LA VERDAD DEL REGRESO

Volví de mi exilio porque Joao Gilberto me llamó. Creo en Joao de una manera sobrenatural. Mi amiga Barbara Browning, profesora de la Universidad de Nueva York creó, ya en los años 90, un culto dedicado a Joao Gilberto, el divino. Yo lo creé en 1959. Cada vez que leo las quejas del crítico marxista brasileño Roberto Schwartz contra la superstición, recuerdo al psicoanalista Rubens Molina, con quien tuve la mas espontánea y profunda sintonía analítica. Yo le contaba detalles sobre mis vicios mentales (esos de los que hablo en el capítulo sobre la prisión) y él, después de escucharme durante bastante tiempo, dijo: “Superstición es mejor que religión”. No es una frase teórica. Y no es un contrapunto a la afirmación de Levi-Strauss de que los hombres crearon las grandes religiones para liberarse de las supersticiones. O el otro argumento de Olavo de Carvalho al defender la religión ante sus detractores con la afirmación de que quien no tiene religión (o reniega de aquella en la que se crió) deviene preso de supersticiones. No. Era psicoanálisis. En aquel momento, Rubens estaba diciendo todo eso sólo para mi. Podría haberme servido –y me sirvió– para dar cada vez menos peso a los rituales supersticiosos, lo que gradualmente me llevaría a prescindir de ellos. Sin dejar, claro está, de insinuar que la religión es una locura mayor, formateada y compartimentada. En este caso, lo que escuché en el diván resurge apropiadamente: vine a Brasil porque creía supersticiosamente en Joao Gilberto. Y, al sugerir en su crítica de Verdad Tropical que oculto posibles transacciones oscuras que propiciaron ese regreso, Roberto Schwartz me calumnia veladamente porque está preso de la gran religión marxista. En ese momento, él está mas ciego que yo. No hice ningún arreglo con quien quiera que sea para regresar de manera definitiva del exilio. Apenas llegué a Londres, en 1969, Chico Anysio me escribió una carta ofreciendo ayuda para regresar. Sabía de mi tristeza desesperada y decía tener diálogo con personas que podrían resolverlo. Respondí de hecho que estaba muy mal fuera de Brasil, y agradecí la oferta. Pero la rechacé: le dije que no quería nada de los militares que me encarcelaron y cuya política odiaba. Cuando Bethania me dijo que iba a intentar conseguir que viniera para el aniversario del casamiento de mis padres, en 1971, acepté porque era ella. (Bethania también tiene eso que veo en Joao Gilberto: Chico Buarque siempre dice que “a Bethania y a Milton les obedecemos”). Sólo después supe que Bethania hizo algunos arreglos con Benil Santos, que era su representante. Ella me decía que era inaceptable mi ausencia en la misa para nuestros padres. Que ellos se sentirían muy mal si yo fuese el único hijo ausente. Vine. Y fue un terror: preso en la escala del avión, llevado a un departamento en la Presidente Vargas para seis horas de interrogatorio y amenazas, transportado en un celular a la casa de Bethania, con órdenes de ir directo a Salvador, de donde no podría salir, con prohibición de cortarme el pelo y afeitarme la barba, permanentemente seguido por dos agentes de la Policía Federal, prohibido de dar entrevistas excepto por escrito y revisadas por esos agentes, obligado a hacer dos programas en la Globo “para que todo parezca normal”. ¿Será que Benil ganaba algo con eso? Me duele pensar que fuera así: es un colega compositor y me caía bien. Lo que describe el historiador Elio Gaspari sobre el mundo de  corrupción que era la dictadura militar me lleva a creer en esa posibilidad (tengo pena por esos pobres diablos que salen a las calles a pedir el regreso de la dictadura contra la corrupción: Lula y Dilma fueron los únicos que en mucho tiempo dejaron trabajar al Ministerio Público y a la Policía Federal en paz). Benil asesoraba también a Chico Alysio, o por lo menos eso fue lo que entendí (inclusive años después, cuando Chico, medio mamado, dijo en televisión que yo era un ingrato, que él y Benil me habían traído del exilio y producido mi show en el Canecao –cosa que no sucedió en ese viaje– y que ahora yo cantaba “Debaixo dos caracóis” agradeciendo a Roberto Carlos...). Cuando volví fue porque Joao me aseguró que todo sería lindo, que nadie me trataría mal, que en el aeropuerto sólo encontraría sonrisas. ¿Demasiado kitsch para Schwartz? Dedé y yo quedamos impresionados con la precisión de esas predicciones. Pero vine con miedo. Arreglamos un encuentro con Violeta Arraes para tener por lo menos un cuadro más realista. Violeta nos dijo que había hablado con Luis Carlos Barreto, que le dijo que todo podría salir bien. Hoy Jorge Mautner me dice que Violeta, mucho antes, en nuestro verano en Cataluña, le pidió que nos disuadiera de volver, aun cuando eso fuese posible, porque permanecer exiliados “dramatizaría la dictadura”. Si volviésemos, cierta forma de resistencia se perdería. Pero ni él ni ella nos dijeron nada de eso en esa época. Tengo la certeza de que no hubiese venido si hubiese sabido de cualquier interés de los militares en vernos aquí. Vi todo como parte del arbitrio ilógico de la dictadura, sobre lo cual cuento todo en el capítulo de la prisión. Estas son todas las entrañas íntimas de mi regreso para cantar con Joao y Gal, que determinó mi decisión de regresar definitivamente. Una vez aquí, nunca me vino a buscar ninguna autoridad, por mínima que fuese. Con la excepción del agente de la censura que quiso prohibir mi show de regreso por culpa de la palabra “reggae”: los que cortaron –en la canción ya grabada por Bethania– versos de “Negror dos tempos”, así como la palabra bofes en “Deus e o diablo” lo hicieron sin necesidad de informármelo personalmente.


