Desde el mismo momento en que se conoció que Mauricio Macri había vencido en la segunda vuelta electoral del 22 de noviembre de 2015, comenzó a desplegarse un ataque sistemático contra las políticas de derechos humanos que habían constituido el núcleo central del accionar del anterior gobierno. Ese ataque, enunciado en los editoriales del diario La Nación, tiene como uno de sus objetivos principales la clausura de los juicios contra los responsables del genocidio que sacudió nuestro país hasta diciembre de 1983, y la liberación de aquellos que ya recibieron condenas por los crímenes de lesa humanidad cometidos.

Por cierto que La Nación no está sola en su prédica. Destacados funcionarios del gobierno macrista –desde el ex ministro de Cultura porteño Darío Lopérfido, pasando por el ex responsable de la Aduana Juan José Gómez Centurión, y hasta el mismo Presidente–, exteriorizaron diversos grados de negacionismo, tratando de negar o aunque sea minimizar los daños ocasionados por el terrorismo de Estado.

Este discurso negacionista fue acompañado por otros gestos, más inadvertidos pero no por ello menos preocupantes. La disolución de programas de investigación existentes en distintos ministerios, la privación de recursos o la misma extinción que sufrieron las estructuras de acompañamiento a testigos y víctimas en los juicios, el abandono del rol de querellante por parte de la Secretaría de Derechos Humanos en juicios de extrema importancia, en tanto y en cuanto los imputados eran los responsables civiles del terrorismo de Estado, encontraron su consonancia en una serie de resoluciones judiciales que anularon sentencias (casos de la Masacre de Capilla del Rosario, en Catamarca, y de La Veloz del Norte, en Salta), enviaron a sus domicilios a casi un centenar de condenados, y  como hecho de máxima gravedad, otorgaron por fallo de la Corte Suprema el 2x1 como método de contar el tiempo de detención a favor de los genocidas.

Ninguno de estos hechos fue ignorado por el movimiento de derechos humanos, que se manifestó vigorosa y contundentemente en las calles y plazas de todo el país. Sin embargo, la movilización popular no conmovió al Gobierno ni lo hizo cambiar de rumbo. Al contrario, la manifiesta voluntad de desoír las resoluciones de los sistemas de protección de derechos humanos, tanto el universal como el americano, tomó notoria visibilidad con la ilegítima prisión de la diputada del Parlasur Milagro Sala.

Si algo faltaba para terminar de delinear un panorama cada vez más sombrío, la desaparición forzada de Santiago Maldonado, ocurrida en un contexto de represión ilegal de la protesta social efectivizado por la Gendarmería pero comandado por las máximas autoridades del Ministerio de Seguridad, que concluyó con el sugestivo hallazgo del cuerpo del joven, pocos días antes de las elecciones de medio término y en un lugar que ya había sido objeto de rastrillajes, vino a sumar un elemento más para la preocupación general.

Y el coro de negacionistas y adalides de la impunidad recrudeció tras la victoria electoral del Gobierno en octubre. Un escritor con pretensiones de intelectual, conocido por sus preocupaciones acerca del mapa del placer femenino en la Edad Media o los secretos de los pintores renacentistas, acaba de reiterar el ataque sin disimulos contra la cifra que identifica desde hace ya tiempo la magnitud de la tragedia: los 30 mil detenidos-desaparecidos. No fue el único. La ex funcionaria judicial del gobierno dictatorial en el Chaco, convertida de oficio en el ariete que demuele el Estado democrático de derecho, anunció su voluntad de terminar con los juicios en curso, revisar los ya sentenciados y continuar con la liberación de los genocidas, disfrazada de prisión domiciliaria (la misma que se le niega a Milagro Sala).

Parece que poco importan las severas críticas efectuadas a los representantes gubernamentales por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en sus recientes sesiones de Montevideo, donde se le recordó al Estado sus obligaciones en materia de combate contra la impunidad, reparación de los daños y justicia para las víctimas. Nada hace mella en un Estado que se desprende de jueces y fiscales comprometidos con el proceso de Memoria, Verdad y Justicia, y utiliza como fuerza propia a otros magistrados y funcionarios capaces de reinterpretar el derecho negando hasta las más mínimas garantías a aquellos que son señalados desde lo alto del poder como enemigos.

La autonomía del Ministerio Público fue desgastada prolijamente, hasta lograr la renuncia de la Procuradora General (poco después que uno de los medios de comunicación hegemónicos publicara el número del teléfono celular de su hija, dando lugar a más de trescientos llamados amenazantes en un solo día), tarea que se busca perfeccionar con un proyecto de ley que arrasa con dicha autonomía y otros principios como la estabilidad laboral.

La anulación de sentencias en casos de juicios por crímenes de lesa humanidad, el procesamiento de personas a las que se imputa la comisión de “delitos indeterminados” y la prisión dispuesta sin condenas ni fundamentos válidos contra ex funcionarios del anterior gobierno, acompañada siempre por un carnaval mediático nunca visto, demuelen todo vestigio del Estado democrático de derecho y anuncian la llegada del Estado autoritario. 

Ahora bien, desde 1994 el bloque constitucional de los argentinos se integra no solo con los principios consagrados en la parte dogmática de la Carta Magna, sino con los instrumentos internacionales a los que se dotó de jerarquía constitucional. Bajo el prisma de tales garantías puede sostenerse sin lugar a dudas que el pacto de convivencia común que expresa la ley fundamental ha sido roto por un Gobierno que, más allá de la legitimación que le dan los votos, demuestra claramente su vocación antidemocrática. 

La memoria, la verdad y la justicia están en peligro. Es hora de que las defendamos.

* Ex subsecretario de Protección de Derechos Humanos, director de la Licenciatura en Justicia y Derechos Humanos (UNLa), profesor titular de Derecho a la Información (UBA).