Virgilio puede ser el maestro de ceremonias de un loquero. Con la camiseta argentina y la cara pintada de bufón, bien munido de pizza y cerveza, hace su bailecito narcótico y prepara la escena después de escuchar el grito del silbato. Así será por el paso de los siglos en un severo contraste con Orlando que no está dispuesta a ninguna comedia. Ella sabe que la calavera con la que jugaba el personaje de Virginia Woolf como si fuera una pelota de fútbol es el fósil de todos los derrotados exterminados por su padre. Ese al que Orlando no quiere parecerse, por eso se manifiesta como mujer porque los hombres crearon un mundo infame. 

Ella, porque las dudas sobre su sexo existieron siempre y Orlando va a contemplarlas, a integrarlas en su ropa y su barba pintada para hacer de lo binario algo así como una antorcha extinguida para siempre. Ella, Orlando, con el micrófono en la mano, porque el teatro político necesita de ese instrumento tan bastardeado para decir que cuando se alza la voz se puede producir pensamiento, va a hacer una proclama sobre la escritura como una práctica que martilla el tiempo para habitarlo como una especie de autora que quiere borrar la autoridad del padre y alejarse de los hechos. Aquí Orlando no escribe por petulancia, como ocurría en la novela de Woolf, la letra que está en las paredes del escenario como un graffiti que no cuida las formas, llama a pensar. Si el Mal, como señalaba Emmanuel Levinas, es desentenderse de las consecuencias de los propios razonamientos, la acción en el teatro reproduce obediencia.  

Maricel Álvarez ofrece una criatura que no se conforma, que desconfía de los bien descansados, de la felicidad como consenso. Como en Hécuba, el gineceo canino, hay algo agónico en el decir que la lleva a un límite donde la actuación parece emancipada del personaje. Ella busca una reacción en ese público al que le habla de frente para hacerle saber que siempre elige ser esclavo. Igual que su biógrafo, personaje instalado en lo alto de una escalera, considera que la libertad es algo que el humano rechaza. Esa huida hacia las filas de la normalidad es lo que hace del impulso insatisfecho un cuestionamiento al humano como copia exacta de su propio verdugo. 

La dramaturgia de Emilio García Wehbi no descansa. Elige un personaje que atraviesa cinco siglos, como una suerte de vampiro que se nutre de todos los sexos imaginados para decir que el cuerpo ya no es sagrado. 

Lo político en el teatro de García Wehbi y Álvarez está en el modo impertinente de unir la filosofía, las tramas de los mil nombres de la ciencia con lo inmediato. El contexto es un dato del que se desmarca Orlando, por más que los hechos históricos aparezcan en abundancia durante toda la obra, especialmente en el parlamento del biógrafo que encarna García Wehbi, afianzado en el papel como documento, a diferencia de Orlando que no necesita leer porque la historia está en ella. Romper el territorio es un modo de hacer entrar en tensión todas las épocas para pensar que Orlando puede estar viviendo el siglo XVII en pleno siglo XXI. La muerte es la correntada que los une y que hace de los sujetos sombras de muertos. Hay una noción de lo humano que está cada vez más vaciada y que Orlando enciende cuando se pregunta cómo soportamos tanta humillación, esa que ni los animales aceptarían. En el lenguaje está la única posibilidad de reconstruirse, incluso el sexo sería algo así como un modo de pensar, de ser condescendiente o enemigx de la realidad. Si la biología fue rebatida en los estudios de género y Beatriz/Paul Preciado vuelve a ella como campo de experimentación, esta Orlando que no acepta ser alcanzada por la noción de androginia hace del sexo una dialéctica empecinada en el lenguaje como zona masacrada por la opinión, acopio de muertes que sueltan un fuerte olor a macho. 

Orlando se presenta de jueves a domingos a las 20 en el Teatro San Martín. Av. Corrientes 1530. CABA.