Las copias de las fotos son pequeñas, hay que acercarse para ver los detalles. No se por qué, pero yo creía que las imágenes de Francesca Woodman, relativamente famosas, eran de gran tamaño. Su pequeñez tiene sentido. Después de todo, en sus fotos, que solía protagonizar, ella quería desaparecer y acercarse, al mismo tiempo. Y era tan joven. Veintidós años cuando se arrojó de un balcón hacia la calle, en su segundo y exitoso intento de suicidio.

La muestra es en la galería Gagosian de Nueva York y no se la anuncia con entusiasmo en las guías sobre qué ver y qué hacer en la intensa ciudad, ahora siempre perfumada del aroma del cannabis legalizado y con una población permanente de adictos al fentanilo en distintos estados de abandono. Extraño, porque Francesca Woodman es una leyenda, bastante más que una artista de culto. A los 13 años, Francesca –hija de artistas– tomó su primer autorretrato fotográfico y no paró. La familia, que vivía entre Colorado, Nueva York y una casa de campo italiana en las afueras de Florencia, era acomodada pero extravagante. Le daban todas las libertades y apoyaban su elección de ser fotógrafa, al mismo tiempo que la educaban en los mejores colegios de Europa y Estados Unidos. Rubia, alta, contundente, a los 15 años brillaba en la escuela de diseño de Rhode Island: todos sus compañeros la consideraban fabulosa. ¿Es posible que esta estimulación constante, esta insistencia en su genio la convirtiera en una chica frustrada antes de tiempo? La madre ceramista, el padre pintor: la idea que tenían del arte era militante y dura. Había que trabajar sin descanso y dedicarle la vida. Como a una devoción religiosa. Su propio padre le regaló la primera cámara, una Yashica 2 ¼ x 2 ¼. Fue casi la única que Francesca usó en su vida.

Las fotos son en blanco y negro, y a todas las protagoniza ella: cuando hay otras modelos siempre sus amigas. Lo inquietante, incluso sin saber cómo decidió terminar con su vida, es la composición y el tema. Las mujeres que aparecen, vestidas y desnudas, casi siempre están borroneadas. Transparentes, evanescentes, ahumadas. Es una técnica sencilla hecha con movimiento y tiempos largos de exposición. En general, las mujeres se funden con lo que las rodea. Francesca elegía interiores que parecen o están en ruinas. Las mujeres semejan fantasmas en habitaciones olvidadas, con telas mustias y ventanales de vidrios rotos. Las fotos, por ser tan sugestivas, suelen usarse en tapas de libros o ilustran artículos sobre las cuestiones más diversas: muchas son conocidas aunque no se sepa quién es la autora. Quizá por eso, al ver las impresiones de los negativos, su tamaño resulte tan desconcertante. La mayoría son de 20 x 25 cm, o incluso menos. Para verlas bien, para encontrar las sutilezas, hay que acercarse mucho, de una forma personal y solitaria: no son imágenes que se puedan mirar, en una galería o en una muestra, junto con alguien más. No se pueden ver de lejos. No tienen título ni fecha, algunas sí la referencia al sitio donde fue lograda. Se tomaron entre 1972 y 1980. Francesca produjo unos 10.000 negativos, guardados por sus padres. De esos, sólo se imprimieron 800, y hasta hoy sólo se exhibieron o publicaron unos 200. Es vertiginoso pensar en todo lo que no se conoce de su obra y lo que podría haber en ese archivo inmóvil.

Paredes con la pintura descascarada, el piso de madera y restos de objetos rotos o escombros. Debajo de la ventana, agachada, casi impresa sobre la pared o emergiendo de ella, hay una chica. La pierna se ve con claridad, especialmente la guillermina oscura en el pie, pero el resto de ella desaparece: una aparición o un eco, un vestigio. Otra pared medio derruida, quizá un lavadero o una escuela, no es un lugar donde haya vivido gente. Ahí hay una chica flotante. Vestida de negro, su silueta es un borrón discreto, se nota el cuellito blanco escolar y no se ven los pies. Puede estar volando o capturada en un salto, porque todo el pelo está casi vertical. Hay otra chica desnuda que está envuelta en el empapelado o quizá emerge de las viejas flores de la pared. Su piel blanca, ese cuerpo joven atrapado en el muro, no tiene rostro. Es difícil describir fotografías, con Francesca los detalles se leen como si habláramos de una pintura pero no: se trata de su mirada, su lente, su técnica, ningún truco de cuarto oscuro. Son relicarios, el diario de una chica que no está del todo en este mundo. Son imágenes únicas.