EL BUEN CAMINO

Mi ciudad de Santo Amaro da Purificacao (que, en un texto semipoético de los años 60 deformé en “Santo Amargo da Putrificacao”) es tal vez la mas contaminada del mundo por residuos de mercurio, horror que se debe a la instalación de una fábrica de plomo, una conquista del estado de Bahía para industrializar nuestro Municipio. Cuando leí en un libro de divulgación científica llamado Breve historia de casi todo, de Bill Bryson, que el plomo fue utilizado para mejorar la potencia de la nafta por un empresario norteamericano que murió por las consecuencias de su invento en su propio organismo pero que, aún sabiendo de los males que causaba ese descubrimiento, insistió en seguir enriqueciéndose con el agregado de plomo, pensé que toda la energía que yo invierto en componer y cantar, viajar y tocar en vivo, debería haberla empleado en luchar contra ese estado de cosas en mi propia ciudad: imaginé una acción propiamente política en el ámbito municipal. Estaba de viaje por Europa cuando escuché sobre eso por primera vez. Fue Violeta Arraes la que me alertó. Al regresar al Brasil, la única cosa que hice al respecto fue un samba. “Purificar o Subaé” es el título que le puse (y que constituye su estribillo). Fue larga la lucha legislativa en los Estados Unidos para prohibir el plomo en la nafta. En países como Brasil todavía se admite un porcentaje de plomo equivalente a la que fue estipulada allá como límite, antes de la prohibición total. 

   Tengo 75 años. No veo cómo podría volver a vivir en Santo Amaro sólo para luchar por la limpieza de la tierra y por el castigo a los responsables. Podría haber vivido una vida mas centrada en algo objetivo. Pero me vuelvo loco por las canciones. Mientras escribo, Brasil está en perpetua convulsión y hay demasiadas cosas sugiriendo que no hay motivos para ser optimistas. Para curar los momentos de amargura, recuerdo una frase de Fernando Pessoa citada por Eduardo Gianetti: “Nos extraviamos a tal punto, que debemos estar por el buen camino”. 

En los últimos tiempos, mi inclinación hacia la izquierda se vio obligada a explicitarse, dada la intensidad con la que las fuerzas conservadoras se levantaron en Brasil. Para mucha gente eso fue un combustible para la polarización y el regreso de las clasificaciones y descalificaciones fáciles. En mi caso, el desprecio por la aristocracia boba de los izquierdistas no justifica una adhesión a los planes siniestros de la derecha.


