La belleza es un acuerdo entre la voz y la mirada. Alejandra Kamiya habla como si conociera la cadencia secreta de cada palabra. La retina no llora pero se acuerda de ese momento en la infancia en que se dio cuenta de que era diferente. Los chicos se estiraban los ojos con los índices, le decían “china” y que merecía un castigo. “El fusilamiento”, como ella lo llama, fue a los seis años. La pusieron contra la pared del patio de la escuela y formaron una larga fila frente a ella. Cada chico le decía: “No te voy a invitar a mi cumpleaños”; “no voy a jugar con vos”; “no te voy a hablar”. Uno la escupió. “No levanté los brazos como el fusilado de Goya. Los dejé a los costados y miré de frente, a cada uno de los que pasaban. Sentía que así debía hacerlo para resguardar algo último en mí. Tampoco dije nada en casa, pero esa noche tuve convulsiones y me llevaron a la guardia de la clínica. No recuerdo nada de esto, me lo contó mi madre años más tarde”, revela la narradora de uno de los cuentos de La paciencia del agua sobre cada piedra, el cierre de la trilogía conformada por Los árboles caídos también son el bosque y El sol mueve la sombra de las cosas quietas.

La modulación del flujo del aire que pasa por sus cuerdas vocales genera un tono de voz de baja intensidad. Nada es altisonante en esta bellísima escritora que nació en Buenos Aires en 1966, hija de padre japonés y madre argentina, una “half”, como se define: japonesa en Argentina y argentina en Japón. En uno de sus cuentos recuerda que antes se usaba la palabra “ainoko”, que significa algo así como “hijo del amor”, pero después de la guerra empezó a tener una carga despectiva porque se usaba para los hijos de los japoneses con soldados estadounidenses, o sea “hijos del enemigo”. 

Afirmar que es una escritora “secreta” sería, ahora mismo, cuando está a punto de presentar su trilogía de cuentos editada por Eterna Cadencia en el Museo Malba, una etiqueta anacrónica. Pero lo fue cuando en 2015 apareció su primer libro de relatos, entonces publicado por Bajo la luna, Los árboles caídos también son el bosque, una frase literal del cuento “Partir”, en el que una narradora que está a punto de parir mira la palabra parto/partir por todos lados, como si fuera un cubo, desde el padre que partió de Japón y se casó en Argentina hasta el acto de llegar a la vida de su único hijo Kenta, una de las formas de decir fuerte en japonés.

“Yo era una escritora de fines de semana o en el horario del almuerzo”, dice Kamiya a Página/12. “Para mí era tan natural escribir que me di cuenta en un momento de que no todo el mundo escribía, y fue sorprendente. Era como si me dijesen que no todo el mundo come o no todo el mundo respira. Yo escribía de manera muy natural. Estaba esperando a mi novio y escribía. Me quedaba sola en un bar y lo que hacía era escribir. Me iba de vacaciones sola y escribía. Nunca no escribí”, precisa con una sonrisa amorosa hacia ese tiempo de inconsciencia, cuando escribía para ella misma sin saber que era una escritora.

A los 41 años se dio cuenta de que lo que escribía podía tener “algún valor social”. Un día vio un concurso de escritura en la revista de un supermercado y decidió escribir un cuento y participar. Entonces tenía un bebé, había sido madre a los 40 años, y estaba sola porque se separó durante el embarazo. El premio consistía en un fin de semana en un spa de Colonia (Uruguay). “Cuando fui a buscar el vaucher, había una recepción con un montón de comida. Las personas que ganaron el segundo y tercer premio escribían y me preguntaron desde cuándo escribía y qué tenía publicado. Yo escribía para mí, pero no en plan escritora. Le conté a mi mamá y ella estaba leyendo un libro de Inés Fernández Moreno que le encantaba y me dijo que buscara a esa escritora para hacer un taller con ella”. 

