Madre con el hijo agarrado de la teta. Madre que se va al desierto, lo que significa ir a la muerte, a buscar a otro más que se llevaron, al marido envuelto en la Montonera de Quiroga.  

La hazaña se convierte, en la escritura de Nacho Bartolomé, en una situación exorbitada, donde las proporciones del hijo, de ese bebé que sobrevive chupando la leche de la madre muerta, se muestra en el cuerpo enorme de Santiago Gobernori, como la desfachatada forma de contar lo insondable. El drama del que nace el mito no tendrá el lamento de la baguala. Será vibrante en el habla maciza, cortada, desconcertante de Alejandra Flechner porque la dramaturgia hará de la leyenda y de la devoción que traerá después, la materia astillada, desmesurada y desafiante, de una poesía que en Bartolomé es una guadaña para meterse en cualquier parte, cuchara enorme para la mezcla donde el anacronismo es la válvula que rompe y une, que se entromete porque la suya es una estética pendenciera, irrespetuosa que se anima al desvarío y a la política. 

El Bebo habla una lengua que acopla ese caudal incierto de la sonoridad anterior al lenguaje  con una filosofía que oficia de narración de la historia. El desierto de la muerte es uno y todos los desiertos. El Uno y el Todo, como la sombra de Facundo que Deolinda Correa invoca, arrima cada hecho con sus repeticiones. El Bebo como personaje imposible, desprendimiento de esa madre que será una santa popular a la que le rezarán tantos otrxs, es la oportunidad de una política que se construye entroncada en la risa, haciendo del conflicto una materia que rechaza la anécdota como mito para pensarla en un fluir de tiempos discordantes que se meten para intrincar y cuajar lo que no puede ser simple. Como un barroco adulterado donde las cosas no serán dichas de manera directa porque hay que embarrar la tradición. 

La madre, la difunta Correa es en Flechner, un personaje desatado que evoca a su marido como poeta. En su cuaderno, en las ideas sobre el modo en que el pueblo entra a la lengua para disentir con el estado, aparece una forma que no quiere ser reconocida ni atrapada en la explicación de los hechos. Al hablar desde este presente, encuentra la artimaña de una lucha nacional que será el señuelo para que otrxs dejen su sangre como ella dejó su leche.

La luna con la cara de Sarmiento, que podría ser también esa luna de las películas de George Méliès, les da la chispa para que el Bebo juegue a ser Quiroga y la madre Baudilio Bustos, el marido secuestrado, tragado por el desierto. 

Hay en Bartolomé una poética de los tonos de voz en los que Steven Berkoff ve la clave de una clase social, de un poder. Que su Quiroga tenga esa entonación tilinga y que Baudilio se desangre en su gangosidad, del mismo modo que la Difunta Correa de Flechner encuentra en su fraseo una invención única, solo posible en el teatro, propician una dialéctica de lo escondido de la lengua que se desparrama en la superficie para mostrar su belleza y también su mugre. 

La política que conquista Bartolomé al desenterrar a la Difunta Correa, nace en la escena como una conjunción de épocas que en su apariencia dislocada, donde la risa está usada como elemento de rebelión, como el arma de lxs pobres para irrumpir en el lenguaje de un modo soberano y derrocar un poder que es, también, una manera de hablar, no desestima el dolor, por el contrario, lo hace aparecer sin énfasis. Es ese viento del desierto que tiene una fortaleza invisible y descubre la sustancia escondida de la historia como derrotero atolondrado de la lengua que no se deja alcanzar y que ofrece fugas para que nunca sea leída en un trazado dócil sino en la maleza de los cuerpos que no están y habrá que seguir buscando.

La madre del desierto se presenta de jueves a domingos a las 21 en el Teatro Cervantes.