¿Un soviet y un pogrom en la Argentina al más crudo estilo de la Rusia del último zar?

Lo del soviet fue una mentira conspirativa de la policía de Hipólito Irigoyen como respuesta a las luchas de los ferroviarios, los trabajadores navieros y los de frigoríficos.

Lo segundo, el pogrom, es decir la cacería y el linchamiento de judíos, ocurrió efectivamente en el barrio de Villa Crespo en los tumultuosos días de la Semana Trágica de 1919.

Pero ese rumor y el hecho real y sangriento del Pogrom fueron síntomas de la forma en que la Revolución rusa de octubre de 1917 (7 de noviembre, para nosotros) perturbó el escenario político y social de esa Argentina que ensayaba su primer gobierno de masas ante la mirada paranoica de la oligarquía. 

Cuenta María Saenz Quesada (“La Argentina; historia del país y de su gente”) que “El clima social se volvió más tenso. En las clases propietarias, favorecidas por dos décadas de altos ingresos agropecuarios, cundió el temor de que se produjera una revolución como en la Rusia zarista. Veían comunistas y anarquistas por todos lados. Y culpaban a bolcheviques y radicales disolventes”.

El 22 de noviembre de 1918 el intelectual José Ingenieros, pronunció una conferencia titulada Significación histórica del movimiento maximalista. Fue una defensa entusiasta de la revolución y de los bolcheviques. Conmocionó porque Ingenieros era una figura de mucho prestigio.

Se puso de moda la palabra “maximalista”, que Ingenieros definió como “el máximo de reformas posibles según las condiciones de cada sociedad”. En otras palabras, no podía existir una fórmula universal. 

Nuestra democracia embrionaria era sacudida por las repercusiones de una revolución lejana que instauraba la dictadura del proletariado.

El movimiento obrero argentino se repartía en anarquistas, socialistas y sindicalistas revolucionarios, y la oposición partidaria de izquierda al gobierno radical eran básicamente los anarquistas y el Partido Socialista.

El historiador Ricardo Falcón subraya tres debates que dominaban la Argentina de la segunda década del XX: la postura frente a la Guerra Mundial –aliadófilos o neutrales–; los debates sobre la legitimidad de nuestra democracia, y las alternativas que abría la primera revolución socialista del mundo. 

El país, sacudido por el aluvión de inmigrantes, se vio en ese momento conmocionado, como señalamos, por grandes huelgas.

Irigoyen dialoga con los sindicalistas y arbitra. Pero también reprime. En noviembre de 1917 aplasta con los infantes de marina la huelga en los frigoríficos de Berisso.

Los Sindicalistas Revolucionarios, la corriente en ascenso, adhirieron sólo en el primer momento a la Revolución Rusa.

Aumentan los conflictos y las huelgas, y los patrones contratan rompehuelgas. 

La Federación Obrera Argentina (1901 y 1930), impulsó el “comunismo anárquico” hasta 1915. Pero luego estallaron las divisiones, entre la FORA del V Congreso, anarquista y dura, y la FORA del noveno congreso, con mayoría sindicalista y cultivando un perfil más moderado.

Coinciden con diferencias en las luchas de la Semana Trágica de 1919, pero sus divisiones se van a sentir en las revueltas de los peones de la Patagonia en 1921.

El anarquismo, ideología dominante entre los obreros en los años de auge del Modelo Agro Exportador (1880-1914), fue declinando.

A diferencia del socialismo, rechazaban la democracia parlamentaria y toda negociación con los poderes constituidos. 

La corriente sindicalista, en cambio, rechazaba la vía electoral pero aceptaba negociar con “el estado burgués”.

Los trabajadores rusos fueron revolucionarios porque el régimen zarista no negociaba. La patronal argentina era también brutal, pero la cara negociadora de Irigoyen alentaba la autonomía sindical.

La Semana Trágica de 1919, que fue la huelga en la fábrica metalúrgica Vasena, unió a todas las corrientes sindicales. Los trabajadores, indignados, querían huelga violenta y anti-sistema.

Llevaban una vida dura. Ya en 1914, cuatro años después de las pomposas celebraciones del Centenario, alrededor del 61% de la población se hacinaba en conventillos o en casas precarias.

Ingenieros ve en la revolución bolchevique “el símbolo de la nueva conciencia de la humanidad”, y la compara con  “las fases heroicas del cristianismo, de la Reforma y de la Revolución Francesa”. Pero en 1924 escribirá que “América Latina no puede pensar hoy en experimentos comunistas”.

El socialismo argentino tenía cuna liberal y mostraba contradicciones: Rodolfo Puiggross cuenta que el propio Justo era librecambista, y estaba en contra de que el gobierno argentino aplicara el proteccionismo (“El Yrigoyenismo”).

Así se dividieron frente a la guerra y luego, en 1918, un sector crea el Socialismo Internacionalista y en 1921 el Partido Comunista, buscando recobrar el programa marxista.

Y hacia 1928 viraría a la derecha una nueva escisión socialista: Federico Pinedo y Antonio De Tomaso, que venían impulsando alianzas con los conservadores, van a aplaudir el golpe de Uriburu y más tarde integrarán la Concordancia del general Justo. 

Hace cien años la oligarquía aborrecía al gobierno radical, y sus hijos, militantes del grupo paramilitar Guardia Cívica, lanzaban consignas como “Evitar otro Petrogrado de 1917” y “Atacar rusos y catalanes”. 

Odiaban a maximalistas, comunistas, anarquistas, judíos, rusos, catalanes, socialistas y sindicalistas.

¿Por qué, habiendo sido profundas las repercusiones de la Revolución rusa en Argentina, nuestra izquierda no alcanzó en estos cien años el poder, siquiera por vías democráticas, como sí sucedió en países vecinos?

Primero hay que atender a las desventuras de la dictadura del proletariado en la Unión Soviética.

Por otro lado, en toda América Latina, salvo en Cuba, la izquierda incursionó sólo fugazmente en el poder, con golpes militares de izquierda en los 60 y 70, y el trágicamente derribado gobierno de Salvador Allende. Existieron oleadas, como el tenientismo en Brasil en los años 30, el socialismo de los mineros bolivianos en los 60, estallidos como el clasismo de los obreros que produjeron el cordobazo en 1969.

Más cerca de nuestros días, los períodos del PT en Brasil, y un socialismo tibio integrando fórmulas de gobierno en Uruguay y en Chile.

Pero una revolución roja sólo en Cuba, en el contexto de un mundo bipolar, y desmesuradamente hostigada por los Estados Unidos.

En Argentina los dos partidos de masas –el radicalismo de Irigoyen y el peronismo– actuaron como enorme freno a cualquier alternativa revolucionaria, que, por otra parte, tampoco se planteó.

Agréguese que gran parte de la izquierda argentina ha tenido a lo largo del siglo XX una impronta liberal y, en ocasiones cruciales (1930, 1945 y 1955), repudió a los gobiernos populares.

En el nuevo milenio, el PC acompañó a la fuerza nacional y popular que gobernó doce años. 

Los rusos y el mundo tuvieron un octubre del ‘17. Los argentinos, un 17 de octubre.