Si la modernidad occidental declaró la muerte de Dios y entronizó a la humanidad en su lugar, hoy nuestro imperio parece estar en su declive. Un nuevo monarca comienza a declarar que la humanidad ha muerto: La Real Deidad Virtual. Quizás las inteligencias artificiales como su consagración definitiva, pero antes ya las redes sociales operando la primera etapa de desplazamiento. Las instancias sociales habituales fueron parasitadas por las redes: los grupos fueron de Wathsapp, los amigos de Facebook, la historia fue de Instagram, los contactos de la agenda del celular, los afectos fueron de los emojis, el pensamiento fue del posteo, la biografía fue de IG, y así sucesivamente.

Con ellas nuestra capacidad de grupalidad, de amistad, de afectividad, de contacto, de pensamiento, sólo parece haberse visto degradada a partir de sus versiones virtuales. La nueva realdeidad virtual define ahora la cualidad humana.

Que la violencia en las redes sociales fue un fenómeno emergente de la virtualidad, no es novedad. Pero sí alcanza nuevas dimensiones cuando un presidente electo desplegó todo un trabajo precedente en redes sociales, el cual le permitió acceder a las juventudes. Afirmaciones sin fundamentos claros, expresiones odiantes, crueles, insensibles, como parte de una lógica que ya formaba parte del dispositivo y en la cual simplemente se acomodó.

No todos son troll (sicariato virtual a sueldo), pero sí muchos trollean. Verbo que pasó a denominar a aquellos que escupen agresiones, que devienen cínicos, horrorizando por la ausencia de empatía hacia los agredidos, que se refugian en la virtualidad sabiendo que lastiman pero desmintiendo, en virtud de la virtualidad, sus consecuencias reales en las personas detrás de las pantallas.

Agresividad y realidad

Sin embargo, es una experiencia frecuente que feroces contendientes en redes sociales, ante la presencia del otro, devienen amables y hasta tímidos. ¿Por qué?

La cultura moderna nos estafa cuando intenta hacernos creer que la agresividad es violencia. La agresividad es la base de muchas adquisiciones sociales, entre ellas, el sentimiento de realidad. Y es que en los orígenes del psiquismo la agresividad es pura fuerza vital, movilidad del feto y luego del bebé, que al chocar contra el otro va descubriendo sus propias superficies y las de los demás. En los orígenes no existe el yo ni existe el otro, pero progresivamente se diferenciará aquello que no es yo. Pronto, cuando se haya constituido la instancia psíquica del Yo se podrá identificar la existencia del otro. La agresividad, en este proceso, no es causa sino consecuencia: es a partir de que algo o alguien hace obstáculo, que se la descubre como tal.

La experiencia de realidad se da precisamente ante la posibilidad de descubrir que existe una instancia no-yo capaz de limitar mi fantasía. Esa alteridad puede ser sumamente frustrante y provocar la ira o el odio del bebé o del niño -también de los adultos bienpensantes como uno- pero es sumamente aliviadora, porque significará que no toda la realidad se rige por la propia omnipotencia (del deseo, representación, ideas, fantasías) ya sea amorosa o destructiva. Si hay algo real que no responde a mi fantasía, no estoy solo. Hay alguien más allí afuera. Entonces el niño puede aprender, construir junto al otro, puede amar y salir a buscar objetos que lo saquen del autoerotismo, puede dialogar con la alteridad siempre inesperada del otro, puede berrear furioso y descubrir que el otro no se destruye por ello y no lo deja librado a la soledad. Todo esto nos hace sentir reales y permite la construcción del sentimiento de realidad compartida.

La realidad siempre es una mixtura entre la virtualidad de mi fantasía y la alteridad irreductible de lo real. Si falta la realidad no-yo, la omnipotencia de la fantasía toma la escena y se pierde el sentimiento de realidad; si la realidad supera la ficción (como sucede en situaciones potencialmente traumáticas), de igual modo se pierde el sentimiento de realidad y todo parece entonces “como una película”. Ambos casos se vivencian como desamparo.