Pero Francesca no fue famosa por estas fotos sorprendentes: al contrario. Cuando terminó de cursar en la escuela de diseño de Rhode Island, donde era tan admirada, no consiguió trabajo. Apenas alguna asistencia a fotógrafos de moda. Su portfolio fue rechazado cada vez que lo ofreció. Trabajó como mecanógrafa. Nueva York le resultaba hostil: como canta Adia Victoria, una blusera-country sureña contemporánea: “Parece que cualquier ciudad te puede convertir en un fantasma/ Pero Nueva York es la que me hace sentir más sola”. Deprimida, empezó a hacer terapia pero no ayudó la pelea con su novio Benjamin Moore y la negativa por parte de la National Endowment for the Arts para recibir una beca. Ya había mostrado su trabajo, sin embargo: en muestras individuales y colectivas, en Nueva York, en Roma, en Providence. Bastante bien para su edad. No le alcanzaba. La depresión la llevó a ideas suicidas y cuando intentó matarse sin éxito, los padres intervinieron. La llevaron a vivir con ellos; hubo más medicamentos y más terapia. Pero la flor rara seguía frustrada. Veintiún años no deberían caer derrotados ante algunos rechazos, una ciudad helada, un joven desamorado, pero la salud mental de Francesca no pudo soportarlo. Sus fotos, especialmente una que hizo en Roma, en la que cuelga del marco de una puerta abierta, como crucificada, parecen profecía

Cuando se recuperó lo suficiente, los padres decidieron que lo mejor era que volviera a la ciudad. Ellos veían la mirada culta de esas imágenes, no creían que fuesen un retrato de su sufrimiento. Decía su madre: “Los jóvenes, sobre todo, la psicoanalizan. Pero ella pensaba en arte, no en tristeza y también era divertida”. Y aunque parezca raro lo que dice, algo distante, tiene su razón. En estas casi miniaturas, Francesca piensa en el cuerpo y el tiempo, y referencia a la era victoriana, los cuerpos de las médiums, los fantasmas apenas intuídos de Henry James. En su trabajo hay un cruce de perfomance, tableau vivant, y body art. Hay diálogo con las siniestras muñecas del escultor surrealista Hans Bellmer y las fotos de prostitutas que Bellocq hizo en Nueva Orleans. Su trabajo no está solo: es contemporánea de Ana Mendieta, la artista cubana-norteamericana que trabajaba con lo ritual y el cuerpo femenino, y que fue asesinada por su esposo en Nueva York. La obra de Woodman antecede a Cindy Sherman, que la considera una influencia, y a Nan Goldin, aunque Nan posó la cámara tanto sobre su propio cuerpo como sobre los cuerpos de los demás.

El 19 de enero de 1981, Francesca escribió: “Mi vida en este punto es como un sedimento muy viejo en una taza de café y preferiría morir joven dejando varias realizaciones, en vez de ir borrando atropelladamente todas estas cosas delicadas…”. Y después se suicidó saltando desde la ventana de su departamento del East Village.

Pienso en todas esas mujeres que no pudieron más y que crearon belleza. Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Anne Sexton, Violeta Parra, Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Diane Arbus (otra fotógrafa, otra vez Nueva York), Unica Zürn, Camille Claudel abandonada en un hospital psiquiátrico de provincias, su cuerpo en una fosa común. En las fotos de Francesca Woodman parece reunirse toda esa fragilidad y toda esa fuerza, ese ir nada más que hasta el fondo.