La vida en tiempos de Javier Milei es un aguafuerte sobre lo obsceno. Alimento de la literatura y la teatralidad convertida en un folletín por entregas. Si Roberto Arlt hubiera sido nuestro contemporáneo, Saverio el cruel sería un repartidor de delivery o un empleado de comercio. Pero en su obra estrenada en plena década infame era un vendedor de manteca. Corría septiembre de 1936, recién comenzaba la Guerra Civil española y continuaban las secuelas del crack de 1929 en Wall Street. La crisis había provocado 14 millones de desocupados. En ese momento distópico, emergía la crueldad con todo su nervio dañino. Igual que ahora.

La pieza del autor de Los siete locos, reestrenada varias veces y puesta en escena en estos días en el teatro Payró, invita a observar la realidad en clave arltiana. Impacta por su vigencia, por las imágenes sensoriales que se disparan como dardos envenenados que retroalimentan el presente.

Su historia describe a una familia de la élite porteña, despiadada y embustera, que toma a Saverio como blanco de una trama burlesca, y que lo convierte en el cobayo de su experimento social. Al hombre que vende manteca se le reservará el papel de un coronel despótico en la farsa que se monta a su alrededor. Cada partícipe necesario de esa confabulación le hace creer que es uno más entre ellos. Lo acorralan con la falsa consigna de que participando en la salvación terapéutica de una integrante de la familia, su alma se elevará y ella se curará.

Saverio es un producto de época y los fabuladores que lo rodean están cebados de crueldad. En palabras de Fernando Ulloa, médico psiquiatra, psicoanalista y discípulo de Pichón Rivière --hermano gemelo del gobernador de facto en Salta durante la dictadura, Roberto Ulloa--, “la crueldad siempre requiere un dispositivo sociocultural que sostenga el accionar de los crueles, así en plural, porque la crueldad necesita la complicidad impune de otros”.

Ulloa el bueno (1924-2008), el militante por los derechos humanos, perito de Abuelas de Plaza de Mayo en los juicios de lesa humanidad, también decía en una entrevista de 1999 publicada en La Nación que hay un antídoto para la crueldad: “La ternura es lo antitético de la crueldad. Se piensa que es un sentimiento medio blandengue, pero en un escenario cultural, la ternura es un formidable dispositivo donde se estructura la condición ética del sujeto. La ternura significa brevemente tres cosas: el abrigo frente a los rigores de la intemperie, el alimento frente a los rigores del hambre y el trato justo”.

Saverio asoma a la obra como un personaje ingenuo, confiado, pero a medida que avanza la trama que lo envuelve, se transforma en un producto kafkiano. Incorpora los tics de crueldad de los burgueses confabulados que lo hacen sentir un oficial prusiano y severo que se vuelve contra ellos. No sabe que no es lo que parece. La estafa emocional se consuma. La cachada a que es sometido, en los años 30 y las décadas que le siguieron es una burla o broma pesada y adquirió múltiples acepciones también. Hoy sería una joda de mal gusto.

La malicia que hace creer a Saverio en la curación de una paciente psiquiátrica --la hermana de la familia acomodada en la pieza de Arlt-- puede ser una metáfora de la Argentina actual. Se creyó --y todavía un porcentaje considerable de la población cree-- que la solución para este país en vías de su saqueo final puede ser un economista egocéntrico, insensible y de dudosa erudición en su materia. Y además con las suficientes dosis de crueldad como el simulacro inhumano al que es amarrado el vendedor de manteca. Un acto plagado de misantropía, de aversión al otro, al diferente, con plena conciencia de la asimetría que existe en la escala social donde Saverio ocupa la base de la pirámide.

Arlt, nacido en 1900, narrador de historias sobre personajes marginales que habitaban en los pliegues de la sociedad de su época, nos ubica frente al espejo. Saverio tiene puntos de contacto con Silvio Astier, el protagonista de su primera novela, El juguete rabioso, publicada en 1926. Un joven humillado por su condición social pierde una posibilidad tras otra de salir de la situación en que está sumergido. Es la historia de un fracasado, de un personaje que hasta fracasa en su propio intento de suicidio.

Los tiempos impiadosos en la obra de Arlt se parecen bastante a los de esta actualidad brumosa y dramática. La exacerbación del individualismo en la posmodernidad hace crujir los espacios colectivos de solidaridad y empatía con los que más sufren el neoliberalismo. La libertad carajeada por el presidente de extrema derecha, que no solo es cruel en su dialéctica --sería el mal menor si se ciñera a la virtualidad de X, su red predilecta-- es una libertad declamada, de guardar apariencias, que le resulta funcional para pisotear cabezas. Proclama su credo falsamente libertario en viajes costeados por la sociedad. Con su aura de Mefisto que solo atiende audiencias fascistas en España o de libertarios en el Luna Park.

En una entrevista reciente con este medio, Gabriela Villalonga, la directora de Saverio el cruel, la relaciona “con obras que hablan de las mismas cosas. Tanto Kafka en La metamorfosis, como Griselda Gambaro en Decir sí y Charly García en Los dinosaurios, escribieron metáforas para hablar sobre el fascismo. Y esta obra de Arlt en la Década Infame habla, entre otros temas, de la disolución de la solidaridad, de un otro que no está internalizado”.

Como sostenía el autor de las aguafuertes porteñas: “A nosotros nos ha tocado la misión de asistir al crepúsculo de la piedad”.

 

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