Soledad virtual y violencia

La clínica nos enseña que cuanto mayores han sido las ausencias, malos tratos, destratos que un niño ha sufrido en su primera infancia, mayores niveles de agresividad exhibirá, al mismo tiempo que mayor será su temor latente de perder los límites de la realidad y enloquecer. De modo que, como dijera Winnicott, a veces un camino de retorno hacia la realidad y hacia el encuentro con el otro, tiene que ver con infundir una fuerte impronta agresiva en sus vínculos con el semejante. Es lo que le sucede al protagonista del Club de la pelea (Fincher, 1999), quien sufre de insomnio y vive en un estado de irrealidad y de pérdida del sentimiento de estar vivo (Winnicott), antes de crear a su alter ego, Tyler Durdeen, quien lo devuelve a la vida y al lazo social a partir de la posibilidad de expresar su agresividad en lo amoroso tanto como en lo emancipatorio respecto del capitalismo.

Quizás un sentimiento así de irrealidad vivenciamos en las redes (anti)sociales cuando se basan en algoritmos destinados al borramiento de la alteridad: nos muestran el infierno de un mundo hecho a medida de nuestro supuesto deseo. Entonces ya no dialogamos porque no hay alteridades con las cuales hacerlo, sólo los que piensan igual, no buscamos aquello que deseamos o necesitamos porque las redes lo ofrecen antes a partir de lo espiado con sus oídos y ojos digitales, no nos frustramos con la alteridad del corte, interrupción, ausencia, porque todo está diseñado para una continuidad scrollizante que nos conserve en las redes por el mayor tiempo posible.

El deseo de hacerse visible y audible en un mundo virtual de presencias de baja intensidad y de infinitos espejos de uno mismo, refuerza el intento de hacer contacto con la superficie perdida del otro. La agresividad se intensifica como en las personas que han sufrido desamparo en sus vínculos originarios, en un intento de acceder al otro, de salir del solipsismo y la soledad que la misma virtualidad engendra. No sirve hablar, es preciso gritar. No sirve compartir, es preciso saturar. Imponer las propias ideas, deseos, imágenes a ese otro que se empeña en tener un bajo interés, pues su presencia es de baja presencialidad o de gran virtualidad. La frustración aumenta porque sólo la presencia logra calmarla. Al bebé no lo calman las “vistas”, sino los abrazos; no lo calman la multiplicidad de otros, sino la capacidad de estos de ponerse en su lugar y reconocerlo en su singularidad.

El trolleo es frustración desesperada tanto como desesperanza, que se da sobre la paradoja de anhelar presencia pero pedírsela a la virtualidad, de clamar realidad pero esconderse en la virtualidad, de exigir reconocimiento sin reconocer al semejante.

Esta amplificación de la agresión deviene violencia cuando forma parte de un dispositivo destinado al borramiento de la presencia del semejante: el anonimato otorga impunidad pero también la baja intensidad de la presencia del otro. El dispositivo virtual degrada la capacidad de enlace y, por ende, pone en suspenso la capacidad de preocuparse por el otro (Winnicott). No son sólo personas violentas sino un dispositivo que promueve la violencia del borramiento del semejante, en sociedades que nos requieren borrados, impulsivos, enojados entre nosotros, empachados de banalidad.

Es por ello que en el trolleo que no es a sueldo, tenemos la impotencia latente tras la omnipotencia discursiva, y tenemos la vivencia de soledad que busca amplificar la agresividad para llegar a un sentimiento de realidad que ha perdido en cierta medida al perder el registro del otro.

*Psicólogo (UNR), Profesor en Psicología (UNR), Magíster en Salud Mental (UNR). Psicoanalista. Escritor. Investigador. Psicólogo en Minist. de Desarrollo Social. Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Editorial Lugar) y de Los procesos de subjetivación en psicoanálisis: el psicoanálisis ante el apremio de una revolución paradigmática (Editorial Topía).