“Mi mamá no terminó el secundario, mi abuela tuvo que dejar en tercer grado de primaria porque tenía que trabajar, y por eso nunca estuvo en duda que yo iba a ir a la universidad”, dice Yael Kliszewski, que tiene 21 años y estudia la Licenciatura en Gestión Gubernamental en la UNPAZ, la Universidad Nacional de José C. Paz.

Sonriente y exultante, con sus lentes de sol sobre la cabeza, acomoda la campera, la bufanda, el termo y pide un mate para empezar a contar. Ella se enteró de la existencia de la UNPAZ a partir de un ejercicio de la escuela sobre el modelo de Naciones Unidas Cada secundaria representaba un país. Tenía 15 años, estaba en cuarto y le tocó participar. Ese día le presentaron la lista de carreras que ofrecía la universidad. Cuando leyó “gestión” y “gubernamental” en la misma línea sus ojos se iluminaron, dice, igual que en el momento en que lo recuerda: “no sabía muy bien de qué se trataba, pero cuando leí el nombre pensé en que era algo para cambiarle la vida a la gente”.

Su papá terminó el secundario con el plan FINES, ya adulto, para poder sacar la licencia de camionero. Así, Yael no sólo es la primera generación de universitarios de su familia: es también la primera en haber egresado del secundario de acuerdo al plan de estudios habitual para la mayoría.

Las tres universidades que encabezan el ranking de primera generación de estudiantes universitarios de sus familias se encuentran en la Provincia de Buenos Aires: la de José C. Paz, la Arturo Jauretche en Florencio Varela (UNAJ) y la del Oeste en San Antonio de Padua, Merlo (UNO). Las tres fueron fundadas en 2009 bajo la sanción de las leyes 26.577, 26.576 y 26.544.

La familia como red

Por eso la llegada de Yael a la universidad no es la única de su familia. Ya sea Profesorado de Educación Física, Profesorado de Inglés, Comunicación Social u otras carreras, su hermana y todos sus primos y primas también están cursando. “Nuestros papás, mamás, tíos y tías no pudieron acceder a la universidad -dice- y nos alientan a que vayamos porque ven en sus trabajos que las personas con estudios ocupan los puestos jerárquicos y les va bien.”

Aunque varias encuestas señalan que un porcentaje significativo -alrededor del 25 por ciento- de egresados no trabajan en empleos estrictamente relacionados a sus estudios, la mayoría señala que fue dentro del aula donde, al margen de los conocimientos técnicos, adquirió otras habilidades de carácter y aptitudes que facilitan el desarrollo y adaptación en cualquier ámbito.

Así, más allá de la precarización laboral extendida a casi todos los rubros y el creciente desempleo, es el sector con estudios superiores el que muestra la menor tasa de desocupación.

Temores nuevos y solidaridad

La amenaza latente a la educación pública desde la asunción de Javier Milei y el ataque concreto del recorte presupuestario a las universidades no sólo es angustia para quienes ven peligrar la continuidad de sus estudios. Es también la esperanza herida de las familias sobre la posibilidad de un futuro mejor para sus hijos e hijas.

Cuando Yael intenta sintetizar la opinión de su familia ante el ajuste, dice que “les preocupa porque saben que tener un título te transforma, te dignifica de otra forma en el mundo laboral ,y el no tener ese recurso te limita las posibilidades de crecimiento individual”.

Ella insiste en algo: “lo más importante que te da la universidad es la noción de lo colectivo”.

Hace hincapié en las personas. En los vínculos que se generan en la comunidad universitaria. En su diversidad. “Vos podés tener un compañero de cursada que tiene 62 años, como mi compañera Alicia que la quiero un montón y está jubilada como directora de primaria. También podés tener compañeros de 18 años que recién salen del colegio y es todo así, muy variado. Está bueno escuchar otras realidades también, te abre un poco la cabeza, pensar que eso que creías que te pasaba sólo a vos también le pasa a otros, cosas similares o incluso peores. Ese espacio entonces no es sólo académico, pasa a ser un lugar de contención y encuentro.”

Yael de pronto abandona la sonrisa radiante de la charla y se pone nostálgica al recordar la pandemia. No sólo por su propia historia, sino por el rol que tuvo esta comunidad en su trayectoria, para ella y para sus compañeros. “Los profes de la UNPAZ nunca nos dejaron solos, no hicieron la vista gorda. No era una cuestión académica nada más, se preocupaban por nosotros en lo humano.”

Ella va a dar clases de apoyo en un barrio ubicado en el que llama “el José C. Paz profundo”, Sol y Verde. Chicos y chicas entre 8 y 15 años se acercan a estudiar, jugar y charlar, y entre otras cosas, a hablar del futuro. Ninguno tiene la universidad en el horizonte. Solo saben que necesitan trabajar cuanto antes para ayudar a sus familias.

