A pesar de que el libro venía de Europa, de que yo lo había agradecido vehementemente y que sinceramente me había entusiasmado con la idea de poseer un libro nuevo, diferente a los libros viejísimos que solía leer entonces, al retirarme a mi piecita de jugar, habiéndolo hojeado con fruición, verifiqué que las únicas letras que el libro traía eran las de la tapa, “PETS”, decía en la tapa, y ya sabemos que esto viene a designar mascotas, perritos, gatitos, tucanes, monitos. Muchos niños, incluyendo a Huck Finn, tienen en su casa un perro. Yo no, y la belleza de los animalitos representados en el libro que me regaló Anita resultaba, a mi gusto de salvaje, un poco ingenua y poco digna de crédito. Desprovisto como estaba de un legítimo espíritu británico, viviendo en un departamento a la vuelta de la iglesia anglicana donde asistía al parvulario, un libro que no tenía letras ni notas y sólo se constituía con páginas destinadas a representar mascotas, era una de las cosas menos trascendentes que hubiera esperado que existieran en el mundo. Quizás haya sido algunos días después que mi papá me preguntó por el libro de Anita. “No tiene letras”, le contesté. “No lo hubieras entendido”, dijo él. Punto de nuevo para mi padre. No leo en inglés más que el nombre de Cirilo Tucker, el que hizo la iglesia de acá a la vuelta, para gloria de Dios.

Pero para mi decepción, Pamela se había ya quedado en su nueva casa en Londres. Anita y Percy habían viajado para ultimar detalles y los niños, especialmente Pamela que era lo que a mí me interesaba, habían quedado allá, en Europa. Esto era realmente una novedad, no sólo había cosas interesantes en Europa que de vez en cuando llegaban hasta aquí, también lo que me gustaba, me interesaba, me encantaba aquí, podía atravesar la criba y aparecer como parte y todo de las maravillas del viejo mundo. Pensé entonces que tal vez un día podría irme a vivir a Londres y hablar todo el día en inglés, no sólo en el parvulario, y casarme con Pamela y jugar ambos con el monkey mono, sin peleas, porque otra vez, en la víspera del viaje, Anita había venido con Pamela, así tan rubia y bella como era siempre, y primero fue mi mamá la que me mojó el cabello para peinarme, y con el peine me tiró del pelo un largo rato, me hizo la raya unas veinte veces y cuando se cansó me estiró los pantalones, me subió las medias y me abrochó varias veces los mismos zapatos, pero para cuando Pamela y Anita llegaron yo ya estaba de nuevo con mi monkey mono, el mismo que el tío Dionisio me había traído de Europa, y sin embargo, aún con esta ocupación entre manos, escuché cuando sonó el timbre, y justo llegué a acercarme para saludar cuando mi madre no había aún terminado de abrir la puerta y con la entera mirada yo sé que Pamela me vio con el interés de siempre, pero lo que la terminó de sacar de quicio fue ver que el mono atravesaba el vano de la puerta de la cocina pedaleando a toda velocidad, siguiéndome, y entonces sin poder contenerse, con una felicidad rabiosa que yo no sé si he vuelto a ver, con verdadera pasión y a los gritos dijo “hey mom! Look the monkey!” ¿Cuál fue el mecanismo que en mi alma de niño se desato, qué resorte se disparó, que insensatez se desparramó? “It’s a mono, dear” dije severamente “that’s a monkey”, repuso ella, adelantándose un paso hacia nosotros. Mono-monkey-mono, intercambiamos apasionadamente y ya tocándonos los cuerpos. Quizás porque durante la epidemia de polio estaba rigurosamente prohibido es que nos revolcamos por el piso gritando “it s a monkey-mono-mon kimono”

Finalmente, todo lo prohibido nos interesa y nos llama durante toda la vida. Las paces vinieron con el monkey-mono, porque acordamos llamarlo de esa manera: monkimono. Lo compartiríamos toda la tarde, y un regalo inesperado, “dense un beso” dijo Anita.

 

Y mi mamá asintió.