La rutina es la estructura pero también el sustento filosófico de Días perfectos. Wim Wenders propone una historia repetitiva donde el protagonista se comporta como un operario en todas las instancias de la vida. Cada acción responde a un mecanismo que lo constituye y que requiere de un equilibrio.
A lo largo de la trama queda claro que cuando se produce un desbalance en el tiempo de sus ocupaciones laborales y las horas en las que no está limpiando baños públicos, la calma que parece expresar se vuelve insostenible. Cada mañana después de guardar esa especie de colchoneta en la que duerme y regar las plantas, Hirayama (Koji Yakusho) mira extasiado hacia el cielo en un gesto que, en su reiteración, puede leerse como parte de un artificio, como si Wenders recreará una escena publicitaria e instalara una lógica que se propone romper con el verosímil.
De hecho, los viajes por la autopista en una camioneta que contrasta con la precariedad de su casa, donde escucha música de los años 80 en cassette, también supone una felicidad de aviso publicitario que no se condice con el modo de ganarse el sustento. Hirayama limpia con una meticulosidad exagerada los baños públicos de Tokyo, pone una concentración, un detalle y hasta una dedicación exhaustiva como si el director alemán quisiera señalar que cada oficio, por más insignificante y poco gratificante que resulte, debe hacerse con devoción y eficiencia.
Pero dentro de las posibles interpretaciones de Días perfectos (el film puede verse en la plataforma de streaming Mubi y continúa en algunos cines), y de las discusiones que suscita, hay que pensar que esa forma contemplativa, esa descripción de acciones no implica que el autor esté reivindicando o defendiendo ese ascetismo. Hirayama lleva una vida solitaria, casi asocial, aunque todavía habita un mundo analógico. Saca fotografías al cielo (lo que sugiere cierta voluntad de evasión) pero las almacena en cajas sin tener otro propósito que sostener esa práctica y cumplir obsesivamente con el ritual de llevarlas a revelar y comprar otro rollo.
Esa mecanización de la vida donde siempre se lo ve con un gesto feliz que no delata plenitud sino una especie de imposición que se sustenta en la insistencia sobre un mismo esquema de vida, no desconoce una dimensión crítica. De hecho como espectadores no llegamos a convalidar y a creer que sea posible mantener esa calma, ese estado anímico inquebrantable en una cotidianidad que debería generar momentos de aburrimiento, de tristeza, incluso de asco en relación al trabajo que desempeña.
Wenders está presentando un ser de una pieza, una forma de vida que no se ciñe a los requisitos de la vertiginosidad, la ambición y la competencia de nuestra época pero tampoco escapa a los consumos, incluso a cierta fetichización de la cultura entendida como una acumulación de libros, de videos y de cassette que si bien lee y escucha no constituyen ninguna clase de experiencia, ninguna amplitud simbólica en ese universo. Es verdad que Hirayama es un desclasado, que la aparición de su sobrina y su hermana dan cuenta de un entorno social privilegiado al que ya no pertenece.
Intuímos un trauma y una tristeza que se contiene gracias a esa esquematización de los días. También es cierto que después de pasar varias jornadas con su sobrina demuestra no soportar mucho esa soledad y se involucra con un desconocido una noche de sábado para poder compartir una cerveza como si ansiara algún tipo de aventura. Leer el desarrollo dramático de un personaje como una convalidación del autor y deducir que Wenders está haciendo un llamado al conformismo, forma parte de la mirada literal que existe hoy sobre el arte.
Que el protagonista no se rebele ni se cuestione su vida, que no deje de obedecer y de ser funcional a un sistema que crea sujetos limitados al trabajo y al consumo, no significa que la elaboración misma del film esté negando una alternativa crítica sobre esa vida. Un detalle interesante es que Hirayama no participa del mundo virtual, tiene un teléfono celular sin internet, no usa computadora, escucha música en cassette pero su característica es la de un autómata. No hay vida en él ni real ni virtual, solo un automatismo enlazado con un cuerpo siempre presente, con la materialidad de las cosas pero que no puede ir más allá de sí mismo. Habla muy poco durante las dos horas del film, la música y los libros que lee hablan por él.
Se trata de un ser que no se percibe como parte de un entorno social sino que expresa un individualismo mecánico bajo la apariencia de una espiritualidad anacrónica. Hirayama es la consumación del capitalismo japonés como una forma de obediencia y como una ideología imperceptible que se manifiesta en ese comportamiento solitario como si el protagonista no quisiera perturbar al mundo con su presencia.