En un principio, sufrí la situación como una doble decepción. En primer término, la nueva maestra no era tan joven ni bella como me la había imaginado. En segundo lugar, vivía enfrente de mi casa. Desde mi dormitorio escuchaba por las noches el monótono sonido de la cadena con que aseguraban el portón azul de chapa del depósito de gas licuado, contiguo a su vivienda. Vecinos nuevos en un barrio viejo, oriundos de Melincué, conservaban costumbres de gente de campo. Alicia, mujer activa en medio de una aparente alegría, tomaba pedidos, vendía artículos de forraje, fregaba, cocinaba, todo lo hacía sin descanso, hasta con su brazo derecho enyesado, producto de una caída en la terraza mientras tendía ropa en la soga, según la nerviosa explicación que brindaba a  cada uno de sus clientes a modo de justificación. El Willy le había colgado el apodo de "Gatúbela", debido al uso y abuso de unos misteriosos lentes ahumados que lucía hasta en días nublados. Su introvertido hijo ayudaba al padre desde temprano con una mansedumbre impropia en un adolescente. El jefe de familia, conocido como "el marido", repartía gas por los hogares en dosis de diez y quince kilos. Apasionado de la indiferencia, dueño de un caminar lento y pesado, parecía cargar sobre sus hombros una invisible garrafa repleta de rencor. Aquella mañana en la que la sorpresa superó al desengaño, la señorita rompió el inmaculado negro del pizarrón escribiendo su nombre completo con letra irregular y desprolija, Alicia Mabel Scazzino de Taborda. "Anoten mi nombre en sus cuadernos", fue su primer pedido para después disertar sobre la importancia de humanizar el mundo nombrándolo. Nos dijo que bautizar era una forma de amar, que un animal doméstico se convertía en un integrante más de la familia, mediante el apodo con el que elegíamos llamarlo. Aseguró también que había nombres propios que llevábamos tatuados en el alma de por vida. "Desenvolvimiento " fue la segunda palabra que dibujó en la pizarra, nombre de la nueva asignatura a desarrollar en el transcurso del año. Con intención de romper el hielo, levanté la mano antes de preguntar si la materia consistía en desenvolver regalos. Después de una sonrisa amable se tomó su tiempo para explicarnos. "Una cosa es desenvolver y otra desenvolverse, ojalá pueda ayudarlos a crecer armoniosamente. No estoy aquí sólo para enseñarles, también asisto para aprender, para seguir desenvolviéndome". Si maestro es aquel que habla sólo de lo que sabe, aquella mujer lo era. Nos llevó a viajar imaginariamente por el interior de nuestra provincia, pueblo por pueblo, departamento por departamento. Siembras, cosechas, costumbres, comidas, escuelas rurales en galpones, gauchos, gringos, riquezas y miserias contadas desde sus vivencias más profundas. Si bien nada sabíamos sobre la muerte, todos teníamos parientes o allegados muertos. No nos era difícil imaginarnos a San Martin, Belgrano o Sarmiento sin vida, en cada nuevo aniversario de su desaparición física. La división entre números enteros, operaciones de un castigo diario. La división de poderes, un tema pendiente. La mecánica militar, denominador común de la mayoría de los gobiernos de nuestra historia, no nos era ajena. En las honduras del onganiato, democracia era sólo una bella  palabra escrita sobre el renglón del horizonte. En vísperas del nueve de julio, era todo un problema darle sentido a la palabra independencia. Para algunos se trataba de un parque en el que se podía remar. Otros la  asociaban con la casaca roja de un club de fútbol. Muchos encontrábamos la representación en una vieja casa de Tucumán dibujada en cartulina. La seño intentó llenar de contenido la palabra difícil. Al notar que términos como emancipación o soberanía sólo complicaban el entendimiento, buscó la respuesta dentro de nosotros: "¿Cómo se sienten cuando salen de la escuela?", preguntó a quemarropa. "¡Felices!", gritó el flaco Siragusa. "¡Libres!", aportó el Yuli Tarasio. Acompañando un gesto de sorpresa, reaccionó la docente: "¡No me digan! Siempre pensé  que se iban angustiados... Libres y felices se sintieron también los patriotas en aquella jornada".

Fui el único que no se sorprendió al verla entrar con las enormes gafas negras cubriendo mucho más que sus ojos. Estaba rara, distinta. Apoyó como siempre su bolso floreado sobre el escritorio, extrajo desde su interior una larga cadena cuyo sonido me resultó familiar. Después de hacer sonar los eslabones contra el suelo, pensó en voz alta: "¿Qué estamos diciendo cuando cantamos «oíd mortales el grito sagrado.... oíd el ruido  de rotas cadenas?»". Para sentirlo es menester haber estado atado, engrillado, prisionero durante mucho tiempo. Los esclavos antes de ser libres, lo soñaron primero. Muchos lucharon por su libertad, otros negociaron sumisos, mientras que algunos no se suicidaron porque no recibieron la orden de sus amos a tiempo". Lejos de toda angustia, rejuvenecida, más bella que nunca, volvió a escribir con tiza su nombre completo en una cursiva armónica y legible. Mientras borraba las dos últimas palabras, "de Taborda", nos pidió que corrigiéramos lo agendado el primer día. En el mismo instante perdí una vecina, para ganar una maestra, la primera que me enseñó que las palabras sólo tienen sentido si están atadas a los sentires. Que un mismo término puede ser usado como un frío adorno en medio de un discurso mentiroso, o puede brillar como un rodillo de fuego en ciertas almas, esperando el momento para desenvolverse e incendiar cualquier obstáculo que impida su independencia.

 

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