UN DISCO CASI PERFECTO

Fina estampa es tal vez el único de mis discos que me gusta escuchar. Nunca lo pongo en el tocadiscos, pero si alguien lo hace, me sorprendo con “Recuerdos de Ypacaraí” y “María Bonita”. Y me gusta casi todo lo que escucho. Los arreglos de Jacques Morelenbaum son de lo más inspirados. Pero en la canción del título, el deslumbrante vals de Chabuca Granda (uno de mis mayores amores latinoamericanos), me equivoco en la letra. Y Jaquinho, que aprendió la canción a través de una grabación de María Dolores Pradera, repitió la introducción creada para esa versión, creyendo que se trataba de la versión de la autora. Pero, en su mayor parte, Fina estampa es casi pura belleza.


SABER SAMBAR

Cuando escribí este libro, pensé en llamarlo Boleros y civilización, un viejo juego de palabras mío de 1968 (que hubiese aparecido en la contratapa de un disco que no hice porque la prisión interrumpió mis planes de composición), como un guiño al famosísimo titulo Eros y civilización, de Marcuse. Pero el editor norteamericano me dijo que en Estados Unidos nadie pensaba en Marcuse. Otro título que imaginé fue Meu tropo. Recientemente encontré, en Google, referencias a un libro de epistemología titulado Tropical Truth(s). Es un estudio sobre tropos, las figuras del lenguaje, en su relación con la verdad. Así que mi libro, finalmente bautizado a partir del bolero “Vereda tropical”, es mi tropo, mi monstruosa metáfora (¿o metonimia?), al adjetivar su propia verdad. Cuando salió, edité un disco del que gusto más críticamente que de Fina estampa, aunque lo encuentro mucho menos agradable de escuchar: lo bauticé Livro. Hice muchos otros discos y shows en los años que siguieron a los que cuento en Verdad tropical. Escribir sobre eso sería como hacer otro libro. Puedo apenas decir algo que debe, en este último párrafo, orientar a quien me lea. Un ejemplo de mi juicio, de mi proceso de concientización y de cómo soy estimulado –lo que explica toda mi política y mi profecía– es este: hace pocos días vi a Marisa Monte cantando acompañada por Paulinho da Viola, Pretinho da Serrinha, Dadi y otros músicos. En un momento, ella ensayó unos pasos de samba. Ella sabe sambar. Roberta Sá, cantante más joven que ella, sabe sambar. Carmen Miranda no sabía sambar. Hasta donde yo se, tampoco lo sabía Aracy de Almeida, a la que Noel Rosa prefería a Carmen, que fue bautizada como “el samba en persona”. Ni Linda Batista. Ni Dalva de Oliveira. O Angela María. Parece que la primera cantante profesional de samba, estrella de la industria cultural, en saber sambar fue Elza Soares. Hoy, muchas chicas de clase media, actrices de cine y televisión, negras, mulatas o blancas, saben el paso básico del samba carioca. Carmen Miranda no lo sabía. En el palco de Radio Nacional, vi a Jorge Veiga esbozar pasos de escola do samba. Los cantantes del grupo Fundo do Quintal, de los años 90, son bailarines refinados de samba. Pero la costumbre de que las personas de clase media aprendan a bailar samba comenzó a mediados de los años 60, con la moda del samba de morro (iniciada por Nara Leao) y el restaurante Zicartola, en el que el compositor Cartola presentaba otros sambistas. Helio Oiticica, en ese período, se hizo pasista de Mangueira. Las generaciones que vinieron después aprendieron a sambar. Yo sé sambar, desde chico, en el estilo Reconcavo Bahiano. Bethania y Gal aprendieron algo de eso. El samba volvió a las calles de Salvador al comienzo de los 90, con el grupo Gera Samba, que se convirtió en E o Tchan. Antes, estaba restringido a las casas de camdomblé. Las cantantes de samba carioca comenzaron a sambar a partir de fines de los años 60. Carmen Miranda no sabía sambar. Eso, para mí, marca un cambio profundo en la historia de nuestra cultura popular.