La conexión perpetua que caracteriza a esta época y es transversal a todas las generaciones halla su reverso en grupos que buscan un respiro a partir de estrategias de desconexión. Individuos que, concientes o no, alrededor del mundo realizan acciones de minimalismo digital, esto es, reducen su contacto con las nuevas tecnologías. En el presente, en paralelo a la desesperación que entre los jóvenes provoca el lanzamiento del último iPhone, están quienes optan por comprar modelos viejos de celulares con el fin de no acceder a tantas aplicaciones innecesarias que los vuelven esclavos de los dispositivos. En efecto, buscan algo diferente: conectarse al mundo, pero sin la intermediación de las pantallas. Y, rápido de reflejos, el mercado responde: vuelven los aparatos “ladrillo”, esos que fueron furor durante los 90 y los 2000.
Los dumbphones, “celulares tontos”, ya constituyen una tendencia en varias naciones y se postulan como un camino hacia la desintoxicación. Son tecnologías que, al no resolver todas las necesidades de los usuarios, ya no generan la misma sensación de dependencia que sí despiertan los más modernos. Así es como muchos usuarios optan por adquirirlos, precisamente, como un salvoconducto frente a la ansiedad, el estrés y otros problemas de salud mental que implica el hecho de estar híper-conectado. En 2023, se calcula que en Estados Unidos se vendieron 2,8 millones de dispositivos sin servicio de internet y que, a la vieja usanza, tan solo sirven para mandar mensajes, realizar llamadas y apenas alguna cosa más. Según Deloitte, compañía londinense, uno de cada diez británicos utiliza un celular básico en Reino Unido.
Irina Sternik, periodista especializada en tecnología, comenta a Página 12: “Hace tiempo hay un revival de los dispositivos analógicos, desde tocadiscos hasta celulares mal llamado ‘tontos´. El fenómeno responde a diferentes razones. Personas que no quieren conectarse a internet por motivos religiosos, pero también hay un resurgimiento de vivir experiencias relacionadas con la desconexión y estos dispositivos son ideales. Son económicos, robustos y funcionales para lo que se crearon, hablar por teléfono y mandar SMS”, expresa.
Frente a los smartphones que, por defecto, son fuente de tanta información que los cerebros de los usuarios ni siquiera llegan a procesar, la lógica de optar por un dumbphone se propone combatir esta realidad, al evitar la saturación informativa. Un modelo operativo básico que --como cuenta Sternik-- evita las continuas distracciones y que, de yapa, se destaca por otras virtudes: una batería que dura días sin agotarse y ofrece una gran resistencia frente a las caídas y golpes. No en vano reciben el apodo de “ladrillos”.
Estrategias y esclavos
Si bien los celulares tontos no se popularizaron en Argentina, se trata de una tendencia que podría llegar. “Creo que en el país ya existe la necesidad de desconexión y la de otro tipo de conectividad. Si bien es bajísimo el porcentaje del mercado, pueden ser útiles para los usuarios mayores que necesitan un teléfono que no requiera de una carga constante y sea simple de usar. También son indispensables para quienes trabajan en el campo o recorren el país en camión, por ejemplo”, advierte Sternik.
Agustina tiene 17 años y aunque admite que no cambiaría su smartphone por un dumbphone, desarrolla estrategias para limitar una conexión que, de lo contrario, es alienante. “En lo personal, no sé si reemplazaría mi celular por uno más viejo, pero sí creo que está bueno tener un límite. De hecho, me pongo una notificación en las aplicaciones que más uso para que me prohíban entrar cuando paso una determinada cantidad de horas”.
Luciana (26) no solo pone límites horarios a las aplicaciones --para Google Chrome una hora y media y para WhatsApp cuatro horas diarias-- sino que también opta por una solución rotunda para combatir el agobio ininterrumpido: de vez en cuando desinstala las aplicaciones que considera más nocivas. “Periódicamente elimino Instagram porque es una red social adictiva que me consume mucho tiempo en que podría estar haciendo otras cosas productivas, como leer un libro”, relata. Y agrega: “Además, me genera muchísima ansiedad, siento que necesito estar mirando qué hay de nuevo ahí. X la eliminé definitivamente y solo entro desde la computadora dos veces al día, cuando estoy en el trabajo”.
