Rick Wakeman está solo. A su derecha, hay un piano. A su izquierda, dos sobrios teclados electrónicos: el clásico Korg Triton –parte del set de 12 aparatos, ampuloso, que usaba en aquellos años- y un más contemporáneo Korg Nautilus. No existe a su alrededor, aquí y ahora, ni un grupo como ese Yes con el que grabó más de una decena de discos, que escribieron con gloria páginas inolvidables en la historia del rock. Tampoco grades orquestas, profusos ensambles, coros o inspirados cantantes. Ni siquiera está su hijo Adam, que lo acompañó en anteriores visitas al país.
Rick Wakeman está solo, esta noche en el Gran Rex. Tiene menos pelo. Su vestimenta se parece más a un sobretodo negro de tipo inglés que camina por las calles de Perivale entre bruma y llovizna, que a aquellas capas con lentejuelas, que a veces sigue usando –ataviado en una rutilante se lo ve durante un concierto de principios de año- pero que en su visita a su ciudad favorita brilló por su ausencia.
Wakeman está solo, entonces, pero se las arregla como el as que es para conmover igual. Para embellecer la gris noche de otoño porteño. Para viajar a un tiempo sin tiempo, a través de sonidos abismales, de terciopelo y nervio, e increíbles arreglos. Cierto, el teatro no está lleno como otras veces. Tal vez sea la crisis. Tal vez, que el tecladista vino en tantas ocasiones, desde aquel debut de 1981 en el Luna, que terminó haciendo mella. O, tal vez, gravite fuerte que parte de esa generación contemporánea a él, la que más lo amó, ya no está. En fin, hipótesis.
Lo que no es hipotético, visto y escuchado el concierto, es la vigencia del maestro a sus 74 años. Le alcanzó y sobró con los teclados de la izquierda, y el piano de la derecha para demostrarlo. Imbuido en una paz, en un sosiego de esos que derivan de una vida esplendorosa, Rick no necesitó más que pasearse relajadamente de un instrumento a otro, charlar un poco entremedio y sentarse a tocar como el genio que es, para mantener cautiva a una audiencia a priori expectante por saber qué iba a pasar con ese tipo solo, entrado en años, y sin auxilio extra.
Gran pegada fue, por supuesto, que el músico no echara mano al superfluo y profuso material solista que inundó bateas durante años –tiene más de ochenta discos editados-. Que se restringiera, felizmente por contrario, a ese otro material clásico que el orbe progresivo amó, ama y amará. El que elaboró junto a Yes, sobre todos durante la década del setenta, cuando la música no venía procesada y en bandeja, sino que había que hacerla, casi que inventarla. Y, por supuesto, el de su cosecha solista, cuyo peso específico central abarca el mismo período.
En esas maravillosas rémoras se concentró pues el solitario Wakeman, en la única noche argentina de su “The final solo tour”, que ya pasó por México y Chile, y ahora sigue por Brasil. Las primeras dos piezas fueron gemas del encantador The six wives of Henry VIII: “Jane Seymour” y “Catherine Howard”, dos de las mujeres hechas música por Rick, con las que el pillo de Enrique pudo casarse legalmente, después de inventarse una religión a medida.
Sobrevinieron al agradable par introductorio, dos temas al piano de David Bowie que Rick había grabado junto a él: “Space Oddity”, del disco epónimo, y “Life on Mars?”, de Hunky Dory. Acto seguido, volvió sobre un largo fragmento de otra de sus obras maestras –“Arthur” + “Guinevere” + “Merlin the Magician” + “The Last Battle”, del abismal The myths and legends of King Arthur and the knights of the round table. Se divirtió con dos temas de los Beatles provenientes del tributo a los de Liverpool que pergeñó en 1997 (“Help!” + “Eleanor Rigby”), por cierto muy singulares en interpretación, arreglos, encare y sonido, y hasta se le animó a la sorprendente “Sea Horses”, tema medio perdido en el lado 4 de Rhapsodies, disco grabado en el ocaso de los setenta
Pero sin duda alguna, lo que dejó piponas las almas de un público fiel, que tal vez haya visto y escuchado por última vez al maestro –anunció de hecho que dejará de tocar en vivo para dedicarse a componer y producir- fue el largo pasaje al piano que le dedicó a Yes, bajo el nombre de “Yessonata”. “Estos son temas que hacíamos con una gran banda, y ahora estoy yo solo con el piano”, anunció el rubio entre risas –suyas y del resto- y actuó en consecuencia, a través de una larga suite que conectó pequeños fragmentos de unas treinta composiciones de la época de oro del gigante sinfónico. Imposible abstraerse -si de esa historia se abreva- al manantial de emociones que se desprende de temas sublimes, casos “Close to the Edge”, “Cans and Brahms” –la primera compuesta por Rick para Yes-, “Going for the one”, o la bellísima “And you, and I”. El apoteósico final a través de un intenso pasaje de Journey to the Centre of Earth -obra épica en que el pianista tomó nota musical de Verne y la llevó al vivo en el Royal Festival Hall de Londres, en 1974- cuyas hondura musical y profundidad climática permanecen inalterables, coronó un final que huele a despedida.
Solitario final, pero no triste.