Él es de La Plata pero trabaja en Quilmes, en la empresa de un amigo de su padre. Ni bien terminó el secundario consiguió un lugar allí, y encima, para la envidia de sus compañeros que arrastran años de antigüedad, le pagan un buen sueldo. Por la tarde estudia la carrera de contador público en la Universidad Nacional de La Plata, y cómo sabía que ese era su anhelo desde los catorce años, la familia buscó un lugar donde pudiera hacer sus primeras prácticas.

Viaja todos los días en tren. A las seis suena el despertador, se lava la cara y a la media hora está en la estación de trenes de 1 y 44. Detesta todo. La hora, el transporte, el humo de la parrilla que cocina las tortillas, el grito de los cafeteros y las bocinas de los colectivos. Le da bronca la gente que salta el molinete, o los que se hacen los distraídos y pasan por la puerta de emergencia. Y más bronca aún le generan aquellos guardias que, cómplices o ineptos, miran para el costado.

Ayer salió del trabajo, se sentó en el cuarto vagón y se puso los auriculares para escuchar Tame Impala, una banda australiana de música psicodélica. Leyó algo del New York Times, compartió una publicación del Manchester City y discutió con un amigo por WhatsApp, defendiendo la llegada de las sociedades anónimas deportivas. En la siguiente estación, en Ezpeleta, se subió al tren un hombre de unos cuarenta años, sucio y con la mirada derrumbada. Tenía en su mano papeles escritos con lápiz, que posaba sobre la pierna de cada pasajero. "Por más mínima que sea cualquier colaboración sirve de ayuda", rezaba el cacho de papel cortado a mano. Pero él se lo sacó de la pierna, lo dejó a un costado y por dentro renegó por el olor.

Como cada vez que llega a La Plata, vuelve a su casa caminando. Heredó de su abuela un departamento en pleno centro platense, en calle 8 y 50. Allí transitan miles de personas por día, de todas las clases económicas y sociales. Los grandes comercios, las cadenas de hamburguesas, las casas de deportes, las galerías y los cines se contrastan con los manteros, los cartoneros, los pibes que hacen Rappi y aquellos que mendigan en la parada del colectivo. 

Frente a su edificio están los Tribunales Federales de La Plata. Cuando se dirigía a comprar algo para la merienda vio dos nenes de no más de diez años arrojándole piedras a un policía que estaba de guardia en el ingreso de los tribunales, y que mientras hacía la seña de "vas a cobrar", avisaba por el handy a sus compañeros de la zona. Él movió la cabeza con signo de resignación, y escribió en su cuenta de X: "Acabo de ver a dos pendejitos faltarle el respeto a la autoridad. Así estamos, y después piden derechos".

Diez metros más adelante, una mujer con una pechera celeste lo frenó. Era integrante de una ONG que se encarga del cuidado de niños y niñas que fueron abusados y abandonados por sus familias, y había viajado al centro platense en busca de recaudar fondos para la causa. Él, con la imagen fresca de los nenes tirando piedras, le contestó que "le encantaría colaborar", pero que no lo hace porque "no sabe quién maneja los fondos, ni cómo son esos nenes a los cuales se los destina". La mujer, con la sonrisa desdibujada, agradeció de todas formas por haber sido escuchada.

Como los miércoles no cursa aprovechó para dormir una siesta, y bajó al atardecer a sacar plata del banco de la esquina. Allí, tirada en el hall, duerme una familia entera que posa por delante una caja de cartón con el signo pesos. La mujer, que viste siempre la misma ropa y que dice "una ayudita por favor" cada vez que alguien entra, sólo tiene a su lado un mate y galletitas de agua, mientras que sus hijos, con los mocos por el mentón, salen del banco a recorrer la esquina para ver si obtienen algo.

En diagonal al banco hay una casa de comidas rápidas, y los nenes, de apenas siete años, se pasan el día entrando y saliendo de allí, esquivando el tráfico veloz y temblando por el frío. A él mucho no le interesa, de hecho los esquiva sin siquiera mirarlos cuando entra al banco. Trata de hacer lo más rápido posible la transacción, y suelta dos o tres puteadas cada vez que sale, porque no puede creer que tenga que vivir "rodeado de pobres", según le dijo a un amigo.

Después de cenar puso la serie, se tiró en la cama y agarró el celular. Se enteró que el Presidente Javier Milei iba a cantar en el Luna Park, y eso le causó gracia. Pensó "que grande este tipo, es un distinto, no le importa nada", y le compartió la noticia a sus amigos. Seguramente ninguno de ellos sepa que la producción cayó 40 puntos, la industria 20 puntos y que se perdieron 80 mil puestos de trabajo formales. O lo saben pero no les importa.

En medio de las risas, se levantó de la cama para bajar la persiana y observó que en la esquina de 8 y 49 tres policías cruzaban con su patrullero a dos chicos que salían de un kiosco. "No nos lleves amigo, tenemos hambre", pedía a los gritos uno de los jóvenes, que era arrestado por el oficial. "Si tenés hambre salís a laburar", grabó en un audio mientras le contaba a sus amigos la situación. 

Al otro día, cuando se levantó para ir a tomar el tren, se asomó por la misma ventana y vio que la niebla había cubierto toda La Plata. Los edificios no se veían después del tercer piso, y la esquinas apenas aparecían, como si el cielo hubiera caído sobre la ciudad. Él sacó una foto, la subió a su historia de Instagram y escribió "ojalá fuera Londres". Y así comenzó otro día. Subestimando todo lo que nos tapa.