También están los que, con un criterio similar, deciden apagar su celular por las noches y conservar a resguardo el tiempo de descanso. Recurren a esta salida para aprovechar ese lapso para conversar con la familia, quedarse en silencio, o bien, hacer alguna actividad recreativa que no pueden hacer en otro momento. Incluso, están aquellos que compran relojes con el objetivo de no tener que tener un último contacto con el celular para programar la alarma del día siguiente. Porque así funcionan los smartphone: los usuarios desbloquean la pantalla con un objetivo y terminan haciendo algo completamente distinto. La “lógica Google” todo lo impregna, tanto que a veces el motivo original que empujó a agarrar el celular termina por olvidarse.
“No lo uso todo el día porque si no me siento una esclava. Si pasa algo me voy a enterar, porque me van a llamar al fijo. Y si no me enteraré después, como fue toda la vida. No me parece tan grave tampoco”, dice Luján (72) que, pese a que tiene un celular sofisticado y con todas las aplicaciones y redes sociales, opta por el respiro de vez en cuando. Cuenta que sobre todo en aquellos días en que estuvo muy “atada a las pantallas” deja el celular en un cajón para no tentarse con videos de YouTube.
Asimismo, hay quienes siguen exigentes rutinas para limitar el uso de los celulares solo al entorno de trabajo y luego deciden prescindir del móvil por el resto del día. Es una manera, de hecho, que los habilita a limitar su jornada laboral de alguna manera, ya que los tiempos de obligación y de ocio se han hibridado, sobre todo, a partir de la propagación de las modalidades home office. En efecto, en algunos países del mundo existe el Derecho a la desconexión digital, por intermedio del cual los empleados pueden evitar contestar mensajes, llamadas y WhatsApp fuera de su horario laboral, cuando se tomen licencia o estén de vacaciones. En Francia, la norma es ley desde 2016 y en España desde 2020.
Neoluditas en la era de la IA
La fase del capitalismo actual revela su nivel de perfección en las características intrínsecas de los consumidores: usuarios que experimentan cada consumo como si fuera vital, a partir de la satisfacción de necesidades que emergen de manera continua. Sin embargo, la buena noticia es que como refiere Raymond Williams, referente de los Estudios Culturales Británicos, cada forma de hegemonía encarna sus propias contrahegemonías. Así es como el neoludismo, con origen en el siglo XIX, parece ganar adeptos en pleno siglo XXI.
En época de revolución tecnológica, cuando la IA es furor y se esmera en realizar promesas nuevas cada día, el rechazo de los avances también puede constituir una reacción natural. ¿Cuán lejos están los humanos de destrozar máquinas si comienzan a considerar con seriedad que estas les complican la vida? Un retorno a lo primitivo a partir de la puesta en marcha de una filosofía cultivada hace 400 años, pero que en el presente podría florecer.
Sternik comparte su punto de vista al respecto: “Creo que la moda analógica siempre vuelve. Pasó con los vinilos, ahora con los casetes y en cualquier momento es el turno del teléfono celular. Tiene que ver un poco con la moda y otro poco con la conciencia de la economía circular. Me refiero a volver a usar lo viejo, a repararlo y darle otra vida útil, a cambiarle el sentido a las cosas. Además, es una actividad divertida: un familiar cercano guarda en un cajón uno de estos teléfonos que, a diferencia de los de hoy, seguramente se pueden cargar y volver a usar porque son más simples y no requieren grandes actualizaciones de software”.
Quizás algún día, en medio de robots y otras sofisticaciones innecesarias, llegue el momento en que la humanidad advierta que tener el mundo a un clic de distancia puede ser tan fácil como aburrido.