Éste es un panorama que recrudece en todos los barrios y acota las perspectivas de seguir estudiando, algo que en el caso de Yael -también con una realidad complicada- contuvo un Estado presente en forma de universidad cercana. “Sin eso la mayoría hoy no estaríamos en la carrera. Y además, se nos alienta a que después sigamos formando parte de alguna u otra forma, con otra carrera o como docentes.”

Con gesto pensativo, Yael profundiza en lo humano. “Es muy de la UNPAZ esto de acompañar y estar a la par del alumno, porque si no, no habría forma si considerás que la mayoría de la gente que estudia viene de realidades complejas, mucha gente del barrio. Está buenísimo que puedan acceder y que los contengan para que puedan seguir, pero también es importante que es una universidad en un punto estratégico, y para toda esta zona está bastante cerca. Ahora se viralizó por las carreras nuevas, así que vienen personas de otras localidades y de otras clases sociales. Y está bien, porque entramos todos.”

Lo importante es no aflojar

Ahora alquila un monoambiente a diez cuadras de la universidad. Trabaja en un local todo el día, y cuando termina su turno encara para empezar la cursada hasta las diez u once de la noche. Pero no siempre fue así. Cuando arrancó, vivía a unas treinta cuadras con su mamá, su abuela y sus hermanas. Le tocaba la cama del comedor.

Hizo el curso de ingreso y justo en ese momento empezó la pandemia. Todo el entusiasmo por esa carrera que tanto deseaba lo tuvo que concentrar en una cosa: no aflojar.

Sin pieza propia ni computadora, la cursada virtual la podía hacer pero solamente desde el celular, cuando su abuela le cedía la habitación. Con 17 años y sin poder trabajar, sus padrinos muy presentes la ayudaban con las fotocopias y el crédito para tener acceso a internet.

Después del primer año consiguió un trabajo, “una changa en realidad”, doble turno. En ese momento empezaron los problemas de horario, y tuvo que cursar libres varias materias. Llegar a su casa, leer los textos, armar apuntes, pedir las anotaciones de clase a los amigos y amigas que se había hecho en la virtualidad. Fue aprobando y así llegó a tercer año, ya sin pandemia, con ahorros para mudarse y comprarse una computadora.

Las 30 cuadras no se habían presentado como un verdadero problema, un colectivo de distancia. El problema era el boleto y la solución: el boleto estudiantil y el programa Progresar. Este último hoy no lo cobra porque ya tiene un trabajo registrado, pero para emprender la vuelta nocturna a su casa sigue accediendo al boleto estudiantil. Ya no el nacional, que fue retirado, sino el que sostiene el Estado bonaerense.

Ya son 24

En el territorio de la provincia de Buenos Aires hay 22 universidades públicas nacionales y 2 provinciales. Aunque la mayoría se concentran en zonas urbanas, también las hay en las zonas serranas, de playa, delta y rurales, sumando carreras orientadas a las actividades del lugar, reduciendo el desarraigo y los gastos extra que genera estudiar lejos de casa.

Desde el Decreto Presidencial Nº 29.337 de Juan Domingo Perón del 22 de noviembre de 1949, la matrícula pasó de 66.212 estudiantes en ese año a 135.891 en 1954, con una población de 19 millones de personas. Para mediados de 2023, la matrícula universitaria constata 2.730.754 estudiantes entre 46 millones de habitantes. No sólo el número de ingresantes a universidades nacionales creció más de 67% entre 2012 y 2022, sino que a diferencia de los mitos que se repiten una y otra vez , los estudiantes que egresaron se incrementaron en un 29,4%.

El ejemplo histórico

El día después de la Marcha Universitaria del 23 de abril último, Yael y su abuela conversaban de cómo había sido esa defensa multitudinaria de la educación pública y gratuita. Y aunque ella quería distraer a esa mujer de 78 años de la situación, cuenta que “está tan lúcida que no hay manera de esconderle lo que pasa. Cuando fueron las elecciones, ella me dijo que tenía que ir a votar porque sentía la responsabilidad de defender todo lo que estaba en juego. Ya no por ella, sino por mí y mi hermana sobre todo, porque sabía que esto iba a pasar. Imaginate que se vino con mi abuelo desde Corrientes y la pelearon siempre. No quiere lo mismo para sus nietas. No por el sacrificio en sí, sino porque ese sacrificio tiene que rendir”.

La abuela de Yael, trabajadora obrera junto a su marido, no terminó la primaria. Para ese tiempo ya existía la gratuidad universitaria pero había quedado muy lejos para una mujer que trabajó desde niña.

Ante la pregunta sobre cómo no había sido accesible para ella esa posibilidad, Yael responde: “Mis abuelos en esa época a lo que accedieron fue a las fábricas. Fueron obreros con derechos, y eso fue lo que nos permitió ascender en la escala social. Y es gracias a ellos que cada uno avanzó un poco más, y es por eso que hoy nadie en la familia duda de que nosotros tenemos que ir a la universidad”.