En el contexto de lo que viene ocurriendo en los últimos tiempos no debería ser una sorpresa la detención del ex vicepresidente Amado Boudou, a pesar de que no existan justificadas razones jurídicas para someterlo a esta situación. Sobran, sin embargo, las coartadas mediáticas y pseudo políticas para montar la escena en el marco de una estrategia que centre la vista en esta y las anteriores detenciones para apartar la mirada sobre la demoledora arremetida contra derechos ciudadanos adquiridos y presentada por el Presidente bajo el título de “consensos”. Y si la sorpresa existe aún, puede ser una manifestación más de ingenuidad o resabio de que todavía creemos en los derechos de las personas y en el valor de la Justicia. Tal vez por eso la detención de Boudou fue insospechada hasta para los juristas más adictos al oficialismo.

No así para los voceros mediáticos del Gobierno que en la semana ya habían reprendido públicamente a los jueces Daniel Rafecas y Ariel Lijo por no actuar en consonancia con los deseos del Gobierno en lo que ellos, quienes hablan y escriben en nombre del Gobierno, califican de “corrupción”. Obediente o amedrentado, Lijo actuó en consecuencia y entregó a Boudou como ofrenda en el altar de un Poder Judicial que hace tiempo secuestró y sacrificó a la Justicia.

Lo demás ya es conocido. Los medios que trabajan para el Gobierno tuvieron fotos del detenido en su casa, con chaleco antibalas y en la situación más humillante posible para acrecentar el morbo. Imágenes que solo pueden haber salido -como en casi todos los casos anteriores en las que trascienden- de las propias fuerzas de seguridad actuantes, del ministerio que las comanda o del Poder Judicial. Pero estas ya son violaciones menores que por consuetudinarias terminan validadas de hecho por la práctica y que ni siquiera mueven a la pregunta sobre su legitimidad y acerca de los derechos de las personas sometidas a estas situaciones.

Está ampliamente demostrado que Amado Boudou aún desde antes de dejar su cargo de vicepresidente se allanó en todos los términos a los requerimientos judiciales y que no existe razón alguna jurídicamente válida para determinar la privación de la libertad de quien no está condenado y cuya inocencia se presume hasta que eventualmente haya una sentencia en contrario. Pero eso ya no importa, porque hay procesos sumarios de carácter mediático que luego son refrendados por los jueces. Tampoco es casual que el procedimiento se haga un viernes, antes de un fin de semana, sin aviso a los abogados defensores como si el acusado estuviese implicado en un plan de fuga minuciosamente planeado. Tampoco hay interés real por la aplicación de justicia. Los objetivos son otros.

Existe el propósito ya inocultable de disciplinar a la sociedad y dentro de ella a todos aquellos y aquellas que hayan representado intereses distintos a los de quienes hoy ejercen el poder en todos los niveles y sentidos. Más allá de las explicaciones que, como cualquier ciudadano, Boudou tendría que dar en el marco de un sistema de justicia imparcial y donde rija efectivamente el derecho a la defensa, es evidente que el ex vicepresidente -como otros- está “pagando” osadías tales como la reestatización de las AFJP que llenaban las arcas de poderosos grupos económicos sostén del actual gobierno. El mensaje que se manda es el disciplinamiento de la política al poder fáctico, y el adjetivo usado para la descalificación simbólica es “corrupción”, para lo cual no hacen falta pruebas, ni siquiera indagatorias. Y para cuyo fin se usan figuras tales como la “asociación ilícita” –recurso inventado por la dictadura militar– para calificar decisiones de índole política adoptadas por autoridades democráticas.

Demás está decir que si la misma lógica judicial se aplicara a muchos de los que hoy son funcionarios, “el mejor equipo de gobierno de los últimos cincuenta años” podría verse gravemente diezmando en sus filas. Con seguridad eso no va a ocurrir, entre otros motivos porque los medios de comunicación afines en lugar de hacer sesudas investigaciones sobre evasores y blanqueo piden por el contrario que -siguiendo el razonamiento presidencial- se considere el sentido patriótico de los blanqueadores y se perdonen sus eventuales delitos por considerarlos apenas infracciones menores.

Entre los propósitos de la “nueva derecha” en el gobierno está sin duda el de “regresar a la normalidad” y “restablecer la seguridad jurídica”. Es la traducción de una mirada de clase que sostiene que la sociedad tiene que volver a ser rejerarquizada después de años de disfuncionalidad. Tienen que gobernar los que nacieron para mandar y no hay lugar para los plebeyos en la política. Y quienes por fuera de la casta del poder se animen a la política se exponen a severas sanciones, incluida la cárcel. Para ejemplo, solo basta mirar la situación actual de Milagro Sala. El argumento puede ser la “corrupción”, el “terrorismo”, la “subversión, el “lavado de dinero” o imputaciones que van desde “perturbador del orden público” hasta “mapuche”. Poco importa el calificativo porque en la democracia del “diálogo y del consenso” todos vivimos en libertad condicional y, al contrario de lo que establece la Constitución y la ley, si pensamos distinto al Gobierno pasamos a ser culpables, primero mediáticos y después jurídicos, sin mayores posibilidades de demostrar lo contrario.

Así visto, el “diálogo” es un simulacro por el cual el poderoso concede la palabra para habilitar la catarsis de quienes, sin ninguna posibilidad ni alternativa, tendrán que ajustarse luego a los designios de aquellos que ejerciendo del poder real y el gobierno legal de la democracia saben de antemano que les asiste si no la razón, por lo menos la posibilidad de imponer decisiones acordes a sus intereses. Y el “consenso” es el resultado de la opinión impuesta por gerentes y políticos que por motivos de cuna, de clase y de historia están “naturalmente” llamados a ejercer el poder.

No es ilógico señalar entonces que, a tono también con el contexto internacional, el proyecto de la alianza Cambiemos y de la “nueva derecha” apunta realmente a restaurar la normalidad del poder y el funcionamiento de una democracia formal en la que las decisiones están restringidas a quienes “nacieron” para mandar y gobernar y en la que no queda espacio, ya no para la gestión y la participación política de los subalternos, sino sencillamente para que éstos se expresen de manera diferente. Si lo hacen no serán escuchados, silenciados por las corporaciones mediáticas del oficialismo, denigrados simbólicamente. Si insisten, les cabe la represión y hasta la cárcel. Porque sin importar la ley y muchos menos la Justicia, todos estamos en libertad condicional.