Si la “bondad” de una leyenda familiar corriera el riesgo de romperse, siempre existe un momento de rescatar algo, lo que fuera. Entonces un personaje llamado Eva, explicita, con la urgencia de un rescate: “Si tuviera que quedarme con un solo gesto redentor, uno solo, elegiría la despreocupación de la hamaca. O, mejor, ese momento del que no hay fotos, el cruce del río Campo, la salida del Camerún. Los minutos en los que Hans Schuster ya no era un colono alemán, pero aún no se había entregado a los españoles y no era un prisionero de guerra. Esos minutos en que fue un derrotado y un apátrida”.

En Los alemanes, premio Alfaguara de novela 2024, el español Sergio del Molino bucea en la historia oficial de una familia, de las que se conocieron como “los alemanes africanos”. Algo que posiblemente suene a una conjunción imposible, a una broma de la historia, y tal vez por eso el escritor coloca una nota antes de que arranque la ficción. Los “hechos reales” cuentan que el 2 de mayo de 1916 los vapores Cataluña e Isla de Panay atracaron en el puerto de Cádiz. Transportaban a seiscientos veintisiete alemanes procedentes de la colonia de Camerún, conquistada por los aliados en febrero de ese año en uno de los episodios menos conocidos y menos comentados de la Gran Guerra. En lugar de rendirse a sus enemigos, los alemanes se entregaron a las autoridades españolas en Guinea. España, como potencia neutral, los acogió como internados. Entonces ya no abandonaron el país y se instalaron, sobre todo y entre otras ciudades, en Alcalá de Henares, Pamplona y Zaragoza. Pronto, sin embargo, se harían famosos en la región y serían conocidos como los alemanes del Camerún.

“Hasta aquí, la historia tal y como aparece en los registros. A partir de aquí, la leyenda”, dice del Molino, en una interesante tensión entre relato y ficción, mito y crónica documental. No casualmente la novela fue elegida por unanimidad por un jurado que ponderó “su maestría para narrar un suceso muy poco conocido de la historia española relacionado con las mutaciones del nazismo y con hondas consecuencias en el mundo actual”. Consecuencias que se expanden como esquirlas en la memoria entre los hijos, los nietos, los bisnietos: una culpa arrastrada por décadas.

¿Todas las patrias, en cierto modo, son imaginarias? En Los alemanes los oscuros y escurridizos secretos familiares se dinamitan en un nebuloso abanico temporal que entre los personajes se viven más como amenaza que como un sentimiento de nostalgia y arraigo. Lo oculto es una olla a presión en los intersticios de la conciencia. “También le tendría que contar que me parezco al director nazi de un colegio nazi, y que tuve pesadillas toda la noche con eso. O mejor no. Era un detalle demasiado burdo incluso para el Loco Ziv. El cazador cazado, me diría Gal. O peor: uno se convierte en lo que persigue”, confiesa una de las tantas voces de una ficción densa, poliédrica.

El pasado y su implacable poder de destrucción vive en los cuerpos de los descendientes, que reconstruyen un doble desarraigo en la historia, primero de Camerún y luego de Alemania -a la cual no pueden volver-. Aquellos que debieron inventarse una patria para escapar de los desastres de la guerra, una realidad que no deja de repetirse en el convulsionado mundo contemporáneo. ¿Heredan los hijos las faltas de los padres? ¿Qué se puede hacer con la herencia cuando acecha al punto de la desintegración? ¿Es posible huir de la familia, de la pesada carga de sus pecados y crímenes?

En Los alemanes, hay cuatro narradores principales con su propia melodía, con su propia versión de las cosas. En esa relación con el pasado, parece decirnos Sergio del Molino, no hay nada más ambivalente que la tradición: cada uno siente, a la vez, atracción y rechazo, familiaridad y extrañeza en sus emociones. Lejos de los esquemas reaccionarios, la novela muta y escapa de los caminos previsibles, algo que conduce, en paralelo, a la condición del género: para armar su relato, el escritor español reporteó inicialmente como un periodista -del Molino es columnista del diario El País-, habló con familiares, descubrió que la historia de los alemanes africanos había sido muy popular en su época y olvidada poco tiempo después, y hasta llegó a escribir un ensayo, Soldados en el jardín de la paz (2009), el primer acercamiento que tuvo sobre la colonia alemana instalada en Zaragoza.

“Aspiro a que la literatura ponga en marcha una de sus grandes armas que es intentar crear la ficción de que el otro no es un misterio tan profundo y que comprendiéndolo somos capaces de comprendernos a nosotros mismos”, repitió Sergio del Molino en la presentación de su novela en la Feria del Libro en la Rural, citando a Gabriel García Márquez en esa habilidad de narrar el universo entero a partir de una pequeña comunidad. En su caso, desde el grado cero de las relaciones familiares.

Detrás de todo linaje y su continuidad también están las rebeliones, como un personaje que ha construido su vida contra todo lo que representaba la familia. Un nazismo “inconsciente”: cuando llega el Tercer Reich se nazifican todas las colonias alemanas en el exterior y eso afecta directamente a los alemanes del Camerún que se instalaron en España. Son inevitables ciertos cruces, como la pregunta sobre cómo coexisten un pequeño comerciante alemán de Zaragoza con un alto funcionario que organizaba los trenes a Auschwitz. Referencias que, en el libro, llegan a Hannah Arendt y la banalidad del mal. Fede, uno de los personajes que suele escribir sobre temas humanistas, dice: “Que no fuera el responsable máximo no le exime de culpa. Eichmann es un criminal en tanto que miembro de una organización criminal, y ni el más tonto y prescindible de los gánsteres puede alegar obediencia cuando juzgan a la mafia”.

La ficción de origen de toda familia y su mapa incompleto, la relación entre los vivos y los muertos -no por azar la novela empieza en un cementerio alemán, con una dosis de humor y acidez que acompaña como un escudo protector a los personajes-, la inexorable soledad pese a toda idea de identidad y comunidad, y la música de Franz Schubert, especialmente Viaje de invierno, perfecta simbiosis de música y poesía, en una novela polifónica nutrida de diversos movimientos como una sinfonía que rasga las principales tragedias del siglo XX. Un epígrafe de los diarios de Schubert traza el corazón del texto: “Nadie comprende el dolor del otro, y nadie comprende la alegría del otro. Siempre pensamos en ir hacia el otro, pero lo único que hacemos es pasar unos al lado de otros. Qué padecimiento para quien se da cuenta de esto”.