Kamiya le hizo caso a su madre y descubrió que Fernández Moreno vivía a diez cuadras de su casa. “Desde el principio, Inés me dijo que tenía que pasar al taller de Abelardo Castillo, que era su maestro. Yo no quería dejar de tomar el té amablemente a diez cuadras de mi casa para pasar a la casa de un señor con fama de gruñón que vivía en Balvanera. Abelardo era riguroso, pero siempre fue muy amoroso conmigo y me defendió muchas veces. Lo extraño mucho”, confiesa la autora de cuentos con un estilo tan singular y despojado, con tanta firmeza y serenidad, que transmiten la sensación de que leerla es como observar el momento del crepúsculo, cuando la luz del sol ilumina las capas altas de la atmósfera y la luz se difunde en todas las direcciones por las moléculas de aire. Los cuentos de Kamiya siempre iluminan sentimientos que están eclipsados.

Los tres libros suman 41 cuentos escritos a lo largo de los últimos quince años de su vida. “Yo soy escritora, no sé hacer cuentas”, explica y sonríe como pidiendo disculpas por no saber exactamente cuántos relatos tiene la trilogía conformada por Los árboles caídos también son el bosque, que refiere a la muerte; El sol mueve la sombra de las cosas quietas, al tiempo; La paciencia del agua sobre cada piedra, al amor. “Yo descubro un montón de cosas a posteriori de la escritura. Lo que es interesante transmitir en la escritura son las preguntas. La literatura que da respuestas no me interesa ni como lectora ni como escritora”.

Kamiya cree en la idea de obra como una gran masa. "Más allá de que esta trilogía sea un continuo, los cuentos van pasando por distintos momentos de mi vida. Más que cambiar la escritora, cambia la persona; estoy más vieja y aprendí algunas cosas, Borges decía ‘algunas astucias”’. Yo no lo pondría en términos de las astucias que aprendí para escribir --que inevitablemente aprendí-- sino en términos de vida. Son menos las cosas que sé muy firmemente que quiero. En esas dos o tres cosas soy más dura, pero en lo demás soy más liviana”, reflexiona la escritora que ganó los premios del Fondo Nacional de las Artes (2009), Max Aub (España, 2010), Horacio Quiroga (Uruguay, 2012), Fundación Victoria Ocampo (2012) y Unicaja (España, 2014), entre otros.

-¿Qué aprendió la escritora a medida que iba escribiendo?

-Son pequeños tecnicismos, como que en general lo primero que se escribe después se descarta, lo primero en el sentido literal, el primer párrafo, la primera frase, la primera página, las primeras tres páginas. Esa es una pequeña astucia que transmito mucho en mis talleres de escritura porque te ahorran tiempo. Más que nada también fui trabajando sacando y cuando sacás queda limpia la voz. Y fui profundizando en algunas cosas que sospechaba: que me gusta decir lo menos posible.

-Esto de decir lo menos posible me hace pensar en el trabajo con el silencio que hay en tu narrativa, como si intentaras escribir casi al borde del silencio, ¿no?

-¡Qué lindo modo de decirlo! Si pudiese haría libros de una frase por página. Ahora me quedo con tu frase: escribo al borde del silencio. Otro periodista me dijo una frase que cito siempre porque me encantó. El cuento crece por despojo y la novela por acumulación. Y cuando él lo dijo pensé que tenemos un oído particular para las palabras. Entre la palabra despojo y acumulación, elijo cien mil veces la palabra despojo, me encanta. Así que no me extraña haber elegido un género que crece por despojo.

-“Qué es, después de todo, la muerte sino el silencio de todo lo que a uno lo rodea”, se lee en el cuento “La estatua y el mar”. La frase pareciera escrita por alguien que pudo estar del otro lado y volvió para contarla, ¿no?

-Te digo de donde salió esa frase, me acuerdo muy físicamente, porque a veces los recuerdos no son sólo de tu cerebro sino que están en el cuerpo. Estábamos de vacaciones; éramos muchos en una casa, más de diez personas con niños. Me desperté en medio de la noche y había un silencio tremendo y en la oscuridad del silencio dije: ¿me habré muerto? Primero pensé: ¿se murieron todos? En realidad es lo mismo si se mueren todos o me muero yo; la muerte es el no estar del otro. Claramente no murieron, pero esto se parece mucho a la muerte. Y ahí me quedó esa sensación, esa frase, como grabada en el cuerpo.

-“Menos es la medida de lo humano”, se dice en uno de los cuentos. ¿Menos es también la medida de lo literario?

