía: “Al Pacha. Estábamos en la oscuridad, uno al lado del otro, contentos de estar ahí, más que en cualquier otro lugar. Yo venía de una escuela privada y estaba harta de hablar de ropa, de hijos y de casamientos. Luki de una escuela religiosa, católica y alemana, cansado de juntarse con sus amigos heterosexuales”, afirma la directora de la editorial Socios Fundadores.
El mito dice que en esta época Luki no había salido del armario, que estaba contenido. Usaba el pelo corto, un suéter beige y manejaba mucha plata en una oficina repleta de hombres. Se podría decir que había algo más genuino que buscaba salir, pero la urgencia iba de la mano de la forma, de un método para rearmarse en un mundo más queer.
Sus primeras experimentaciones con la poesía eran a partir de canciones, tomaba un tema de Madonna, identificaba su ritmo, la métrica y le agregaba sus palabras. Su primer poemario se llamó Pasión y calvario, una autopublicación en la que Lucas se permitió ser más Luki, una suerte de adolescente condenado por sus propias fantasías y miedos, entendiendo al deseo sexual como un lugar donde, más que afirmaciones, hay preguntas con olor a humedad y mugre.
El intestino inquieto
Cuando Luki se afirmó como trolo, sintió que esto no era suficiente, su identidad no podía resumirse en tener sexo con chicos y escuchar pop. Fue así que la poesía se convirtió en una herramienta para descubrirse a sí mismo. Esto puede ser algo cursi, pero no por eso menos cierto: algunos artistas lo único que buscan es encontrarse, aunque se oculten bajo grandilocuentes investigaciones y temas solemnes.
Con la poesía le pasa lo mismo: un poema tiene que ser algo más que leer un escrito desde tu celular. En el marco de una generación influenciada por el estilo de Mariano Blatt y sus contemporáneos, Luki se armó una metodología propia: desde los lenguajes performativos hasta cierta cosa del vodevil o el teatro de revista.
A Luki no le gustan las medias tintas. Todo lo que quiere, siempre lo quiere en mayúsculas. También es espasmódico: organiza una perfo, atiende su bar, prepara una lectura, recibe a proveedores, diseña un flyer, arma videos para Tik Tok, asiste a inauguraciones en galerías de arte. Lo intenta todo y pareciera que hay energías externas que lo llevan de acá para allá.
“Quiero encontrar mi voz. Y mi voz viene acompañada de todo el paquete que soy: un teatrero, una popstar, una diva decadente, un señorito, un bufón. Soy barroco de naturaleza. Siempre me manejé haciendo el something extra. La poesía vive en la lectura, no en las publicaciones. Un poeta sale a leer y ahí da vida a sus poemas”.
La identidad como peluquería
“En nombre de la poesía casi que puedo hacer cualquier cosa que se me ocurra -afirma-. Por un lado es mi armadura y por otro lado es mi punto débil. No me escudo en lo queer. Me pasa algo similar con la categoría marrón: pasó de la reivindicación racial a una carga de culpa de las instituciones y de quienes la manejan. No me interesa el arte marrón o pensar que si hay un marrón involucrado ya hay diversidad, porque la sartén siempre está agarrada por el blanco. No estoy cómodo con esa categoría”.
En Diablada, su libro de poemas editado por Socios Fundadores en el 2020, Luki encuentra cierto refugio en las categorías de lo marrón, en el devenir de un poeta que viene de familia boliviana y decide explorar su homosexualidad como si se tratara de un carnaval del norte. El poemario invoca al humor, la crítica social y el sexo como un acto de locura y devoción hacia los hombres. Con cierto coqueteo a tópicos ancestrales y de tradiciones migrantes, el poeta se afirma en las etiquetas que tanto va a criticar más adelante: “Saltamos disfrazados de diablitos/rodeados no sabemos quién es cuál/ O es un amor un amo o un enemigo/ con quién bailas que deje de importar/”.
En Cuando hay hambre sale nuestro lado más oscuro, publicación virtual del 2023, Luki decide volver a complicarse la existencia. No quería editar un segundo libro, tampoco quería una presentación tradicional. Quería hacer un evento performático, cruza entre el recital de Motomami de Rosalía y un espectáculo barato de Café Concert. Le dijeron que editará una publicación en papel, que esa era la mejor manera para difundir su trabajo, pero esto no importaba. Él tenía que elegir la opción más complicada, pero también la más gratificante.
Se juntó con varios artistas y planificó desde el vestuario hasta las visuales. El resultado fue un experimento digno de las épocas del Instituto Di Tella, una maraña de poemas unidos por la música. Se dió el gustito de volver a destacarse y probar que la poesía no es aburrida, que podía ser otra cosa, algo más cercano al éxtasis de la noche y sus terapias de shock. Sus palabras incomodaron, sus videos porno caseros también. Desde la primera fila, su madre veía orgullosa como su hijo se transformaba en una bestia sexual. Para ella nada era extraño, parecía que estaba viendo a Luki en un acto escolar. “Mi trabajo consiste en ser obrero de las palabras y cruzar para el lado oscuro, el lado que no queremos ver, lo que nos hacemos los boludos”, comenta el poeta.
Algo de la moralina opera sobre Luki. A pesar del humor, la pantomima gay y todas las risitas que anteceden al llanto, es de los que señala con el dedo en busca del cuestionamiento. La crítica al mundo gay, a las drogas, a las etiquetas fáciles, todo parece regirse por los principios de alguien que siempre sospecha y también juzga, lo cual lo hace más interesante: lejos de ser neutral, el poeta elige las pasiones sucias, cuestiona el mundo del arte y decide no conformarse con respuestas planas.
El corazón del diablo
La columna vertebral de Luki es la exigencia y la demanda. A la poesía le demandó una respuesta para su identidad, a la identidad le exigió la posibilidad de ampliar sus límites, a los poetas les rogó que dejen de ser aburridos, a los trolos les reclamó una existencia menos normativa.
Sobre su manía para incomodar, su gran mentora, la escritora Cecilia Pavón, afirma: “Su poesía me encanta porque, a pesar de ser muy compleja e inspirada, no me parece nada pretenciosa, tiene siempre el componente de la diversión. Luki es poeta payaso y para mí ese es el estadio más alto del artista, el que desarma las estructuras del pensamiento rígido”.
Los diablos saben lo que quieren y Luki La Puti es uno de ellos. Desde que se inició en el camino de la poesía se construyó un verdadero infierno, ese lugar donde todo lo caliente le permite a uno conocerse. Su alegría es filosa y sus palabras invitan al pacto, a un secreto colectivo, a una escena difícil de olvidar, aunque te pases toda la vida intentando borrarla de tu mente.