No hay separación que por bien no venga, podría pensar Arturo Giammaresi, el muchacho italoamericano interpretado por el actor y director siciliano Pif (acrónimo de Pierfrancesco Diliberto) en su segundo largometraje detrás de las cámaras. Es que el llamado patriótico para participar como soldado del ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, en su país y región de origen –un típico pueblito de Sicilia–, le calza como anillo al dedo para pedir formalmente la mano de su amada. El padre de Flora vive por aquellos pagos y se hace imperioso lograr el sí antes de que la bella joven termine siendo desposada por otro hombre, convenientemente desagradable. Con una lógica de producción de cierto despliegue y ansias de universalidad geográfica, etaria y formal –lo cual, muchas veces, implica una búsqueda del menor denominador común estético y narrativo–, A la guerra por amor remite a otros cines italianos del pasado reciente y no tanto, de Benigni a Fellini y de Germi a Scola (precisamente, a este último cineasta está dedicado el film). Aunque siempre en una versión devaluada, signada por la búsqueda de un gusto medio que termina dejando gusto a poco.

Entre chistes más o menos efectivos y otros definitivamente poco agraciados (el running gag de la selfie, por caso, termina agotándose mucho antes de su última aparición), el director y protagonista de La mafia sólo mata en verano dispone una estructura de líneas narrativas paralelas que se tocan y separan y vuelven a juntarse, hasta llegar al cierre final: la búsqueda de ese padre escurridizo; las aventuras de una dupla de vecinos del lugar, uno cojo y el otro ciego; las penas de amor de Flora del otro lado del océano; la espera de una madre y de un hijo, signada por las angustias de la guerra; el descubrimiento del cada vez más peligroso ascenso de la mafia realizado por un teniente, a su vez mentor y protector del héroe. Este último aspecto, basado en hechos históricos, es quizás el más interesante de la película a nivel temático: la imperiosa necesidad del ejército de ocupación de organizar y controlar social y políticamente la región termina dándole vía libre al ingreso de la Cosa Nostra en las jerarquías altas, bajas y medias de la sociedad siciliana.

El drama ligero mete así la cola en los espacios que la comedia deja vacante, pero muy lejos de Paisà (previsiblemente, así lo llama un americano a Giammaresi poco antes de partir), la carga de dolor, sufrimiento y humanismo no pasa el estadio de la enunciación, por vía del aumento del nivel sonoro de la música y la usurpación de los primeros planos de las lágrimas. Sólo una carrera de vecinos, acompañados por una estatua del Duce y una efigie de la Madonna (tres brazos elevados hacia el cielo, empujándose y golpeándose), recuerdan durante un instante a la mejor commedia all’ italiana de otros tiempos, que parecen cada vez más lejanos para el cine producido en su madre patria.