-Hay dos acepciones de la palabra menos. En la escritura, en el sentido Bauhaus, menos es más. En esa frase menos es la medida de lo humano, me refiero a que siempre lo que hagamos va a ser menos de lo que queríamos hacer. Siempre estamos por detrás de nuestros sueños, deseos, delirios, pretensiones y aspiraciones.

-¿Por qué aparecen distintos animales en tus cuentos?

-Yo siempre tuve perros, gatos, caballo… Cuando salió La paciencia del agua sobre cada piedra, se encontró con un montón de otros libros donde hay muchos animales y eso me hace pensar en haber sido parte de algo más interesante. Hay una conciencia colectiva de que somos cohabitantes del planeta, que no somos reyes de la tierra.

-La cultura japonesa te viene por el lado de tu papá. ¿Sabés hablar japonés?

-Mi padre no quiso que aprendiéramos la lengua. Virginia Higa dice que los hijos de japoneses tenemos una relación con Japón de amor no correspondido. Una cosa que les molesta mucho es que hablen mal japonés. Entonces mi papá no quería que habláramos mal japonés. Pero él no lo plantea en estos términos, sino que dijo primero aprendan bien el idioma de esta tierra, después el inglés, que es necesario, y otro idioma complementario. No le dio prioridad al japonés, cosa que a mí me dolió. Yo tengo esa desesperación del testigo de lo que se está muriendo y trato de hacer el rescate que pueda, intento como absorber lo máximo posible culturalmente. Lo único que sabía era que no encajaba y cuando descubrí la cultura japonesa me dio un gran alivio porque dije: “ah, por eso yo hago tal o cual cosa”. Mi papá nunca lo había verbalizado. De ahí viene mi fascinación con la cultura japonesa que se volvió una explicación de mí misma.

-En “Lugares buenos”, la narradora recuerda que cuando tenía 6 años decían que ella era “china” y que la pusieron contra la pared del patio y cada chico pasaba y decía cuál era el castigo. ¿Esa experiencia que hoy llamaríamos bullying es autobiográfica?

-Es literal, cuando yo era chica, iba a un colegio que se llamaba San Juan de la Cruz, que ya no existe más y estaba en el Bulevar Cerviño. Hoy que es el reino de la corrección política esa época a los woke les parecería el lejano oeste. Me pusieron contra la pared, hicieron una fila y cada uno me decía un castigo. Me acuerdo hasta de la chica que lo organizó.

-¿También te escupieron, como en el cuento?

-Sí, pero que te escupan no es lo peor; que una nena te diga “yo nunca te voy a invitar a mi casa” era mucho peor. Volví a mi casa y a la noche tuve convulsiones y quedé internada. Después se hizo una reunión en el colegio y los padres le pidieron disculpas a mis padres. La gran pregunta que se hicieron mis padres fue: ¿qué hacemos? ¿La sacamos del colegio? Terminé ese año y después me cambiaron a uno que era todo lo contrario, que se llamaba Nuevo mundo; éramos tres en el grado y teníamos nuestro propio horario. Mi maestra era del ERP y yo dibujaba a Perón en el cuaderno. Yo escribía “arte, arte, arte, arte”, como Marta Minujín. La pasé bomba ese año (risas). Después me agarró mi mamá de las pestañas y me llevó al Colegio Esquiú, que era muy disciplinado y me trataban muy bien, pero había una especie de pared de hielo en el medio. Si yo decía “me gusta tu hijo”, me decían: “te acercás a mi hijo y te corto una mano”.

-¿Cómo hacés para que lo autobiográfico esté sin que los cuentos sean autoficción?

 

-Esa es la parte más interesante del trabajo. Lo autobiográfico es la materia prima de la escritura, pero lo importante es el proceso. Ese proceso es indescriptible y puede tomarte toda la vida. No me interesaría escribir algo que no requiera de un proceso espiritual. No puede haber escritura sin un trabajo espiritual pegado a la vida. 

*Alejandra Kamiya presentará su trilogía de cuentos el miércoles 29 a las 19 horas en el Malba (Figueroa Alcorta 3415), con entrada libre y gratuita.